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martes, 17 de octubre de 2017

leer para poner el alma de puntillas


Preparo la infusión en la cocina oscura. Como una bruja voy echando a la cazuela la ramita de canela, el clavo, el regaliz, el jengibre. A la luz roja de la vitrocerámica, abriendo y cerrando tarros mientras los olores se van elevando y el líquido transparente se va volviendo tostado y rojizo. Está nublado y han bajado imperceptiblemente las temperaturas. 

Me preparo mi brebaje porque voy a sentarme con Mónica Rodríguez en el sofá, con su hotel. Voy a escuchar los recuerdos de su suegra. Abro las páginas y casi no llevo dos líneas cuando abandonan una ciudad sin poetas. Tengo que leérselo a Nacho y noto cómo mi alma se va poniendo de puntillas. Porque la literatura hace eso, pone el alma de puntillas. 

Esta semana visito diferentes centros de formación del profesorado para hablar a los maestros y profes bibliotecarios. En las jornadas de biblioteca hablo de literatura infantil y juvenil, de nuestra LIJ, pero no lo hago como escritora. Hablo como lectora entusiasmada y porto una gran caja de libros que voy pasando con confianza -y pánico feroz por si alguno de mis amigos se pierde en un bolso o se cae entre los asientos o nunca vuelve. Descubro miradas emocionadas, cómplices, de amantes de los libros, que tocan y hojean, con curiosidad. 

Descubro también maestros y profesores que no leen. Que no tienen tiempo en la vorágine de sus vidas para la literatura. O por lo menos no tienen tiempo para los libros que recomiendan a sus alumnos. 

Regreso a casa extrañada, con el sabor agridulce de una mañana en la que he sido feliz hablando de lo que me apasiona, pero en la que he descubierto que no podemos contagiar la enfermedad que no tenemos. La frase "No me gusta leer" se me llena de matices. 

Por eso hago mi infusión sin dar la luz. Por eso cojo a Mónica de la estantería como quien acude a una amiga para compartir un secreto, para recuperar la fe. 

Cuando se lo cuento a mi madre por teléfono, con su sentido práctico aplastante, me pregunta: "¿Pero es que crees que los adultos leen? Mira las estadísticas de lectores y las de espectadores, hija mía". A veces necesito que me regresen al suelo. 


martes, 7 de marzo de 2017

el fondo está al principio



Escucho a Maydiremay. Hoy hace tarde de mayo y los árboles lucen quemados por el sol más allá de los cristales. Nacho se pelea con el ordenador y yo fantaseo recordando cómo nos conocimos, en aquel tiempo donde las personas eran metáforas y la palabra construía realidades paralelas. Aquel tiempo del pensamiento sin acción. 

Tengo la mesa llena de papeles que gritan, pendientes, y el espíritu repleto de ideas para novelas y poemas. Pero una pereza feliz se alza sobre todo el ruido y me trae aquí, a escuchar a Mariano mientras el mundo se convierte sólo en sonido. 

A veces los proyectos se enredan como mi caja de ferrero llena de hilos, y una fuerza paralizadora se extiende convirtiendo el futuro en fotografía, en imagen fija. Haciendo incluso que la lectura no resulte tan gratificante como solía, que Pedro Salinas viaje en mi bolso de trabajo sin verme leer sus cartas. 

Pueden ser los viajes, las pelusas de la casa, las macetas o la ropa tendida, quizá las clases desafortunadas, el café descafeinado o la sensación, a veces, de que por mucho que me alce de puntillas, el muro sigue ocultando mi visión. Sea como fuere, quiero escribir y no escribo, quiero leer y no leo, quiero coser y no coso. 

Aunque sí que coloco los armarios, observo las librerías, imagino lámparas, compro fruta, paseo, me deshago con un capítulo más de Se ha escrito un crimen, me acerco cada noche a decirle a Amadís palabras al oído. 

