viernes, 27 de enero de 2012

fin de lectura


Termino de leer Nubosidad variable pensando en mi madre, porque lo está releyendo a la par que yo, y preguntándome si a ella también se le despierta el gusto de escribir cartas como antiguamente mientras va pasando las páginas de Carmen Martín Gaite. También me digo que es un día muy propicio para acabar este libro, porque me ha caído el diluvio universal bajando del trabajo y ha estado rugiendo el cielo sin dar ninguna tregua hasta hace un rato. 

Hay muchas frases que tengo subrayadas en el libro y pienso en que hoy cenaré con Belén y podré darle las gracias por este regalo. Creo que ella sabía lo que me estaba regalando, por lo poco que me conoce puede hacerse una idea de mi amor por la literatura y por la escritura. La imagino repescando ese título de esa memoria y pensando en mí. Eso me hace sentirme agradecida, quiero decir, el que alguien sea capaz de acertar con un libro al regalártelo. La gente regala libros como quien compra bolsas de pipas, sólo porque lo anuncian grande en las tiendas o porque se vende a mansalva. Pero regalar un libro es más que eso, es casi como saber cómo te gusta el café. A mí, por ejemplo, largo y con leche fría, con dos de azúcar. Si alguien sabe cómo te gusta el café, es que se ha parado a escucharte. 

Los vecinos dan golpes en alguno de los pisos colindantes, como las paredes son tan finas, no sé de dónde me viene el sonido. Miro los árboles del zoo cimbreándose contra las nubes altas y recuerdo también las conversaciones locas de anoche sobre el sentido de la existencia humana, el orden y el caos, el universo y los extraterrestres. Se mezclan entre las divagaciones aquella frase de mi madre: "no busques la respuesta a las grandes preguntas", que me ha perseguido implacable estos años, junto con tu apreciación "piensas demasiado en cosas que no te llevan a nada" o algo así dijiste, ya no me acuerdo. Pero los dos teníais razón. 

Sin darse cuenta, una sigue las sendas de la idea en busca de la literatura y asciende y elige caminos -unas veces acertadamente y otras por el mero azar o la pereza-, como si el final se encontrase en algún sitio. "He llegado a no verle a la vida más sentido que el de indagar su sentido", dice Martín Gaite por boca de uno de sus personajes. Ese carrete interminable que no lleva a ningún sitio sino a perdernos más en el laberinto. "Y desde luego no hay mejor tabla de salvación que la pluma". 

Amo escribir. Soy tan feliz escribiendo, aunque las sendas, a veces, sean imprecisas y arduas... 

jueves, 19 de enero de 2012

hambre


Estoy planteándome proyectos literarios nuevos y tengo la mesa llena de papeles. Tengo la angustiosa costumbre de copiar la información en cualquier sitio, de manera que luego soy incapaz de recordar dónde apunté cada cosa. Así que llevo un rato revisando moleskine y servilletas para pasar todos los datos a una libreta amarillo chillón que me regaló Alberto. Supongo que así no se me olvidará dónde tengo que apuntar. 

La ropa negra está tendida en la terraza, por lo que no entra mucha luz en la casa, aunque ya a esta hora pueda exigirle poco al sol. Aún así, el tendedero crea una línea negra y convierte el cielo en una pantalla casi blanca que van cruzando nerviosos pájaros buscando el hueco de dormir. Me he quedado con los pies helados, igual que el té que he dejado a medias sobre la mesa porque ya no hay quien se lo beba. Debajo del ordenador, aplastado, yace el manuscrito de la novela infantil en la que estuve trabajando este verano. Siento una pereza paralizadora cuando pienso en corregirla. 

Odio corregir. 

Y dejo el párrafo así, sólo con esas dos palabras, para que quede efectista y porque es verdad. Últimamente conozco a muchos escritores y eso me da vértigo. Es una mezcla de miedo y de pérdida de la originalidad, algo así como cuando tu madre tiene otro hijo mezclado con conocer a tu héroe. Por supuesto es agradable hablar de las frustraciones literarias y editoriales, de los proyectos y de las metas, pero somos todos muy raros, cada uno a nuestra manera, y la mezcla llega a ser sorprendente. Al final siempre es muy divertido. 

