martes, 31 de agosto de 2010

el momento alicante del verano


En los viajes a Alicante hay una serie de tópicos que parece que no somos capaces de superar. El primero de ellos es el de no saber cuándo vamos hasta el último momento. Por ejemplo, podemos descubrirlo a las diez de la noche de cualquier viernes y decidir que no es tarde para escapar. También hay molinos en el camino que acaba en el mar turquesa, pero, sobretodo, hay amor gratis y amor del bueno. 

Alicante supone siempre una especie de vuelta a casa. Juan decía que sentía como si ya hubiesen vuelto a casa los chicos, como si hubiese encontrado paz en que estuviésemos todos allí juntos de nuevo. Para mí la sensación también era parecida. "No sé si acabo de marcharme o si hago esto todos los sábados de mi vida", creo que te dije. 

Poner en orden lo vivido siempre es complicado, los brindis con vino, las confidencias, el barrio antiguo, Magdalena, la cama de sábanas azules, los desayunos en la mesa de cristal, tú conduciendo mi coche, los abrazos de Juan, la risa de Magda, las fotos de Triana, la manera de bromear de Luis, Marta durmiendo en mis rodillas y la sonrisa de Carmen mientras los ojos de Joel lo llenan todo, las guitarras sonando en el salón de Rocío, Jimmy quedándose conmigo, la visita a Tabarca y el azul inmaculado contra los peces enormes, la luz, el sol, la arena blanca enredada entre los dedos, la sangría de cava que arranca mis palabras entrecerrándome los ojos, los versos de Juan José Téllez en el balcón mientras te tiras en el suelo, tu manera k.o. de despertar y el café temprano, las manos en la pared blanca de Magda y el gato del vecino asomándose curioso. Es como tener un cofre nuevo lleno de tesoros. 

Todo para terminar de nuevo en tópico: en las nubes de la vuelta y tu gesto serio. Como si no fuésemos a volver más o fuese a llover para que nos quedásemos. 

(No sé, la cosa es que cuando volvió a aparecer el mar, me dio cierta alegría tonta el pensar que, ésta vez, no acabábamos viaje tan lejos).

viernes, 27 de agosto de 2010

gustos y disgustos de un viernes cualquiera


No me gusta abrir latas de refrescos, ni el desorden de los demás. No me gusta que el vaso con hielo tenga agua si voy a echar el café. No me gusta que se sienten en mi cama en verano. No me gusta que la soltería me relegue a presa y me obligue a romper un corazón para hacer un amigo. No me gusta que la comida se eche a perder en el frigorífico, que lean por encima de mi hombro, ni los mosquitos que me comen los tobillos. No me gusta descubrir que mi cuerpo lleva un ritmo paralelo al del corazón y la razón, que el deseo sea ingobernable o no correspondido. No me gusta que la crema me deje la piel pegajosa, que abran la cortina de la ducha por el sitio equivocado. 

Me gusta estirarme en la cama para luego hacerme un ovillo. Me gusta sentarme por la tarde, recién salida de la ducha, con todas las ventanas abiertas a escribir estas tonterías. Me gusta que me cuiden con detalles pequeños como acariciarme la piel en un gesto pretendidamente inocente, que me despierte una canción como idea en mi cabeza, el silencio. Me gusta estar sentada con alguien y que no haga falta hablar para entendernos. Me gusta el yogur griego con fruta y cereales, que se me quede la piel llena de sal y quitarme la arena de las piernas. Me gusta descubrir un verso con el que pensarte e imaginar que tú lo sabes. 

Me da igual que me digan lo que me conviene, lo que debo hacer, lo que parecía, lo que no está bien, lo que se espera de mí, lo que no me pega. Pero no me dan igual demasiadas cosas como para conciliar a la primera el sueño.

ven a cenar conmigo





Lo bueno de estas nuevas amistades, es la de cosas divertidas que inventan alentadas por la ilusión de Chica. La última idea era bastante sencilla: cenar en casa de Manolo. Pero Chica la llevó más allá decidiendo que imitásemos un programa de televisión en el que, al parecer, se va cada noche a cenar a casa de un comensal y después se vota quién ha sido el mejor anfitrión de todos. 

A mí la idea de competir con comida no me hacía mucha gracia, entre otras cosas, porque no se me da demasiado bien cocinar y tampoco tengo platos estrella. Aunque cuando Chica está emocionado con algo, da igual totalmente lo que a mí me parezca, así que anoche fue la primera cena de "ven a cenar conmigo".

Manolo nos había citado a las nueve en punto para que subiésemos todos juntos a su casa, pero llegamos media hora tarde e hicimos esperar a Héctor en la puerta. Mi hermano también se apuntaba a este extraño plan y no tardó en hacerse su hueco natural por su manera de bromear y lo abierto que es con la gente. La mesa era ya el primer regalo de la cena. Cada detalle estaba cubierto y, cuando descorchamos la primera botella de lambrusco,  ya se prometía una velada divertida. 

