sábado, 13 de agosto de 2011

leo poesía porque no puedo dormir por las tardes


Leo con fruición un libro nuevo de poesía. Las palabras se tropiezan, no disfruto. Desconozco algunos nombres y adolezco de ignorancia al ritmo marchito del ventilador de techo. Tu canción no ha parado de sonar desde que la dejaste venir a casa. Subrayo algunos versos, compruebo en enciclopedias modernas los datos que preciso para acercarme a un poema. Mis dedos acarician caras páginas y recuerdo el día en que compré este libro y a Sol, el pelo brillante de Sol entre la gente. Entre un Madrid lleno de gente que es Marta y que no es Madrid si no está ella. Pero que aquel día era Sol mientras tú ensayabas tus acordes preocupado por tu muela y el directo. Intento recordar sin darme cuenta la primera vez que leí a este autor y la salida de metro de Callao me refresca la memoria, también el calor de esa mañana y mi vestido largo, libros pesando en mi bolso y café de caramelo. Vuelvo a las páginas, los títulos rojos me molestan. ¿Qué estaría leyendo Claudio en esa fotografía que me envía y que mal leo de libro abierto junto a la orilla? ¿Qué me diría que leyera ahora que he agotado los títulos que escribió para mí con buena letra? Padezco hambre de libros ciertas tardes, esta tarde. Esta tarde de ropa tendida, calor y obligaciones. Me pregunto si he seguido el ritmo del poeta: alejandrinos. Modernos alejandrinos. Sólo la primera frase cuenta catorce. Estoy cansada de escribir. Vuelvo a mi libro. 

viernes, 12 de agosto de 2011

jostein gaarder

Si la imaginación es lo mismo que la mentira, a los escritores les encanta mentir. Quiero decir: viven de ello, y la gente va y compra alegremente sus mentiras. La gente incluso se hace socia de círculos de lectores con el fin de recibir las mentiras directamente en sus buzones. Yo creo que lo que ocurre es que a unos les gusta mentir y a otros que les mientan. 
La otra tarde iba buscando un libro de poemas de Vladimír Holan y, al no encontrarlo, me puse tan triste que me compré varios libros de bolsillo que deseaba tener. Entre ellos me hice con un nuevo título de Jostein Gaarder que aún no había leído: La biblioteca mágica de Bibbi Bokken

No sé por qué me gusta tanto este autor, quizá sea por esa estúpida sensación, mientras que lo leo, de que él me ha inventado, de que formo parte de su universo imaginario. Porque sus palabras parecen encontrar el lugar perfecto dentro de las mías. Leer a Gaarder es que millones de piezas encajen, que los engranajes funcionen, terminar el puzzle.  

Sin darme cuenta sonrío desde la primera palabra (querida) hasta la última (imaginación). Es casi mágico. Con el lápiz jugueteando entre mis dedos, sonrío sin parar, sin saber ni dónde estoy ni lo que quiero. Y la música suena mejor cuando estoy entre las páginas de Gaarder y el universo es un escenario perfecto. 

Irremediablemente, al leerlo, pienso en Nacho y en nuestras charlas trascendentales. En nuestras notas en La joven de las naranjas y en los libros de este autor que hemos leído juntos. Supongo que desde Alemania le pitarán los oídos al saberme filosofando. 

Porque es lo que pasa cuando por fin lo cierro y miro la estantería de la poesía frente a mí: filosofo. Desde un lugar recóndito sobre cosas estúpidas, pero filosofo. 

domingo, 7 de agosto de 2011

inventario de mi reino


 -Mi reino por una café de caramelo -le digo a mi amigo May recién levantada de la siesta. 
 -¿Y qué contiene tu reino? -me pregunta concreto antes de arriesgarse a nada. 

Así que se me ha ocurrido hacer un inventario de todos mis terrenos, feudos, villas, territorios, caminos transitados y vacíos, huertas, campos y montañas. Mi reino contiene: 

Un piso alquilado con terraza y un coche que todavía estoy pagando, rojo. Un paraguas transparente, una lavadora, una cafetera nespresso, cuatro copas de vino y dos vasos naranjas. Un reloj de pared roto, un poeta de madera, una máquina de escribir, una acuarela de Florencia, una armónica que no sirve, una mirilla, cuatro tazas pintadas por Marta y un deseo. Cinco moleskine escritas, un estante de libretas sin escribir, cerca de cuatrocientos libros, una caja para las manualidades y acuarelas. Una cáscara de nuez, un reloj de bolsillo, tres tazas en blanco y negro, bolsitas de té. Cinco proyectos de novelas y unos cuantos poemas propios. Doce macetas -tres de interior y el resto para fuera-, una regadera rosa fucsia, una almohada de latex, un colchón de uno cincuenta, la bola del mundo de madera, dos sombreros y cuatro jirafas. Un oso que se llama Mimosín, un camisón de seda azul, una rebeca marrón, un biquini negro y tres vestidos largos. Un espejo que hace flaca, una flor de tela para el pelo, el diccionario de la Real Academia, la Gramática de Alarcos y la discografía de Quique González. Un albornoz amarillo, una bata de peluche roja, una lata de fotografías y una plumín con tinta malva. Las recetas del flan de chocolate con almendras y las trufas. Un cepillo de dientes eléctrico y a mí. 

Ahora que lo pienso, son muchas cosas chulas para sólo un café. 

miércoles, 3 de agosto de 2011

una de cenas


Cuando vi Bajo el sol de la Toscana la primera vez, me pareció increíble cómo la protagonista se entregaba a la cocina como camino de curación. De pronto encontraba una manera de salir adelante en el placer de cocinar para los demás. No lo entendí demasiado en aquel momento. 

Tras quedarme soltera volví a ver aquella película y comprendí muchas más cosas. Entre ellas el absurdo y magnífico placer de conquistar el paladar de los demás, especialmente el de las personas que quieres. Sorprendentemente comencé a disfrutar al tener a gente sentada a mi mesa dispuesta a compartir mis platos más sencillos. Las primeras comidas en casa, en Alcalá, estaban compuestas de carne a la plancha y setas. Después comencé a aprender de Juan y Leti, a pedir recetas a mi madre, a recordar las mesas de la madre de Marta e incluso a resucitar algunos platos olvidados por mi abuela. Poco a poco le he ido poniendo interés y cariño. 

No quiero engañar a nadie, soy una pésima cocinera. Utilizo más cacharros de los que tengo, pongo toda la cocina hecha un asco, no experimento demasiado y suelo dejar los platos sosos. Pero entonces descubro que cierras los ojos al probar mis trufas de chocolate o Chica chilla al probar mi pollo con mostaza y miel o Manolo me da su mejor grito al degustar el flan de chocolate con almendras. Entonces aprendo a hacer pan y a hacer magdalenas, apunto en la libreta casi vacía de recetas y elijo el vino. Pido manteles de regalo y compro copas nuevas. 

Y, sin darme cuenta, aquellas mesas vacías y sin mantel se acaban convirtiendo en veladas con servilletas bonitas en la terraza. Como si, poco a poco, como la protagonista, descubriese ese secreto que nos cuentan y que nunca nos queremos creer, ese secreto sencillo sobre la felicidad que se encuentra en amar a los demás de todas las maneras posibles. Con palabras. Con recetas.