Estos días tengo activado el chip de narrar, de captar en la realidad mil historias, por eso cada párrafo parece  inconexo con los demás. Paseando por la ciudad o conduciendo ya me he contado la vida de la hija del farmacéutico que conocí el otro día, la del pintor que reside en una de las mansiones de camino a mi casa, la del príncipe desconocido que hay entre los alumnos... Cualquier chispa es un impulso que despierta mi voz de narradora. 

Es algo precioso... que me genera frustración. Porque tengo que levantarme e ir a trabajar,  no puedo preparar el café y sentarme a escribir hasta sentir hambre. Así que siento hambre todo el día, no de comer, hambre de palabras, de mis palabras. ¡Ay, si el mundo fuese a mi manera...!

miércoles, 18 de enero de 2012

de lo real


Llevo desde que empecé a leer Nubosidad variable dándole vueltas a la cabeza con una idea un tanto abstracta y que no sé si sabré plasmar. Pero, antes, dos referencias: escribo a la luz de las dos lámparas que enciendo al caer la tarde en casa, normalmente corro las cortinas cuando las prendo (por eso que siempre repite mi madre cuando me ve de noche con las persianas subidas: "niña, que te van a dar un tiro"). Hoy las he dejado abiertas porque la ropa tendida me hace de refugio artificial. Son las 18.50 y lo escribo así porque lo he mirado en el reloj del ordenador y todavía no estoy acostumbrada a transformar esos números en las siete menos diez sin hacer un esfuerzo casi sobrenatural. Por dar una referencia de más, escucho ahora mismo Sans la nommer

Cuando empiezo a leer un libro, y más si está escrito en primera persona, los personajes van apareciendo desdibujados. Es el tiempo en que puedo dejar la lectura para otro momento o puedo abandonar una novela sin sentirme culpable. Después, cuando los nombres van creciendo en mi imaginación, van tomando consistencia y forma, cuando los personajes dejan de serlo para existir, entonces el libro me llama de tal manera que casi no puedo pensar en otra cosa. Así me tienes, en lugar de concentrada en ti o en el día que hace o en lo que preocupará a mi padre o en los nudos cotidianos que aparecen en mi imaginación, absolutamente absorta en los problemas de Mariana y Sofía. Casi me siento una contertulia más en su conversación. Me voy rumiando por la casa sus preocupaciones, soy capaz de responderles y tengo que hacer de tripas corazón para no mandarles cartas también desde este sofá. 

Por extraño que parezca, Mariana y Sofía son más reales que todas las personas que ahora no veo. Incluso más reales que yo -en un segundo plano por ser un testigo consentido de sus andaduras. De alguna manera me viene a la mente aquella cita que subrayé del último ensayo de Umberto Eco: "El Papa y Dalai Lama pueden pasarse años discutiendo si es cierto que Jesucristo es el hijo de Dios, pero (si están bien informados sobre literatura y cómics) ambos tienen que admitir que Clark Kent es Supermán, y vicerversa". Es casi elevar la veracidad del mundo ficticio por encima del mundo real. Y en esa ascensión hacia lo alto, me preocupa más que Mariana me explique qué hace en Puerto Real o que Sofía siga escribiendo, que el ir a hacer la compra. 

Lo genial, lo absolutamente genial es cuando esos personajes no mueren al cerrar el libro, ni días después. Lo genial es cuando se quedan viviendo conmigo y puedo preguntarte qué harían ahora, qué me aconsejarían, incluso imaginar cómo se reirían de mí si leyesen ahora esto. 

miércoles, 11 de enero de 2012

dos referencias para que te sitúes



Belén, sorprendiéndome en la biblioteca, me ha regalado un libro de Carmen Martín Gaite con motivo de los Reyes Magos. Belén es una experta en este tipo de detalles que despliega con la mayor naturalidad. A veces me sorprendo de su manera de amar, yo, que suelo sentirme gerundio, con ella soy un simple participio. Es curioso. Pero no voy a detenerme en esa idea que me desviaría completamente de mi propuesta inicial. 