Degustamos cada uno de los platos y acabamos jugando al escondite por la casa entre carcajadas porque a Chica le dio uno de sus arrebatos de "saca el niño que llevas dentro". Cuando quisimos acordar eran las tantas de la madrugada.

La casa quedó hecha un desastre, pero nosotros volvimos contentos después del invento del concurso de las cenas. Ahora sólo queda esperar que el siguiente esté al nivel tan alto que marcó Manolo. 

miércoles, 25 de agosto de 2010

la familiaaaaa (con voz del padrino)


La familia se reúne en mi casa. Serán unos días de volver a ser cuatro y comer comidas especiales, nadar, inventar y discutir verdades existenciales. Me gusta, este verano, poder recibirlos en mi casa, sentir cómo lo hacen todo suyo o lo dejan por completo en mis manos. Es inquietante lo que hace el paso del tiempo cuando miro a Juan Pequeño en brazos de sus padres y oigo el eco de mi estómago. Ahora soy yo la que acoge. ¡Qué desquiciante crecer!

lunes, 23 de agosto de 2010

era un domingo en la tarde, fui a los coches de choque...



Chica y yo tenemos la tradición de ir las tardes de los domingos a la playa juntos y terminar tomando yogur griego con fruta y cereales en un lugar que nos encanta. Esta vez se nos unieron también Manolo y Héctor, dos nuevos amigos de prácticamente una semana de antigüedad, que propusieron terminar el plan del domingo por todo lo alto: 
 -¿Queréis hacer feliz a un niño? -dijo Manolo cuando íbamos en el coche hacia la playa- ¡Pues esta noche vamos a ir a montarnos a los cacharritos porque es el día del niño!

Así que, después de tomar el sol y nadar junto a las rocas, después de contemplar al hombre feliz del bañador blanco dando el espectáculo, tras descubrir un poema genial de García Montero y presenciar una pelea de yogur y azúcar, emprendimos camino a la feria. A pesar de las promesas de ir tal y como estábamos en la playa, todos me "traicionaron" y era la única a la que se le notaba que venía de tomar el sol, pero con la locura que se desató, ¿a quién le importaba?

Siempre he sido una cobarde y, si a eso le sumamos mi vértigo, es fácil imaginar que no me monté en ninguna de las atracciones. Me conformé feliz con mi tarea de sujetar los bolsos y reírme de las caras de miedo de Manolo y Héctor en el barco vikingo. Tras pasar por los coches de choque y por el aladelta, llegó la hora de la patata asada de rigor en toda feria y, cómo no, de tirar dardos, escopetas, pelotas y balones para conseguir premios que no llegaron.
 -¿Por qué los canis llevan puñados de regalos? -se preguntaba más de uno viendo a las familias cargadas hasta arriba de peluches y cafeteras. 

Ni siquiera hubo éxito, lo que se dice éxito, con el turrón de lacasitos que se le antojó a Chica en el último puesto. Así que con el de chocolate volvimos al coche entre risas y venganzas después de haber hecho felices a cuatro niños que llevamos dentro.

Cuando nos despedíamos caí en la cuenta de lo fácil que es conectar con algunas personas como si las conocieses de toda la vida y lo difícil que resulta a veces entablar conversación con alguien con quien has compartido lo indecible. Curiosidades de la vida. 

domingo, 22 de agosto de 2010

música

Mi relación con la música siempre ha sido un poco obsesiva, quiero decir, cuando escucho un nuevo disco que me gusta, se pasa sonando en mi casa horas, días, semanas y meses, hasta que llega otro trabajo que lo desplanta. Así que puedo decir sin enrojecer demasiado, que tengo una honda incultura musical. 

Si, por ejemplo, un amigo me hablaba bien de un grupo y al oírlo me encandilaba, olvidaba el resto de canciones que había escuchado jamás y me dedicaba por completo a esos nuevos temas. Cualquier género puede engatusarme de esa manera. Sonará a tontería, pero necesito haber vivido lo que cuenta cada una de las canciones para poder decir que he superado ese disco. 

Intwine estudiaba conmigo en la biblioteca y dio sonido al chico del jersey rojo. Quique González fue mi amante en las madrugadas. Silvio puso música a mis deseos más secretos. Breaking Benjamin llegó para acompañarme cuando hacía frío y estaba enfadada. Elena Bugedo y Fede Comín pusieron letra a cada uno de nuestros encuentros y desencuentros. Y Diego Cantero, ahora Funambulista, viajó conmigo al norte para sembrar mi corazón de esperanza. 

Son sólo una pequeña muestra para contar que ayer, por primera vez, escuché en directo Funambulista. Únicamente puedo decir que hacía tanto calor que estuve a punto de convertirme en amante, aunque me resistí lo suficiente como para escuchar sólo luz y sentir vértigo al tenerte a mi lado. Pero todo el calor merecía la pena por el hecho de estar allí, entre esas pocas canciones, bailando con vosotros, conociendo por fin a Ana -aunque poquito rato-, respirando de alguna manera de nuevo el aire del Cantábrico. 

