martes, 14 de septiembre de 2021

sagrado corazón (22 agosto)

En casa de mis abuelos había un Sagrado Corazón presidiendo el salón en su trono. Era enorme y nos miraba en las siestas de verano mientras veíamos la televisión en la penumbra. A mí me daba pena que no pudiese ver la tele porque nosotros éramos muy aburridos. 

Cuando vaciamos la casa de mis abuelos no pudimos llevárnoslo porque era muy grande para nuestro pequeño apartamento. Nos dio pena, más allá de su significado religioso, tenía un significado familiar. Había sido testigo de nuestras vidas, cómplice nuestros secretos. 

Ahora es la casa de la abuela de Nacho la que se vacía. Y recuerdo mi poema "Nos definirán las cosas", el que habla de lo que pensarán de nosotros los que solo nos conocieron a medias y se topen de pronto con nuestras herencias, con las cosas que consideramos tesoros.

En el desván entre vajillas y cristalerías, cuadros y adornos de salón estaba el Sagrado Corazón que había visto crecer a la madre de Nacho, a sus tíos. En cuanto lo vi, supe que lo quería. Que quería que entrase a formar parte de nuestra historia como un testigo de madera.

No es grande. Tampoco pequeño. Tiene el tamaño justo para aguardar de pie junto a la máquina de escribir que me regalaron mis padres y que había pertenecido a un escritor inglés. O junto a la trompeta vieja que un cumpleaños me regalaron mis amigos. O quizá junto al cuadro de Bea que dice "Me against me". 

Esta mañana lo hemos recogido de la buhardilla junto con dos cafeteras de peltre y tres tesorillos metálicos que Nacho codiciaba. Lo he estado limpiando en el patio. Lentamente, sin prisa, fijándome en todos sus detalles. Conociéndolo.

Quizá un día, cuando nuestros sucesores vacíen nuestra casa de trastos, se pregunten por qué teníamos un Sagrado Corazón de Jesús siendo yo iconoclasta. Y, quizá, alguno entienda que mi amor a Dios está en todas las cosas y  también, extrañamente, en esta talla vieja y heredada.

en obras (4 de septiembre)

Despierto en casa, con la bendita luz de septiembre irrumpiendo en la terraza ahora blanca, intentando llegar a la cama mientras dibuja círculos perfectos en la pared. No se escucha nada. Algún pájaro, el verde del zoo. Es sábado y la casa siguenen guerra. Pero hay promesa de flores sobre la mesa nueva, promesa de libros yendo y viniendo por las estanterías hasta encontrar un sitio habitable. Reordenar, recolocar, recordar nuestra historia al tocar las novelas que nos hacen de calendario. 
Es sábado y la brisa mece los eucaliptos.

antes de un viaje (9 septiembre)


Como una niña antes de un viaje, mi cabeza da vueltas: imagina. Recreo en mi mente lo que intuyo que será, veo escenarios amables y terribles, guionizo conversaciones que aún no he tenido, intento prepararme emocionalmente para el amor que daré y para el que quizá reciba.

Mi cuerpo se tensa de anticipación, aprieto la mandíbula; mi mente es un parque de atracciones en agosto; mi corazón siente miedo y deseo, ilusión infantil mezclada con los reparos adultos. Todo se mueve rápido, nada se detiene y, bajo la cascada, oigo el trueno de la tarde.

Doy un paso atrás. Me siento en la cueva tras la corriente incesante de agua y respiro. Miro todo eso que siento, que imagino, que temo, y que no soy yo. No soy yo. Yo soy ahora. Aquí. No mañana ni luego ni antes. Ahora. 
Un suspiro profundo me atraviesa, lleno de paz. Sonrío.

septiembre


Leemos tranquilamente en la terraza. Todavía quedan  cajas en el suelo, los armarios no tienen puertas y la ropa tendida ondea, no en las largas cuerdas del ayer, sino en un moderno tendedero metálico. Está nublado y las campanas de la iglesia, más allá del zoo, rompen el silencioso arrullo del viento entre los árboles.
Nacho marca un ritmo con los pies, como si meciese sus puntas, bajo la mesa. Lee el último cómic que ha comprado, _Noúmeno_, un thriller cuántico. Yo leo despacio _El libro de los hallazgos_ que me regaló Begoña en nuestro café del sábado. Son los diarios de la bibliotecaria de una escuela. Deliciosos. 
Una pelusa cruza veloz bajo la mesa, evidenciando el caos que aún habita en nuestra casa. Pero los árboles bailan, la ropa baila, ¡hasta la pelusa baila, descarada!
Y estoy en paz. En una extraña paz que ha llegado por fin después de largas semanas. Una paz silenciosa y blanda que me hace sonreír al descubrir que acaba de empezar a llover. Un niño exclama en la calle, con torpes sílabas: "¡Espamos volando!". Las huellas de las gotas se dibujan en los cristales de acordeón. Un perro ladra, a lo lejos. ¡Qué blanco este hogar de nuevo! El vaso de agua de Nacho, a medias, se dibuja en su transparencia en una esquina de la mesa de madera. Ruge el tigre. Comienza el ballet de los gorriones. Todo está bien.

domingo, 7 de marzo de 2021

sobre la ternura


 Con el pelo recién lavado os cuento que en casa tengo un maestro. Nacho hoy, sin saberlo, me ha dado una clase magistral sobre amor a la naturaleza y la ternura hacia todos los seres vivos. Y todo por culpa de un puerro.