La cosa es que ha dejado en mis manos Nubosidad variable. No lo he leído aún, lo tengo en la pila de lecturas pendientes, pero sí que he ojeado los primeros capítulos, lo justo para topar con algo que me ha emocionado. No emoción de esas de lágrimas saltadas o corazón compungido, no, digamos que más del tipo de emoción que me llevaba a escribir cartas a Ana P. como si fuese uno de los personajes de Jane Eyre. En la página 21 de mi edición, después del saludo en una carta, encuentro las siguientes frases: 
A pesar de los años que hace que no te escribo una carta, no he olvidado el ritual al que siempre nos ateníamos. Lo primero de todo, ponerse en postura cómoda y elegir un rincón grato, ya sea local cerrado o al aire libre. Luego, dar noticias un poco detalladas de ese lugar, igual que se describe previamente el escenario en el que va a desarrollarse un texto teatral... Bien. Dos referencias para que te sitúes, una de tiempo y otra de luz. Hace un rato han dado las once y media en el reloj de pared que estuvo siempre en la calle Serrano, al fondo del pasillo... Segunda referencia: te estoy escribiendo a la luz de una lámpara que también conoces. 

Me he saltado algunas frases, pero justo cuando terminaba de leer la página 21 he tenido que apuntar al margen que me moría de ganas de escribir una carta atendiendo a esas dos referencias: el tiempo y la luz. ¡Me ha parecido una manera tan genuina de situar a alguien! El tiempo y la luz. Voy a ello: 

Son las nueve y diez en el reloj que lleva acompañándome desde mi primera mudanza. Es un reloj de plástico que primero estuvo en el pilar que separaba la cocina del salón, después sobre una estantería negra y ahora en el pequeño aparador blanco junto a la máquina de escribir. El reloj que he pegado mil veces porque no quiero sustituirlo, ese mismo reloj. Supongo que también es la misma hora en el resto de relojes de la casa, pocos y escondidos. La luz es la que se filtra de la pequeña lámpara que compré para la entrada de mi casa-hormiguero y también la que me llega, amarilla, del flexo de pie junto al sofá rojo, la que utilizamos como foco para las fotografías cuando cae la tarde. 
Tiempo y luz. ¿Cuál es el tiempo y la luz en que me leéis? Dicen tanto el tiempo y la luz para nuestras pequeñas costumbres... 

martes, 3 de enero de 2012

mi increíble capacidad para convertir en inexistente lo que no está


Desde hace un tiempo descubro, con mayor regularidad, que soy capaz de guardar en algún rincón de mi mente extraños pensamientos. Los guardo de tal manera que, cuando reparo en ellos, me parecen pertenecientes a otra persona que nada tenga que ver conmigo, o bien, me sorprenden porque me parecen nuevos. 

Por ejemplo, al recibir una noticia triste, la envío sin contemplaciones a ese rincón mágico para hacerla inexistente. Entonces puedo celebrar, bailar, comer, comprar una camiseta, sin preocuparme por ella. Sé que está ahí, pero no es su momento. Algunas veces el truco no funciona como yo quiero porque, de hecho, puede llegar a pasar que olvide que he guardado algo para luego y elimine esa información sin mirar lo que había en la papelera. 

Creo que el comienzo de esta andadura estúpida de mi imaginación empezó cuando aprendí a dejar de dar vueltas a la cabeza, pero me temo que ha ido muchísimo más allá, porque ahora no sólo las noticias tristes han sido enviadas al limbo, sino que mucha otra información se me queda allí sin que lo decida. Todo parece nuevo y, a la vez, muy viejo. Como si la Emperatriz Infantil estuviese a punto de ser devorada por la nada e intentásemos gritarle que debía recordarnos. 

No puedo mentir y decir que me angustia. La verdad es que es una experiencia liberadora. Vivo cada momento en el instante en que sucede y, seguidamente, toda esa información desaparece. No es como si no hubiese pasado, es simplemente, como si no tuviese consecuencias. ¿Será éste el camino que recorren los despreocupados? Si es así, el mar es calmo. Curiosamente calmo.