Y quizá por eso tuve que decírselo, quizá por eso encontré valentía para confesarle todas las veces que había viajado conmigo, cómo había hecho sonido dos mudanzas. Quizá también por eso Diego se hizo pequeño cuando me escuchaba. 

Música, música, música... tentación continua para mi imaginación sin banda sonora. 

viernes, 20 de agosto de 2010

dos citas



Amarse de igual a igual: esto es quizá lo más difícil que nos ha sido encomendado, la tarea suprema, la prueba y el examen últimos, el trabajo para el que cualquier otro trabajo es sólo preparación. (Rilke)

-Tal vez -pensó Francie- no me quiera tanto como a Neeley. Pero me necesita más que a él y quién sabe si ser necesitado no es casi tan bueno como ser querido. Quizá sea mejor.(Betty Smith)


Son dos citas que llevan dando vueltas en mi cabeza todo el día. Creo que nunca he amado de igual a igual y siempre pensé que no quería que nadie me necesitara... Ahora no sé qué pensar.


jueves, 19 de agosto de 2010

free soul band



Quedamos en la plaza de las flores después de comer y, cuando llego, la sombra sólo cubre un cachito del escenario. No sé qué tipo de música vamos a escuchar, pero al ver los instrumentos descansando, comienzo a imaginarlo. 

Ya estamos todos, mojito en mano, cuando los músicos toman el escenario y la Free Soul Band comienza a volver loca la plaza. Conforme los sonidos de la batería van subiendo por mi espalda, me voy acercando a esa sensación de haber nacido en una época inapropiada o, quizá, a la de estar en el momento justo en el lugar más apropiado. Llevaba mucho tiempo sin bailar de esa manera torpe y alegre, sin experimentar las notas obligándome a moverme. La voz del cantante desgarra la tarde al tiempo que el saxo corona las sombras de la plaza. No puedo dejar de mirar esos zapatos de salón, blancos y marrones, masculinos, con cordones, que se deslizan por el escenario con absoluta naturalidad. 

Un señor mayor, con boina incluida, sale al centro del sol a darnos una lección de baile a todos. Único, llenando el espacio, dejándose conquistar por la música, mientras su mujer, vestida de lunares, lo graba con una cámara digital. Qué raro y divertido es el mundo. Ochenta años nos confiesa tener cuando lo felicitamos. 

Pero la plaza se va llenando, It's a man's world comienza a elevarse sobre nosotros desatando gritos emocionados. El cantante juega con sus tirantes. Me recuerdas la hora y me enfado con el concejal de festejos por prohibir la música a partir de las seis. Pero en algún momento la magia del soul tenía que acabarse y, cuando te vas, nos sentamos en el escenario a recuperar el aliento y tirarnos un poco de hielo. 

Parece mentira, pero la tarde acaba de empezar, y lo ha hecho de la mejor manera posible. Nos sumamos a un grupo en una plaza donde jalear cualquier frase de moda y, después, nos hacemos con la segunda planta de un bar, para acabar en una tarima con peligro. Cuando quiero acordar, la noche se ha hecho con todos los rincones y se acerca la hora de rendirse o de volver a casa. 

martes, 17 de agosto de 2010

veranos de cloro y cardenales



En su última visita, mi madre me dejó Un árbol crece en Brooklyn y, entre otras lecturas que voy intercalando, me voy dejando engañar por él. Es una historia sencilla, casi costumbrista, que nos cuenta los primeros años en la vida de una niña. Me resulta inevitable volver la vista atrás a mi infancia, a todos esos recuerdos que creía olvidados, para preguntarme cómo eran entonces mis veranos.

Recuerdo el día que mi padre me llevó a ver la casa en obras, el jardín pequeño de tierra. Me llevó en coche, porque estaba al final del paseo. Después esa casa creció con nosotros y la puerta negra del jardín nos permitió coger moreno de calle. 

Cuando nos daban las vacaciones, mis padres nos llevaban a elegir un regalo por las buenas notas. Ese era el primer ritual, después venía el de la peluquería. Mi larga e indomable melena pasaba a mejor vida y mi madre me castigaba con el consabido corte de "champiñón", como decía mi tío. Entonces, el primer martes de mercadillo, entre puestos de pollos de colores y juguetes baratos, encontrábamos la típica camiseta de manga corta blanca adornada con los dibujos de moda, era la prenda estrella del verano. Así que allí iba yo, después de despertar de la siesta y comer un helado casero de colacao con la forma de un cubito de hielo, armada con la toalla al hombro y la ancha camiseta, con mi hermano Javi de la mano hasta que mi madre nos perdía de vista, camino a la casa del primer vecino con piscina que estuviese dispuesto a abrirnos. 