Cuando Nacho comenzó a sembrar puerros en la jardinera roja, que era una zona triste y abandonada de la terraza, no confié en que el experimento fuese a funcionar. Pero después, cuando los puerros comenzaron a ponerse grandes, me ilusione con el proyecto. Tanto que al ver que crecían hierbajos a su lado, me dispuse a arrancarlos en un alarde de defensa puerril. 

Nacho me lo vio en la mirada y me lo impidió. "Son amigos de Puerro Sánchez", me dijo, llamando por su nombre al primer puerro que sembró. Y cuando regaba a los puerros, regaba a sus amigos. A mí, este alarde romántico de cuidado de las malas hierbas me hacía poner los ojos en blanco. Como cuando Nacho salva a las arañas o a los aliens (bichitos bautizados así en esta casa) y los libera con cuidado sobre las plantas. 

Pero hoy, mientras limpiábamos, me ha llamado emocionado. En la jardinera, los amigos del puerro habían crecido y uno de ellos era hinojo y el otro esta flor preciosa y elegante. Que posaba firme al lado de su querido puerro, feliz. 

La sorpresa ha sido mayúscula y he abrazado a Nacho. En mi cabeza se dibujaba una moraleja sobre la ternura, el respeto a la creación y la paciencia del jardinero. 

Las plantas, mientras tanto, nos miraban. "¡Qué tontos!", debían pensar, "¿Qué esperaban?". 

Imagino que siempre suceden igual el triunfo de la ternura y la primavera.

sábado, 6 de marzo de 2021

tardes de lluvia y memoria

 


Hoy he acabado el té negro de Navidad. Cuando vi que quedaba poco lo fui reservando para los viernes, como una forma de darme las gracias por el trabajo de toda la semana. Ha hecho un día de frío y lluvia, de esa que te cala sin tocarte, de la que traslada a otro tiempo.

La humedad une todas las tardes de lluvia de la historia. Hoy recuerdo especialmente mis tardes en Andújar, cuando la avenida se llenaba de charcos y el árbol frente a mi ventana no dejaba entrar la luz, cuando baja en pijama al restaurante chino esperando que no me pillasen mis alumnos del nocturno mientras me refugiaba en los soportales. La ventana de mi dormitorio daba a un patio de luz y me gustaba escuchar la lluvia, como si durmiese al otro lado de la cama.

Ese año inventé muchos personajes para que llenasen mi recién inaugurada soledad. Y también comencé a fantasear con Nacho: que nos íbamos a la cama después de ver un programa en la tele, que me recogía del instituto con un paraguas o aparecía por sorpresa un mediodía para ponerme patas arriba el mundo.

Aquel año de lluvia Nacho era un conjunto de palabras al otro lado de la pantalla y C. me compuso una canción. Por eso elegí a C. y no me fui al descabellado viaje por Europa que Nacho me propuso cuando acabó la tormenta. Pequé de lo que odio que pequen las heroínas de las novelas y no elegí al hombre al que llamaba por teléfono cuando descubría una cucaracha en casa, con el que luego hablaba hasta la madrugada,  el que me recordaba: "Tú eres la chica de la fe" cuando tenía ganas de rendirme. 

Nacho volvió de aquel viaje con una novia italiana. 

Quizá por eso mi primer año en Málaga fue un año de lluvia. Corría el agua por las montañas y contaba tres cataratas de camino al instituto. La carretera se convertía en una balsa y el río crecía hasta beberse los parques. 

Recuerdo salir de Botica, después de recitar y sentir el agua caerme en la cara, llevarle dulces de Navidad a Manolo en mitad del diluvio universal, dejar que la música fuese el amparo contra la humedad permanente. Y leer, recuerdo leer en la casa silenciosa de antes de Netflix.

Leer, leer y leer mientras el cielo se deshacía sobre el zoo. También bajar al mar en la tormenta para preguntarme qué estaba haciendo con mi vida. 

No recuerdo el primer día de lluvia que paseé con Nacho de la mano. Puede que tengamos parte de culpa del calentamiento global.



martes, 2 de marzo de 2021

 


Hace dos otoños escribí un poemario infantil. No era la primera vez que lo intentaba. Antes había escrito otro con poemas como conjuros para no lavarse las manos o no tener que poner la mesa antes de comer. No se me da bien escribir poesía infantil, mi verso es libre y me pierdo, no tengo esa rima llena de ritmo que agrada tanto a los niños. Aún así, esos poemas son importantes: se los escribí a mi abuelo. Y me he topado con ellos hoy. 

Es curioso, los recordaba mejor escritos de lo que están pero, aún así, conforme los iba leyendo se iba dibujando una sonrisa en mi cara. Están llenos de huelas, de recuerdos sutiles, de nostalgia. Y de luz. ¡Cómo brillaba todo de manos de mi abuelo! ¡Qué seguridad tan absoluta sentí siempre que estaba con él! 

Mi literatura le debe mucho al abuelo Andrés. Y varios proyectos están tocados por su sombra, como algunos de los libros que ya he publicado. Mi abuelo, la maqueta de tren, el cuartillo y yo, borrando enfadada en los deberes de las vacaciones. Qué forma de amor tan intenso y tan puro. Lo quise tanto, tanto, que quizá me muera queriéndolo.