Quizá vivo un tiempo de fantasear con caballeros andantes, un tiempo de mirar a Nacho mientras duerme, un tiempo de amanecer con la luz y sólo ser. Un tiempo en el que el fondo está al principio, de ser hacia fuera. De dejarme sorprender, sin sorprender a nadie. 

Soy público. Os escucho hablar por la calle mientras camino. 

lunes, 14 de noviembre de 2016

mi atranque como lectora y la buena de Agatha



No sé lo que me venía pasando desde el verano, pero andaba bastante atrancada con la lectura. Perezosa. Leía cada noche un fragmento del bendito Amadís -voy ya por la segunda parte y no puedo esperar más a la boda-, pero no sentía ese deseo de las largas tardes de enredarme en un buen libro y dejar que el tiempo volase por encima de mi cabeza. 

Mi apatía de lectora no se salvaba con la poesía, ni con la literatura infantil, ¡ni con la literatura juvenil! Ni siquiera con la literatura fantástica -mi salvadora siempre-. Leer era andar contra el viento con ruido en los oídos. Prefería bordar, si tenía tiempo. Prefería incluso ver la tele, con todo lo que la aborrezco. 

No sé si culpar de esta sequía lectora a las maratones de escribir que me pegué durante la primavera y el verano, pero quizá no vaya desencaminada la flecha que vuela hacia esa diana. A veces han gritado tan alto las historias que hay dentro de mí, que me dejan sorda durante un tiempo a las aventuras que quieren contarme los demás. 

En esta búsqueda perezosa de un libro salvavidas -es hora de confesar que me producía hastío hasta mirar las estanterías-, recordé que me quedaban por leer dos volúmenes delgados que Nacho me había regalado la navidad pasada. Celebramos el día de Reyes poniéndonos un tope económico para no fundir todo nuestro capital en libros y él decidió, el año pasado, que me sorprendería mucho más comprando libros a buen precio que pudiesen crear una montaña considerable sobre la mesa. Encontró una oferta en novelas de Agatha Christie y me inundó una balda de la estantería. ¡Bendito seas, marido iluminado! 

Ya durante la vorágine de encuentros con lectores del febrero y marzo pasados, la buena de Agatha se convirtió en mi lectura de hotel, en mi compañera de viaje, ayudándome a conservar la poca cordura que una experiencia tan desquiciante como la promoción literaria es capaz de arruinar. Por eso quizá volví a ella hace unas semanas, dispuesta a quitarme de encima la maldición antilectura que me tenía amargada. 

Devoré en una tarde La casa torcida -para mi gusto la mejor de la selección de sus novelas que me hizo Nacho- y dos o tres días se llevó consigo La muerte de Lord Edwarg. Estoy muy segura de que en todo este proceso de salvación ayudó la reposición de Se ha escrito un crimen en la televisión y un incipiente resfriado, pero, ¡qué demonios!, Agatha Christie ha sido como descorchar una buena botella de champán. Sus novelas rápidas, pobladas de nombres, llenas de equívocos que te hacen sospechar de cada uno de los personajes para arrojarte a las carcajadas más agradecidas cuando al final descubres que el asesino era el hermano secreto del primo tercero de la víctima que vuelve tras años viviendo en otro país o algo aún más descabellado; sus novelas de párrafos fluidos, escenarios levemente perfilados, detectives franceses y señoras perspicaces han sido como una resurrección. 

Después de estos dos, han caído ya tres libros y tengo otros dos a medias -uno en el bolso del trabajo, otro en la mesita de noche-. Ahora, eso sí, lo confieso, últimamente tengo el corazón detectivesco, porque me apetece más leer cómo se resuelve un crimen que embarcarme en cualquier otro tipo de aventura, por muy entretenida que sea. 

Para todo hay rachas, imagino, así que ahora juego con la lupa, me llevo a la boca la pipa y tomo mucho té, sabiendo que tarde o temprano caeré de nuevo en las garras dulces de Camilleri para ser de nuevo el Comisario Montalbano -mi detective favorito donde los haya, pero como me arrastra a beber vino, comer pasta e inflarme a café, me ando resistiendo todavía un poquito-. 

