lunes, 27 de abril de 2015


En Budapest, en nuestra Luna de Miel, cuando estábamos recogiendo los bañadores para irnos al Balneario Szécheny, a ver el vapor elevarse en la noche temprana, me sonó el teléfono con un número español. Creo que Nacho estaba recogiendo toallas en el baño, yo me senté en la cama del pequeño apartamento para responder. 

Cuando Paloma Jover dijo mi nombre y dijo los nombres de todos los que la acompañaban, supe que la cama no iba a tener la fuerza suficiente para sustentarme, así que me senté en la mullida alfombra morada que debían haber pisado mil pies desconocidos. Entre felicitaciones y risas, descubrí que había ganado el Premio Gran Angular 2015 de la Editorial SM, y entre felicitaciones y risas me puse a llorar sin saber muy bien cómo controlar los suspiros para convertirlos en palabras. 

Nacho volvió del baño y me miró, con esa mezcla en los ojos de pánico y felicidad propia del marido reciente, cuando encuentra a su reciente mujer haciendo algo insospechado -como reírllorar en una alfombra lejos de casa-. Poco a poco fue comprendiendo, por mis pocas palabras, de qué iba el tema y, por eso, cuando colgué, me levantó del suelo y me abrazó con todo el cuerpo mientras yo rompía a llorar. Sé que Paloma Jover se emocionó al teléfono, porque las dos nos quedamos calladas un momento, cuando todos descubrieron que estaba en mi luna de miel. 

Después tenía que preguntarle a Nacho, ya en los baños, entre el vapor y el agua, los cuerpos desconocidos y el silencio, si todo era verdad o si yo me lo había inventado. Por eso me regaló una gargantilla con una pequeña estrella brillante, para que pudiese acariciarla y así supiese que era verdad. Estaba tan orgulloso, me encanta cómo me mira siempre. 

Cenamos en una cafetería con decoración modernista, mientras un pianista de más de sesenta años me dedicaba canciones españolas. Brindamos con champán, pedimos tabla de quesos, patés y pato. A las nueve estábamos acostados, imaginando cómo sería todo. 

Lo que no imaginamos fueron los meses de silencio tras el anuncio. ¡El premio era secreto! Hasta el 21 de abril no podíamos compartirlo. Y era un secreto de esos que saltan y brillan y relucen  y te ponen cara de enamorada. ¡Qué ganas de gritarlo a los cuatro vientos! Por eso fue bueno conocer a Pedro Mañas y a David. Porque Pedro Mañas ha ganado el Premio Barco de Vapor y hemos podido llamarnos, cotillear y contarnos toda la aventura como si fuese nueva cada día. 

El almuerzo casual que surgió tras la primera visita a la editorial -Berta, Lara, Marta, Patry, Carol, Paloma y Paloma, Bea, Gabriel... todos, gracias por hacerme sentir en casa-, en que Nacho y yo nos bebimos una botella de lambrusco con Pedro, fue sólo un comienzo inesperado para una historia trenzada con paciencia. 

Poco a poco, el secreto fue engordando y pesando, pero el hecho de compartirlo, las llamadas largas y desvariadas, los emails cotilleando, las grabaciones en Madrid -Cuatro Tuercas, gracias, gracias, gracias-, el deseo de las cubiertas, las entrevistas por teléfono... hicieron ligera la espera y sorprendentemente dulce la amistad. 

Cuando bajé de recibir el premio de manos de la Reina -gracias Letizia por la complicidad, por dejarte llevar al mar, por tu piedra rosa-, tras el discurso en que le daba las gracias a mi marido -culpable siempre de todo-, mientras nos quitaban los micros, Pedro y yo nos abrazamos. Nos abrazamos con esa paz, por fin, del trabajo realizado, nos abrazamos con esa profundidad del naufrago y su isla, de la tierra prometida. Nos abrazamos unos segundos gritando por fin aquel secreto. 

La vida secreta de Rebecca Paradise y El mar por fin existían. 

Por fin existen. Y nos hacen felices de tantas maneras que no puede contarse simplemente en un blog en internet. Para entenderlo hay que ir a Budapest, hay que ir una mañana a la oficina de Pedro, hay que estar enamorado y arriesgar una mudanza, pasar las primeras Navidades en familia, tener miedo en un coche en una carretera, hacer el amor después de la siesta, cocinar bizcocho de zanahoria o buscar un vestido con tu madre por todas las tiendas de la ciudad. Para entenderlo hay que amar las palabras y la vida, de una manera torpe y extraña, pero luminosa. 



Gracias a todos los que habéis llamado, a los que habéis escrito, a los que habéis sonreído conmigo y habéis hecho vuestro este premio también. Perdonadme la pereza -y la incapacidad a veces- de no responder uno a uno vuestros infinitos mensajes. Todos los leo, por todos doy gracias a Dios, porque aquella mañana en Budapest yo le rezaba: "Señor, ¿cómo podrías hacerme más feliz? Es imposible, gracias, Señor, por toda esta felicidad", y a las dos de la tarde sonó el teléfono. Me dio risa porque Dios, hace esas cosas conmigo.