Y volvíamos derrotados, con nuevos cardenales, cloro en el estómago, los ojos rojos de bucear sin gafas y el pelo desordenado. Volvíamos cantando canciones de verano con nuestras voces de niños, peleándonos con las toallas húmedas o haciendo lanzamiento de chanclas. Agotados como héroes después de la batalla, preparados para la ducha de rigor -eso si no nos la había dado ya la vecina en la ducha de la piscina- y para salir a la calle a jugar hasta que nuestra madre gritase "¡La cena!" y el bocadillo nos acompañase al escalón de los pisos donde improvisar un teatro con los niños del barrio, matarnos a pedradas, inventarnos un baile, escondernos en los portales o bostezar como benditos. 

Dormíamos en el sótano, lo recuerdo bien, y yo comenzaba a leer los libros de los cinco. Siempre tenía la piel manchada por el sol y aguardaba los campamentos como los rayos de sol. Dibujaba por las mañanas debajo del toldo y celebraba las visitas del tito Paco porque comíamos en el salón con el aire acondicionado. Recuerdo que mi madre leía La piel del tambor y que mi hermano Javi se escondía para darme sustos en el pasillo mientras que mi padre regaba el jardín disimulando para mojarnos. 


lunes, 16 de agosto de 2010

alegato contra la imaginación


Un amigo de Chica tiene la teoría de que la culpa de todo la tiene la imaginación. Al imaginar, proyectamos hacia el futuro posibles e imposibles, jugamos con las posibilidades inventando una subjetividad demasiado basada en las viejas lecturas o en las películas que acaban por terminar bien. Al imaginar, despegamos los pies del suelo para soñar, despertamos gigantes. Así que el amigo de Chica propone dejar de imaginar y vivir cada instante como si fuese único. Me pregunto de dónde saca su fuerza de voluntad.

Es muy normal, cuando estoy con Chica, comenzar las conversaciones por un "¿te imaginas cuando...?" y acabar a carcajadas. Supongo que la imaginación es un defecto que se me desarrolla más con él. Aunque, a decir verdad, todavía no tengo una opinión clara sobre la teoría de su amigo. Me parece obvio que, frente a una capacidad tan desbordada de fantasear como es la mía, un poco de realidad de arena y piedra es mucho más sana que seguir flotando sobre el suelo. 

Y es que lo malo de volar, cuando superas el vértigo, es ansiar cada vez llegar más alto y, entonces, desde las cimas del mundo, comprender la ley de la gravedad besando de nuevo el terreno. Escupir tierra siempre sienta mal, pero escupir tierra después de masticar estrellas, llega a ser insoportable.

Por otro lado, Chica clama por la magia de este momento, cuando somos libres para jugar a cualquier juego, cuando todo lo tenemos por ganar. Pero claro, a él le salieron las cartas del palo del corazón y a mí se me mezclaron las picas con los diamantes. 

domingo, 15 de agosto de 2010

eclipse



El viaje con Isra que debía durar todo este fin de semana, se ha quedado en 28 horas de infarto. ¿Por qué? Porque cuando recibes un mensaje con el número de una habitación de hospital como único texto, los nervios se te revolucionan un poco. Así que, aunque Juan me tranquiliza y me dice que por ahora las cosas están bien, no puedo evitar salir volando de vuelta a casa para no perderme el momento en que Juan pequeño aterrice en este mundo. 

Poco tienen que hacer contra eso las magníficas vistas desde la torre Tavira, los libros de poemas del pequeño librero, la brisa marinera, los adoquines, las historias, la muralla, los abrazos, los mojitos y las risas, poco tienen que decir las rocas del castillo, los peces de rayas y el pez lagarto, las cosquillas, las algas y las mareas, el sol, la luz, el viento, los pescadores que me aconsejan cómo dar el siguiente paso, el dos, el noveno piso, el reencuentro con Juanen o los planes para el pópulo... el corazón me late de prisas por volver. 

Y eso me permite compartir esos últimos momentos antes de que al amanecer, se oiga una tos y un llanto, antes de escuchar a Juan pequeño al otro lado del teléfono, antes de ver a Leticia dulce y feliz con su niño entre los brazos. 

¡Bienvenido, Juan, tesoro, milagro de Dios! ¡Bienvenido al mundo!


miércoles, 11 de agosto de 2010

agotando mi paciencia



El amor y el odio están tan cerca, tan cerca, tan cerca, que cuando Chica aparece por fin por el fondo de la calle, no sé si matarlo o saltar a sus brazos. 

Habíamos quedado en que ayer, Chica vendría por fin a mi casa. Tras algún reajuste de planes que otro, decidimos que lo espero para cenar y me voy a la playa a refrescarme en uno de esos días de transparencia imposible. Es cuando subo del mar cuando me suena el teléfono avisándome de que ya está aquí. Me explica que ha mirado la dirección por internet, pero que, aún así, está sentado en el aparcamiento de unos grandes almacenes porque no se atreve a entrar. Veréis, vivo en un pueblo, ¿de acuerdo? Esto no es Madrid o Barcelona. 
 -Bueno, lo que me tengas que decir -suelta con su tono entre divertido y nervioso-, me lo dices rápido que me estoy quedando sin batería en el móvil.