¡A leer! 

lunes, 24 de octubre de 2016

el día de las bibliotecas



Las mudanzas siempre tienen algo de difunto y algo de resurrección. Recuerdo aquella mudanza adolescente, cuando creí que el mundo iba a acabarse y guardé mis tesoros en una única caja de cartón. Repartí una herencia de juguetes entre mis amigas, lloré desconsoladamente como un alma atormentada y copié direcciones postales para escribir cartas. 

Aquel primer verano no tenía amigos que me invitasen a sus piscinas y las tardes se hacían largas y eternas. La biblioteca de ese nuevo pueblo fue mi salvación. Abrían a las cuatro de la tarde. Yo iba en el calor de la siesta, buscando las calles más estrechas y las sombras de los balcones. Llegaba junto a la estantería llena de literatura juvenil y me sentaba en el sillón verde y polvoriento que había debajo. Iba en orden por las baldas. Cada día leía uno de los libros en la biblioteca y me llevaba otro para leerlo en casa. 

Había de todo. Libros encantadores, pero también otros predecibles y aburridos que ni siquiera me preocupaba en acabar. Me molestaban los temas tremebundos de anorexias, embarazos no deseados, droga y destrucción con los que nos bombardeaban en los noventa. Esas historias quedaban olvidadas rápidamente y me dejaba seducir por novelas de misterios, romances imposibles, visitas a pueblos de la infancia, circos terribles y sombras en la noche. 

Aquel primer verano la biblioteca fue mi cueva particular, mi espacio seguro, mi refugio. Después conseguí amigos y acudía a las bibliotecas a estudiar, a trabajar en un artículo que se me atragantaba, a concentrarme. Amo el silencio de las bibliotecas, los susurros quedos de los que se acercan para charlar justamente porque está prohibido. 

El tiempo me ha regalado conocer bibliotecas increíbles y bibliotecarios amigos. Ahora tengo la suerte de vivir al lado de una biblioteca que a veces utilizo como centro de operaciones cuando necesito alejarme de todo para adentrarme en una novela. Me gusta colocar los libros que han abandonado su espacio, poner derechos los que están torcidos, visitar las mesas de novedades o las propuestas temáticas según el mes del año. Me gustan los catálogos de las bibliotecas y mirar en la ficha del libro cuántos antes de yo han sido presas de la misma historia. Sobre todo, me encanta encontrarme en las bibliotecas y ver las fechas en los que los lectores se han tropezado en mi historia. Es como recibir el mensaje de un náufrago en una botella de cristal. 

En el día de las bibliotecas, felicito a todos los ratones como yo. ¿Cuáles son vuestras historias de biblioteca? 

lunes, 17 de octubre de 2016

el intento de una profesora de literatura por salvar algún alma de poeta


Hoy por fin ha llegado a casa la caja con Cumpleaños número 15. Este libro es mi primer poemario ilustrado gracias a Nacho, que ha dedicado su verano a sumergirse en estos poemas y encontrarles un rostro. 

Desde hacía algo más de un año, Cumpleaños número 15 daba vueltas por la casa. Es un diario poético de una chica de quince años que, mes a mes, se derrama en poemas breves y directos. Es una apuesta que surgió en una clase de literatura, cuando mis alumnos recibían la poesía como algo lejano y extraño a lo que no se podían acercar, algo que, cuando se entendía, no podía ser poesía porque ni rimaba, ni medía, ni generaba una lucha de discernimiento. Esa tarde comencé a fantasear con crear un puente y poco a poco se fueron desgranado los poemas: sencillos, breves, directos. Con imágenes asequibles y juegos de palabras cotidianos, para que cuando los lean puedan pensar que algo parecido podría salir de sus manos, que la poesía no está tan lejos de lo que ya son. Ediciones Torremozas ha hecho realidad esta apuesta algo alocada, este intento de trampolín. 

