martes, 14 de septiembre de 2021
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septiembre
domingo, 7 de marzo de 2021
sobre la ternura
Con el pelo recién lavado os cuento que en casa tengo un maestro. Nacho hoy, sin saberlo, me ha dado una clase magistral sobre amor a la naturaleza y la ternura hacia todos los seres vivos. Y todo por culpa de un puerro.
Cuando Nacho comenzó a sembrar puerros en la jardinera roja, que era una zona triste y abandonada de la terraza, no confié en que el experimento fuese a funcionar. Pero después, cuando los puerros comenzaron a ponerse grandes, me ilusione con el proyecto. Tanto que al ver que crecían hierbajos a su lado, me dispuse a arrancarlos en un alarde de defensa puerril.
Nacho me lo vio en la mirada y me lo impidió. "Son amigos de Puerro Sánchez", me dijo, llamando por su nombre al primer puerro que sembró. Y cuando regaba a los puerros, regaba a sus amigos. A mí, este alarde romántico de cuidado de las malas hierbas me hacía poner los ojos en blanco. Como cuando Nacho salva a las arañas o a los aliens (bichitos bautizados así en esta casa) y los libera con cuidado sobre las plantas.
Pero hoy, mientras limpiábamos, me ha llamado emocionado. En la jardinera, los amigos del puerro habían crecido y uno de ellos era hinojo y el otro esta flor preciosa y elegante. Que posaba firme al lado de su querido puerro, feliz.
La sorpresa ha sido mayúscula y he abrazado a Nacho. En mi cabeza se dibujaba una moraleja sobre la ternura, el respeto a la creación y la paciencia del jardinero.
Las plantas, mientras tanto, nos miraban. "¡Qué tontos!", debían pensar, "¿Qué esperaban?".
Imagino que siempre suceden igual el triunfo de la ternura y la primavera.
sábado, 6 de marzo de 2021
tardes de lluvia y memoria
Hoy he acabado el té negro de Navidad. Cuando vi que quedaba poco lo fui reservando para los viernes, como una forma de darme las gracias por el trabajo de toda la semana. Ha hecho un día de frío y lluvia, de esa que te cala sin tocarte, de la que traslada a otro tiempo.
La humedad une todas las tardes de lluvia de la historia. Hoy recuerdo especialmente mis tardes en Andújar, cuando la avenida se llenaba de charcos y el árbol frente a mi ventana no dejaba entrar la luz, cuando baja en pijama al restaurante chino esperando que no me pillasen mis alumnos del nocturno mientras me refugiaba en los soportales. La ventana de mi dormitorio daba a un patio de luz y me gustaba escuchar la lluvia, como si durmiese al otro lado de la cama.
Ese año inventé muchos personajes para que llenasen mi recién inaugurada soledad. Y también comencé a fantasear con Nacho: que nos íbamos a la cama después de ver un programa en la tele, que me recogía del instituto con un paraguas o aparecía por sorpresa un mediodía para ponerme patas arriba el mundo.
Aquel año de lluvia Nacho era un conjunto de palabras al otro lado de la pantalla y C. me compuso una canción. Por eso elegí a C. y no me fui al descabellado viaje por Europa que Nacho me propuso cuando acabó la tormenta. Pequé de lo que odio que pequen las heroínas de las novelas y no elegí al hombre al que llamaba por teléfono cuando descubría una cucaracha en casa, con el que luego hablaba hasta la madrugada, el que me recordaba: "Tú eres la chica de la fe" cuando tenía ganas de rendirme.
Nacho volvió de aquel viaje con una novia italiana.
Quizá por eso mi primer año en Málaga fue un año de lluvia. Corría el agua por las montañas y contaba tres cataratas de camino al instituto. La carretera se convertía en una balsa y el río crecía hasta beberse los parques.
Recuerdo salir de Botica, después de recitar y sentir el agua caerme en la cara, llevarle dulces de Navidad a Manolo en mitad del diluvio universal, dejar que la música fuese el amparo contra la humedad permanente. Y leer, recuerdo leer en la casa silenciosa de antes de Netflix.
Leer, leer y leer mientras el cielo se deshacía sobre el zoo. También bajar al mar en la tormenta para preguntarme qué estaba haciendo con mi vida.
No recuerdo el primer día de lluvia que paseé con Nacho de la mano. Puede que tengamos parte de culpa del calentamiento global.
martes, 2 de marzo de 2021
Hace dos otoños escribí un poemario infantil. No era la primera vez que lo intentaba. Antes había escrito otro con poemas como conjuros para no lavarse las manos o no tener que poner la mesa antes de comer. No se me da bien escribir poesía infantil, mi verso es libre y me pierdo, no tengo esa rima llena de ritmo que agrada tanto a los niños. Aún así, esos poemas son importantes: se los escribí a mi abuelo. Y me he topado con ellos hoy.
Es curioso, los recordaba mejor escritos de lo que están pero, aún así, conforme los iba leyendo se iba dibujando una sonrisa en mi cara. Están llenos de huelas, de recuerdos sutiles, de nostalgia. Y de luz. ¡Cómo brillaba todo de manos de mi abuelo! ¡Qué seguridad tan absoluta sentí siempre que estaba con él!
Mi literatura le debe mucho al abuelo Andrés. Y varios proyectos están tocados por su sombra, como algunos de los libros que ya he publicado. Mi abuelo, la maqueta de tren, el cuartillo y yo, borrando enfadada en los deberes de las vacaciones. Qué forma de amor tan intenso y tan puro. Lo quise tanto, tanto, que quizá me muera queriéndolo.