Como está relativamente cerca, le doy dos indicaciones y cuelgo. Subo a casa, dejo la toalla y me voy a esperarlo a la esquina donde hemos quedado. 

No llega.

Vuelvo a llamarlo y, entre risas, me explica las referencias del sitio donde se encuentra. Bien. Acaba de irse a la otra punta del pueblo. Le doy nuevas referencias y, con paciencia, me dirijo al lugar por el que debe aparecer con su coche en unos diez minutos. ¿Se nota el uso del verbo "deber"? La obligatoriedad de la perífrasis, Chica no la entiende. 

Tampoco llega. 

Llamo y es la última vez que vamos a poder hablar por teléfono. Afortunadamente le digo que pregunte por un parque famoso y, esperando que deje el coche en algún sitio y que se encamine hacia allí, me voy a la puerta a sentarme a esperar. 

¡Lo espero más de una hora! Doy dos vueltas a la manzana, subo a casa a por agua, vuelvo a sentarme en la puerta, mando mensajes con el móvil, hago llamadas para sentirme acompañada. Y, lógicamente, voy perdiendo la fe. Espero ya que, en cualquier momento, me llame desde su casa diciéndome que, como las cosas se han puesto feas, ha decidido marcharse. Así que me levanto y enfilo de nuevo el final de la calle. 

Es entonces cuando lo veo venir, despacio y alegre, dudando. Él está en una acera y yo en la otra. Por medio pasan coches y se ha hecho de noche cerrada. Llevo una hora y media esperándolo. Le habría dado tiempo a viajar a visitar a sus padres en el rato que ha perdido dando vueltas por el pueblo. Comienza a gritar nada más verme, se lanza al suelo de rodillas, da gracias a Dios, se ríe y recibe mi cara de mosqueo con la más enorme de sus sonrisas. Después de gritarnos todo tipo de cosas, nos fundimos en un abrazo como si nos hubiesen sacado de cualquier película barata. Chica está exultante: 
 -¡Soy la persona con más suerte del mundo! -grita agarrándome por la cintura-, ¡Al final te he encontrado!

Y me doy cuenta de que, en su manera de ver el mundo, toda la catástrofe de la espera no ha sido más que una aventura divertida. Acaba contagiándome y, ya en la terraza, salpica con su modo de mirar todo mi universo, haciéndome sentir también afortunada. 

Cuando se va, aventurando que no tardará tanto en salir como en entrar,  me quedo preguntándome cómo estaría siendo todo si él no estuviese tan cerca, si no me estuviese facilitando con tanta naturalidad el tránsito. 

martes, 10 de agosto de 2010

el origen, los días y los hombres




Si hiciesen una película basada en mis sueños, no servirían los escenarios de Origen, pero si existiese de verdad la posibilidad de compartir sueños, de entrar en los sueños de los demás, sería de las primeras en apuntarse, aunque acabase sin distinguir la realidad de lo onírico. Si es que ya Calderón lo adelantaba...

El mundo de los sueños siempre me ha generado una profunda curiosidad, sobretodo a partir de aquel extraño sueño compartido, a partir de las repeticiones y los personajes fijos en mis pesadillas. Mi madre y yo nos sentábamos en la cocina con el café y compartíamos lo que habíamos soñado cada noche. Dice que he heredado de su rama de la familia el que algunos de mis sueños se hagan realidad -sobretodo cuando estoy en periodos de estrés y soy capaz de adelantarme a las notas o cuando algo malo va a pasar-, yo no sé muy bien qué pensar. Por eso, a veces, me da miedo despertarme y recordar demasiado bien lo que ha pasado en mi cabeza mientras que no estaba en el mundo de los vivos. 

¿Qué guardaría yo en esa caja secreta? ¿Cómo sería? Supongo que una pequeña caja de madera tallada. ¿Y mi tótem, cuál sería? ¿En qué sueños querría entrar? Tengo claro los que no me interesarían para nada. 

Todas estas ideas daban vueltas en mi cabeza mientras en el cine se proyectaba la última de Leonardo Di Caprio y siguieron dando vueltas después, cuando me llevabas a la encerrona en el vegetariano, cuando todavía seguía experimentando esa sensación de irrealidad vagando por mi imaginación descabellada. Pero supongo que la ficción se me acabó de golpe al ritmo que mis ojos se abrieron como platos al ver a Nacho Artacho preparándose para cantar. A veces haces estas cosas que me dejan con las ideas a la mitad y no puedo dejar de sonreír ofreciéndote un borrón y cuenta nueva. 

Escucho a Nacho Artacho desde el año pasado, cuando me enviaste sus primeras canciones, sabes lo que me fascina el lenguaje y las palabras, y Nacho es un maestro para aunar la música más sutil con los términos más increíbles. Él puede decir: "vienes a boca armada y llena de guerra, voy a segar tu vientre y tu cereal" y pasear por mi cuello en forma de música, porque la guitarra y la voz de Nacho me recorren la espalda como hormigas emocionadas. Esa será la razón de que cenar se convierta en una empresa casi mágica, al tiempo que casi imposible -¿quién puede comer escuchándolo tocar?- o quizá es que estabas allí, azul y concentrado. Ahora no puedo saberlo. 