El resultado me enamora y me aterra. Veo los dibujos de Nacho, que resumen un universo cotidiano en el que caben las gomas milán, los chinos de la suerte y los gorriones, leo de nuevo los poemas -ya con la dulce tinta de imprenta- y no puedo parar de preguntarme qué sentirá ese lector joven cuando se acerque a estos textos. ¿Serán puente o puerta? Tiemblo de pensarlo. 

El día que descubrí que yo también podía escribir poesía me pasé la tarde recitando en mi cabeza, probando palabras, intentando demostrar lo que sentía convocando tormentas -"que se desate la tormenta que llevo dentro", decía-. Cumpleaños número 15 es mi intento de hacer sentir a mis alumnos que también pueden convocar a los poemas, que las palabras no sólo describen el mundo o relatan acciones, sino que pueden definirnos, dibujarnos, explicarnos, convertirse en pregunta y en respuesta. 

Crucemos los dedos, ya os iré contando. 

martes, 16 de junio de 2015

mi aventura con mujercitas


Recuerdo que, cuando era pequeña, mi madre me regaló un librito blanco de pastas duras con preciosas ilustraciones a color, de esos que sacaban de clásicos recortados para niños y jóvenes. Era Mujercitas y a mí me daba rabia tener que leerme algo porque me lo dijesen y, además, me fastidiaba que los nombres estuviesen en inglés. ¡No me enteraba de nada! Mi madre me aconsejó cambiar los nombres en mi imaginación por nombres españoles, pero ni aún así hubo manera. Supongo que yo deseaba regresar a Los cinco.

Años después, o por aquella misma época, pusieron la adaptación al cine en la televisión. Me llamaron la atención los vestidos, los sombreros, el piano y la niña muerta. Especialmente lo de la niña muerta hizo que mi interés por leer la novela se desvaneciese por completo. 

Tiempo después, mi amiga Ana, que era mi compañera de aventuras y extravagancias adolescentes, leyó Mujercitas y me escribió una carta. Me decía que cuando leía, me veía como Jo, que era igual a mí. Sin acordarme muy bien de qué iba la aventura, me sentí alagada porque según creía Jo era el chicazo de la novela. Y en mi época adolescente yo era bastante chicazo. Aún así, el detalle de Ana no me dio la energía suficiente para enfrentarme a la novela. 

Pero el año pasado descubrí que habían editado una preciosa versión ilustrada y volví a sentir curiosidad. Me llamaba el objeto hermoso que habían ideado más que la historia, pero la llamada estaba ahí. 

Finalmente, asustada por el precio de la edición ilustrada, pedí en mi librería una opción más económica y me hice con la versión completa de Mujercitas en volumen de bolsillo. Confieso que pasó varios meses en la estantería, pero, la semana pasada, por fin, dejé a Montalbano de lado y me animé con las hermanas americanas. 

¡Menudo descubrimiento! He leído enganchada desde la primera hasta la última página, poniéndome de mal humor cuando tenía que parar y descubriéndome en Jo como me descubría mi amiga. Me ha parecido una lectura deliciosa, quizá mucho mejor la primera parte que la segunda, pero deliciosa. De esos libros que te bebes como un té caliente en invierno. De los que dices: ojalá tuviese cien páginas más. 

Pero la gran duda que me acechaba durante esas horas de apacible lectura era: ¿disfrutarían tanto de esta aventura las nuevas generaciones? ¿Cabría en el mercado editorial actual una obra como ésta? A veces, sin siquiera ser consciente, uno tiende a avergonzarse de lo que lee. Y también de lo que se lee.  

lunes, 27 de abril de 2015


En Budapest, en nuestra Luna de Miel, cuando estábamos recogiendo los bañadores para irnos al Balneario Szécheny, a ver el vapor elevarse en la noche temprana, me sonó el teléfono con un número español. Creo que Nacho estaba recogiendo toallas en el baño, yo me senté en la cama del pequeño apartamento para responder. 

Cuando Paloma Jover dijo mi nombre y dijo los nombres de todos los que la acompañaban, supe que la cama no iba a tener la fuerza suficiente para sustentarme, así que me senté en la mullida alfombra morada que debían haber pisado mil pies desconocidos. Entre felicitaciones y risas, descubrí que había ganado el Premio Gran Angular 2015 de la Editorial SM, y entre felicitaciones y risas me puse a llorar sin saber muy bien cómo controlar los suspiros para convertirlos en palabras. 

Nacho volvió del baño y me miró, con esa mezcla en los ojos de pánico y felicidad propia del marido reciente, cuando encuentra a su reciente mujer haciendo algo insospechado -como reírllorar en una alfombra lejos de casa-. Poco a poco fue comprendiendo, por mis pocas palabras, de qué iba el tema y, por eso, cuando colgué, me levantó del suelo y me abrazó con todo el cuerpo mientras yo rompía a llorar. Sé que Paloma Jover se emocionó al teléfono, porque las dos nos quedamos calladas un momento, cuando todos descubrieron que estaba en mi luna de miel. 

Después tenía que preguntarle a Nacho, ya en los baños, entre el vapor y el agua, los cuerpos desconocidos y el silencio, si todo era verdad o si yo me lo había inventado. Por eso me regaló una gargantilla con una pequeña estrella brillante, para que pudiese acariciarla y así supiese que era verdad. Estaba tan orgulloso, me encanta cómo me mira siempre. 

Cenamos en una cafetería con decoración modernista, mientras un pianista de más de sesenta años me dedicaba canciones españolas. Brindamos con champán, pedimos tabla de quesos, patés y pato. A las nueve estábamos acostados, imaginando cómo sería todo. 

Lo que no imaginamos fueron los meses de silencio tras el anuncio. ¡El premio era secreto! Hasta el 21 de abril no podíamos compartirlo. Y era un secreto de esos que saltan y brillan y relucen  y te ponen cara de enamorada. ¡Qué ganas de gritarlo a los cuatro vientos! Por eso fue bueno conocer a Pedro Mañas y a David. Porque Pedro Mañas ha ganado el Premio Barco de Vapor y hemos podido llamarnos, cotillear y contarnos toda la aventura como si fuese nueva cada día. 

El almuerzo casual que surgió tras la primera visita a la editorial -Berta, Lara, Marta, Patry, Carol, Paloma y Paloma, Bea, Gabriel... todos, gracias por hacerme sentir en casa-, en que Nacho y yo nos bebimos una botella de lambrusco con Pedro, fue sólo un comienzo inesperado para una historia trenzada con paciencia. 

Poco a poco, el secreto fue engordando y pesando, pero el hecho de compartirlo, las llamadas largas y desvariadas, los emails cotilleando, las grabaciones en Madrid -Cuatro Tuercas, gracias, gracias, gracias-, el deseo de las cubiertas, las entrevistas por teléfono... hicieron ligera la espera y sorprendentemente dulce la amistad. 

Cuando bajé de recibir el premio de manos de la Reina -gracias Letizia por la complicidad, por dejarte llevar al mar, por tu piedra rosa-, tras el discurso en que le daba las gracias a mi marido -culpable siempre de todo-, mientras nos quitaban los micros, Pedro y yo nos abrazamos. Nos abrazamos con esa paz, por fin, del trabajo realizado, nos abrazamos con esa profundidad del naufrago y su isla, de la tierra prometida. Nos abrazamos unos segundos gritando por fin aquel secreto. 

La vida secreta de Rebecca Paradise y El mar por fin existían. 