En cambio, sabemos que la noche ha sido casi perfecta cuando el cd baila entre mis manos y te pregunto si estamos en tu sueño o en el mío y respondes aquello y nos reímos. 


domingo, 8 de agosto de 2010

la cabra tira al monte


Cuando el mensaje de Didi me despierta el viernes con diferentes propuestas para el fin de semana, al principio no sé muy bien qué responder. Didi, Diana, es una antigua compañera de la compañía de teatro con la que he vivido los momentos más dulces y también más locos -cabe recordar aquella lluvia de pétalos de clavel sobre la cabeza de desconocidos tras los brindis "porque sí"-. Cuando hago memoria me doy cuenta de que la última vez que vi a Diana fue durante el estreno de 2009 de la compañía.

Aquel año íbamos de público, por primera vez. Yo por primera vez sola. Recuerdo camerinos antes de la función para animar a la siguiente hornada de componentes del grupo. Recuerdo el abrazo de todas las chicas en los pasillos blancos cuando di la noticia. Las manos de Didi acercándose primero con duda, como si pudiese romperme con sólo una caricia, y después las de todas. Sí, esa fue la última vez que vi a Diana. En el centro de un abrazo.

Por eso quizá, cuando suena el teléfono, me desoriento. Respondo que la llamaré y, no es hasta que no vuelvo en el coche de hacer la compra, cuando me doy cuenta de lo afortunada que soy. ¿Te das cuenta? Hay amigos de esos con los que has pasado toda la vida que de pronto dejan de acordarse de ti de la noche a la mañana, las cosas se acaban y son irrecuperables. Y hay amigos, como Diana, que llaman cuando van a pasar cerca de ti con su torbellino de belleza. Descubro que estoy recibiendo un regalo y la llamo.

Y toda esta historia termina en la orilla del mar, en una noche de conciertos con "perroflautas" como diría Gerardo, con mi vestido azul remangado casi hasta las caderas, bailando al ritmo de las olas y de la música con desconocidos, entre risas, dejando que la sal conquiste mis rodillas. Así termina esta historia, tendidas boca arriba riendo como "señoras" gracias al descubrimiento de Violeta. Mirando las estrellas sobre nuestras cabezas y charlando sobre todo y sobre nada, después de descubrir que en el grupo hay un estudiante del instituto donde trabajaba, después de saborear esa parte de mí que todavía anda descalza y no duele de llenarse de arena el pelo. 

A pesar del dolor de cabeza de hoy, gracias, Didi y Violeta por recordarme cosas importantes sobre quién soy.

sábado, 7 de agosto de 2010

una idea demasiado grande


En la batalla de Stiklestad, por mencionar sólo un ejemplo, te hirieron centenares de veces, porque había antepasados tuyos en ambos bandos; en realidad, luchabas contra ti mismo y tus posibilidades de nacer mil años más tarde. (...) Cada vez que han volado flechas por los aires, tus posibilidades de nacer han estado bajo mínimos. ¡Y, sin embargo, aquí estás, bajo el cielo, hablando conmigo, Hans Thomas! (Jostein Gaarder)

Llevo días dándole vueltas a este párrafo, a esta reflexión. Nacho hizo las cuentas antes de dormir: tenemos dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos... y así hacia atrás todo lo que te quieras remontar. Si te detienes a pensarlo, da verdadero vértigo pensar cuántos de tus antepasados pisaron esta tierra hace, ¿cuánto? ¿Mil años? ¡Es increíble! Y todos, cada uno de ellos, sobrevivió a todo tipo de guerras, catástrofes, desilusiones y enfermedades, sólo para que ahora estemos aquí. 

Realmente no sé lo que quiero decir, pero viene a ser algo así como que somos un verdadero milagro en los cálculos de la posibilidad. Es una idea tan grande, que no sé cómo darle forma con palabras. Sólo me sale abrir los ojos, respirar y sonreír como con trampas. 

¡Lo siento! Soy desordenada otra vez, pero hoy no puedo quedarme aquí... ¡Mis héroes sobrevivieron al devenir de los siglos para que yo, esta tarde, viese la sombra de un arcoíris en la sombra de una ola; para que me ponga el vestido azul y me vaya a escuchar música a la orilla del mar con antiguos amigos! 

-¿No es también un milagro que las personas vuelvan a tu vida de manera sorprendente y natural? Contra los cristales de ayer, las palabras de hoy-. 

¿Tarareas conmigo?

viernes, 6 de agosto de 2010

símbolos


Anoche se cayó al suelo el cuadro de las cerezas. Se hizo añicos, sonó a catástrofe. Parecía que se había roto el mundo y era sólo un cuadro más con la foto de mi sonrisa junto al mar, con pendientes de cereza. Soy un poco difícil, me gustan los símbolos. Es el segundo cristal que se rompe en esta casa. Últimamente todo el tiempo pierdo mi nombre. Algo está cambiando y recoger los añicos con los dedos me produce una tristeza tonta de trasfondo metafórico e inconexo. Recuerdo una navidad, una vieja disposición de mi dormitorio, recuerdo a Juan, un suelo de parqué, un tejado y un ciprés. Qué idiotez... Pero comprendo cosas. 