Por fin existen. Y nos hacen felices de tantas maneras que no puede contarse simplemente en un blog en internet. Para entenderlo hay que ir a Budapest, hay que ir una mañana a la oficina de Pedro, hay que estar enamorado y arriesgar una mudanza, pasar las primeras Navidades en familia, tener miedo en un coche en una carretera, hacer el amor después de la siesta, cocinar bizcocho de zanahoria o buscar un vestido con tu madre por todas las tiendas de la ciudad. Para entenderlo hay que amar las palabras y la vida, de una manera torpe y extraña, pero luminosa. 



Gracias a todos los que habéis llamado, a los que habéis escrito, a los que habéis sonreído conmigo y habéis hecho vuestro este premio también. Perdonadme la pereza -y la incapacidad a veces- de no responder uno a uno vuestros infinitos mensajes. Todos los leo, por todos doy gracias a Dios, porque aquella mañana en Budapest yo le rezaba: "Señor, ¿cómo podrías hacerme más feliz? Es imposible, gracias, Señor, por toda esta felicidad", y a las dos de la tarde sonó el teléfono. Me dio risa porque Dios, hace esas cosas conmigo. 

viernes, 20 de febrero de 2015

comienzos



Me gusta empezar una libreta cuando tengo nuevo proyecto de novela. Por eso me gusta pasar por Muji cuando vamos a Madrid y hacerme con un cargamento. Muchas veces escribo sólo la trama general, algunas notas sobre el argumento, y olvido la libreta y la novela hasta que madura lo suficiente como para sentarme a escribir. Otras veces, nada más iniciar el cuaderno, inicio el proceso de creación y lo lleno de esquemas de capítulos, de dibujos y de notas que iré utilizando cuando me siente delante del ordenador a contar mi historia. 

Esta casita la dibujé ayer mientras el sol entraba por la ventana y calentaba la mesa. Quería visualizar el bloque de pisos en el que centraré mi nueva aventura. Así puedo imaginar quién hay tras cada ventana, cuántas habitaciones tiene cada casa, dónde están los baños y las despensas. Parecerá una tontería, pero tengo planos y dibujos de los edificios sobre los que escribo, de las habitaciones y las posiciones de los personajes en escenas corales. Quizá es herencia del teatro, o quizá tengo una imaginación muy visual. ¡Ni idea!

Sea como sea, tengo ganas de escribir. De sentarme esta semana con mi café, de levantarme para el café, para dárselo todo a la tacita humeante. Tengo ganas de contar esta historia, la historia de una chica que quizá se llame Azul y de un chico que aún no sé cómo se llama. La historia de un edificio y sus habitantes. Seguramente una historia de amor porque, ¿qué somos si no eso? 

Así, mientras Nacho esté dibujando, yo estaré haciendo lo mío. Y el despacho será dignificado y el día será como nos gusta el día: literario e ilustrado. Con las pausas justas para la cocina, para conquistarnos las tripas. ¡Cómo amo pasar esta última semana de febrero en casa! Es un regalo fenomenal. 

miércoles, 4 de febrero de 2015

de la frustración y los smoothies


No recuerdo la última tarde que estuve aburrida. Quizá fue en noviembre. Seguramente en otra vida en que las horas no corrían tan rápido y la agenda no estaba llena de actividades, compromisos y visitas. La acción es fantástica porque te arrastra a aprender cosas nuevas, a enfrentarte a situaciones insospechadas, a no paralizarte. 

Pero así es imposible escribir. 

Y eso hace que arrastre una extraña sensación de frustración, de infelicidad, por toda la mañana. De clase a clase, de actividad a actividad, voy sintiendo el deseo de sentarme con los esquemas, la hoja en blanco, los proyectos y las fechas. Luego llega la tarde con sus obligaciones, el ritmo de la casa, las tareas, el orden... Y vuelve a pasar un día sin que me haya sentado a trabajar en mis propios proyectos. 