La tentación de dejar vacía la pared es grande, como ha sido la tentación de dejar los cristales donde estaban. ¿Qué ocurre? Hay eco en el fondo de mi estómago, hay promesas en mis caderas... Soplan aires de cambio en las fronteras de mi cobardía.

Mejor pasaré la aspiradora, recogeré la ropa tendida, corregiré los ejercicios de fonética y cocinaré como una buena chica. 

jueves, 5 de agosto de 2010

cuando la noche acaba en el templo de la vanidad



El martes tuve la suerte de reencontrarme con buenos amigos. Después de la llamada de Antonio avisando de una noche perfecta con Alicia y Antonia, decido que puedo unirme y sumar al grupo a Gerardo, si es que anda por su tierra. Los cálculos salen bien y a las doce de la noche estamos conquistando las calles de las faldas de la Alhambra.

Encontramos un rinconcito cerca de los baños árabes donde llevé a Marta y descubrimos unas terrazas increíbles que dan a la noche de Granada. Hay velas en las barandillas y en las mesas, pequeñas velitas titilando en el silencio de un martes cualquiera que adornamos con anécdotas y risas. Siempre que está Gerardo de por medio, están aseguradas las carcajadas.

Cerca de las tres o las cuatro de la madrugada, el grupo se queda reducido y como las chicas están dispuestas a hacer de esta noche, una noche loca, nos dirigimos a una de esas discotecas de las que siempre había oído hablar, pero en la que nunca había estado. Bien. Recordé por qué.

A parte del hecho de que las multitudes en espacios cerrados me ponen un poco nerviosa y de que la música tan alta no permite charlar ni pensar, la sensación -que había olvidado- de convertirme en una gacela en medio de una selva llena de cazadores, no me resultó agradable. Está bien que la autoestima más superficial sale reforzada de lugares así, pero no me gusta ser testigo de las técnicas de conquista repetidas y repetidas sin pausa hasta que una de las presas se deja conquistar.

Realmente hubo un momento en que todo me pareció demasiado ridículo... ¿creen que pueden acariciarme el pelo sin conocerme de nada? ¿o por qué me soplas, tienes algún síndrome extraño? ¿de verdad piensas que me creo que te interesa charlar cuando lo único que haces es lanzar un anzuelo bastante poco sutil? ¿si a tu amigo no le ha funcionado, por qué te iba a funcionar a ti? No lo sé... será que a veces soy demasiado crítica con esta sociedad o que me he hecho vieja de pronto o que he sido aburrida de nacimiento... Pero no me gusta esa idea de salir a romperme la boca con cualquiera que se acerque con mirada de conquistador.

Y supongo que pocos de los que estaban allí, sintiéndose las personas más deseadas del universo, pagados de sus geniales intentos de flirteo, me entendería cuando digo que mis besos no se venden tan barato, que no me interesa ser caperucita una noche de desenfado.

Menos mal que la compañía suele paliar el aburrimiento y que las escenas surrealistas, mientras la música intenta golpearte los más profundos pensamientos, me arrancaban alguna que otra carcajada -de esas de no dar crédito-.

¡Bien por volver a recordar! Una y no más, santo Tomás.

miércoles, 4 de agosto de 2010

di me que yo






Este es el trailer, pero aquí se puede ver el corto Di me que yo completo. ¿Por qué lo traigo aquí? Porque David una vez me dijo "ahora tienes que ser egoísta" y porque mi amor será siempre así por mucho que me empeñe en demostrar lo contrario. Yo soy egoísta, yo no sólo quiero querer, yo quiero que me quieran. Y quiero ser el centro de un sistema solar del tamaño de un guisante y no siento vergüenza por eso. Porque como decía Gloria "el amor tiene vocación de santo, pero no pasa de mártir".

(Reactualizando unas horas después)

Chica me pide que sea como ella y que escriba cuáles son las peticiones que yo haría en la puerta de ese bar. Me ha retado y espero que él también responda al reto, con la misma valentía -un guiño traicionero-. Le he dado muchas vueltas y todavía no estoy convencida... pero allá va....


yo quiero un hombre que me diga te quiero como si cada día hubiese inventado esas palabras
que me bese como si estuviese aprendiéndome todo el tiempo
quiero un hombre que sienta vérgito cuando me mire
que sea capaz de escuchar mi verdadero sonido y me reconozca en el olor de mis libros
quiero un hombre que lea cada una de mis palabras como si calmasen su más horrible sed
un hombre que conozca mi verdadero nombre
y me haga el amor a quemarropa en cualquier rincón de la casa sin pedir permiso
quiero un hombre que me haga sentir su territorio
que sepa que sólo puedo ser suya y aún así me lo recuerde a diario 
quiero un hombre que me diga que soy hermosa, que soy buena, 
quiero un hombre que me valore más con mis defectos que sin ellos
que incendie mi cuerpo de alarmas con sólo rozarme el pelo
que me sostenga cuando me bese porque me haga perder el equilibrio
quiero un hombre que recoja mis anécdotas como perlas de la india
y me mire nadar desde la orilla
quiero un hombre que me entienda cuando hablo de Dios



martes, 3 de agosto de 2010

baraja


Jostein Gaarder es el escritor de mi libro favorito. Lo conocí con El mundo de Sofía -libro que, por cierto, tengo que volver a comprar porque lo presté hace años y no sé a quién-, cuando comenzaba a interesarme por la filosofía y pasaba las tardes de verano tumbada con la libreta y su novela, para ir tomando apuntes y recogiendo mis propias teorías. 

Más tarde, una navidad, llegó La joven de las naranjas. Lo recuerdo perfectamente porque me vi obligada a leer muy despacio para que me durase todas las vacaciones y como, aún así, no lo conseguí, me resigné a leerla dos veces. La joven de las naranjas se convirtió inmediatamente en mi libro preferido y creo que eso sólo lo comprendió mi padre, que lo leyó devorando de la misma manera que yo. Mi padre y yo somos unos románticos empedernidos, nos encantan las historias de amor y filosofía. Creo que he comprado ya tres o cuatro ejemplares de ese libro porque los he ido prestando o regalando. Yo siempre he querido ser la joven de las naranjas, pero me tuve que conformar con ser la espía del chico del jersey rojo. Aún así, Jostein Gaarder despertó nuevas maneras de ver el mundo, con esa costumbre suya de hacerme sentir habitante de un guisante. 

Por eso compré en su día El misterio del solitario, libro que estoy releyendo ahora ya que se lo aconsejé a Nacho después de estar hablando de comodines y de sus terroríficas teorías sobre el universo, y como no me acordaba bien, me pareció necesario retomarlo para poder pelearme con él. Ayer, frente al mar más transparente del verano, no pude evitar rodear uno de los párrafos. Hans Tomas nos cuenta que su padre colecciona comodines, compra barajas por todo el mundo y se queda únicamente con un comodín. Pero no lo hace simplemente como la persona que colecciona sellos o monedas o botellas... 

Mi viejo se consideraba un comodín. Lo decía muy pocas veces, pero yo sabía desde hacía mucho tiempo que se consideraba un comodín de la baraja. El comodín es un pequeño bufón, distinto a todos los demás. No es ni trébol ni diamante, ni corazón ni pica. Tampoco es un ocho o un nueve, ni rey ni reina. Es el que se queda fuera de todo aquello de lo que los demás forman parte. Está dentro de la misma caja, con todos los demás naipes, pero no es como ellos. Por lo tanto, puede ser retirado sin que nadie lo eche de menos. 

Recordaba ese párrafo. Si recordaba algo del libro, no era la trama, sino esa costumbre del padre de Hans. Quizá por eso llevo, desde ayer, preguntándome qué carta sería yo de toda la baraja. 

domingo, 1 de agosto de 2010




¿Cómo empezar? 

Volvía conduciendo reflexionando sobre los sentimientos que experimento cuando alguien llora. Pero ahora, tan concentrada en el final, soy incapaz de volver al principio. 

Me traiciono a mí misma hoy. Escribo irracional.

¿Sabes? Cuando veo llorar a mi madre o a mi abuelo, es como si ya no tuviese patria, como si todo lo que he aprendido fuese falso, como si me hubiesen estado mintiendo sobre la existencia toda la vida. Se despierta en mí una incertidumbre tenaz que me hace experimentar el más cruel de los desarraigos. Es difícil asumir que tus héroes no son tan inmunes como los imaginaste. 

En cambio, cuando veo llorar a Leticia, por ejemplo, noto como una ternura ciega me sube por los costados inundándolo todo, un amor dulce y sereno que me hace contagiarme un poquito de su carita de pena, que despierta mis ganas de abrazarla. 

Pero hay dos personas a las que no soporto ver llorar. 

De ninguna manera.
Es superior a todo mi lado racional, superior a toda mi capacidad de orden, de control, de conciencia... Cuando Marta o Javi lloran, todo mi cuerpo comienza a gritar por dentro, tenso y afilado, feroz. Cuando Marta o Javi lloran, haría explotar el mundo. 

Creo que jamás olvidaré una imagen de mi hermano, abrazado a mi cintura, en la cocina de casa. De igual modo creo que no será fácil borrar la voz de Marta, a cientos de kilómetros de mí. 

Es inconsciente. Es incluso brutal. Mi instinto más protector se despierta con ganas de guerra y una frustración enorme superior a todos mis intentos. No soy capaz de dar un consejo, no soy capaz de abrazar con serenidad, con entereza. Aprieto los dientes y me trago la rabia como lágrimas.

Cuando Marta o Javi lloran, siempre pienso en mis hijos.