Lo cierto es que esa insatisfacción no hace que deje de disfrutar del resto de proyectos de mi día. Soy feliz leyendo los libros nuevos que hemos comprado, peleando con mis alumnos imposibles, acudiendo a la compra o recibiendo a las visitas. Pero, especialmente, soy feliz desde que el lunes descubrimos una frutería nueva llena de tesoros. 

Nacho y yo nos regalamos el domingo un libro para hacer zumos de fruta y verdura. Nos gustó la idea, aunque sobre todo nos gustó el diseño del libro, para qué mentir. Últimamente los libros de recetas cuidan mucho la estética de sus páginas y dan ganas de coleccionarlos sólo por ver las fotografías. La cosa es que ha sido todo un descubrimiento. 

Sólo hemos probado dos de las recetas, pero nuestro frigorífico está a reventar de alimentos frescos con una pinta estupenda. Primero hicimos un zumo de espinacas, brócoli, escarola, uvas y manzana roja que, pese a tener un color poco apetecible, estaba delicioso. Y esta mañana nos atrevimos con uno de remolacha, zanahoria, escarola, espinacas, jengibre, naranja, miel y manzana. Energizante. 

Cada vez que abrimos la nevera nos preguntamos cuál será nuestra próxima conquista, si zumos marrones, verdes o rojos, si mezclaremos la piña con las frambuesas o los rábanos con las mandarinas. 

Así que, como siempre, debido a un nuevo descubrimiento, me engaño a mí misma diciéndome que recuperaré este blog: que hablaré de las frustraciones literarias o de las conquistas culinarias, que contaré todas las recetas suculentas que prepara mi marido para sorprenderme o que alabaré los libros nuevos con los que me encuentro. 

No podemos engañarnos. 

Al final publicaré esta entrada y volveré a olvidarme de escribir en este rincón durante meses. ¿Seguiremos tomando zumos por entonces? ¿Habré conseguido concentrarme en una nueva novela? El continuará siempre resultó esperanzador, pero un poco cortante.  

miércoles, 10 de septiembre de 2014

el extraño poeta




Estaba en primero de bachillerato cuando Don Lucas nos llevó al instituto nuevo a participar de un encuentro literario. Al parecer venía un poeta. Nosotros conocíamos ya muchos escritores de narrativa juvenil, solían venir una vez al trimestre al instituto. Pero no conocíamos ningún poeta vivo porque, según los manuales, todos -desde Garcilaso hasta Lorca- estaban muertos. Además, era extraño: un poeta. ¿Qué criatura rara sería aquella?

Paseamos las calles emocionados y nuestra sorpresa aumentó cuando, al llegar al centro, nos hicieron entrar a una clase que habían convertido en tienda de libros. Y allí, nada más y nada menos, que infinidad de libros del poeta señalado al que íbamos a conocer. El único contacto que yo había tenido hasta entonces con un poemario había sido a través de una breve antología de Pedro Salinas de un periódico que le había robado a mi abuelo del campo. ¡Muchos poemarios sobre las mesas! Y casi todos negros, qué sorprendente. Negros con un pequeño dibujo en la portada y las letras del título en blanco.

Mi madre, seguramente porque conocía mi curiosidad, me había dado aquel día cinco euros que, sumados a los dos que yo llevaba de mi cuenta, y a otro que pedí prestado a una compañera, compusieron mi enorme presupuesto para comprar uno de los libros del famoso y desconocido poeta. ¿Cómo era posible que libros con las páginas prácticamente en blanco costasen tantísimo dinero? ¡Veinte euros algunos! No daba crédito. ¿Quién será este hombre?, me preguntaba con incredulidad.

Compré Habitaciones separadas y atendí a la llamada de Don Lucas, que nos reunía ya como a ovejas para ir al lugar del encuentro con el escritor.

Parecía que tenían la intención de volvernos locos porque no nos dirigimos a una clase, ni siquiera acudimos al flamante salón de actos que debía tener ese instituto tan nuevo. No. ¡Fuimos nada más y nada menos que al gimnasio! Allí habían puesto un escenario como los de la feria y había una colección ingente de sillas de plástico blancas ya ocupadas. ¡Qué cantidad de gente! ¿Y todo aquello por un poeta?

No sé si esperaba que surgiese una especie de gurú con túnica o un místico levitante, quizá un señor con traje de chaqueta y barba larga... ¡O incluso un sombrero! Lo cierto es que me decepcionó un poco aquel hombre sencillo, con vaqueros y camisa blanca, que subía al escenario acompañado de las autoridades. No sabía bien si el poeta era el poeta o era algún otro de los más revestidos.

Lo presentaron como Luis García Montero y dijeron infinidad de cosas importantes sobre él que no nos importaron lo más mínimo. Entonces le cedieron la palabra. Recuerdo perfectamente estar sentada en mitad del gimnasio, intentando enfocar su cara y sus gestos. Nos habló de la poesía de una manera muy extraña porque se alejaba mucho de lo que habíamos escuchado en clase. Él nos explicó que un poema podía ser un puzzle y nos enseñó cómo se podía mezclar la voz de una azafata de vuelo con la de unos amantes. ¡Deshizo ante nosotros los trucos, las metáforas, las trampas de la escenografía poética!

Yo miraba el libro que había comprado y lo miraba a él. Como si no pudiese identificarlos.

Al terminar la conferencia, Don Lucas se las agenció para hacerme subir al escenario y contarle al poeta que yo iba a ser escritora. Por aquél entonces mi profesor de literatura lo tenía mucho más claro que yo. No me atreví a darle el libro para que me lo firmara, me sentía muy avergonzada.

Hoy me ha llegado a casa una antología de La isla de Siltolá. Antonio Moreno Ayora ha invertido tiempo, esfuerzo y ternura en contactar con cincuenta poetas andaluces que él consideraba botón de muestra del panorama actual de Andalucía. El libro es precioso en su edición y a modo de casa alberga en él a ese poeta desconocido de mi adolescencia y a muchos otros que aprendía a admirar conforme crecía. Por supuesto, la sorpresa no es esa, la sorpresa es que mi nombre aparece también en el índice junto con cuatro poemas.

¿Quién me lo iba a decir a mí aquel día en aquel gimnasio cuando escondí su libro en la espalda y me puse roja hasta las orejas? ¿Quién?

viernes, 22 de agosto de 2014

normas de cortesía



La entrega absoluta y la búsqueda de la verdad eterna tienen un atractivo incuestionable para los jóvenes y los altruistas, pero cuando una persona pierde la capacidad de deleitarse en lo mundano -un cigarrillo en el porche, las sales de jengibre en el baño- probablemente corre un peligro innecesario. Lo que intentaba decirme mi padre, cuando llegaba al final de su propia trayectoria, era que ese riesgo no debía tomarse a la ligera: hay que estar preparado para luchar por los placeres sencillos y defenderlos frente a la elegancia, la erudición y toda suerte de seducciones glamurosas.

Hace algunos meses me llamó la atención la portada de El mayor Pettigrew se enamora, quizá por el color morado, quizá por la fotografía, y después de verla en varias librerías me animé a comprarlo para leerlo, porque sentía ya que era una señal encontrármelo en tantos sitios. Resultó que la narración era fluida y entretenida, capaz de observar los detalles más cotidianos para hacerlos protagonistas de la escena. Me encantó. Quizá por eso compré después Educación Siberiana que, salvo un capítulo horrible que jamás volvería a leer en todos los días de mi vida, me pareció una genialidad. 

De pronto estas ediciones en bolsillo de la Editorial Salamandra comenzaron a sorprenderme. Mi experiencia anterior era que, al hacerme con uno de sus títulos, me enfrentaba a una sórdida historia que me dejaba vacía por dentro, a pesar de desarrollarse más o menos bien. Por eso estos últimos libros me han sorprendido y, entre ellos, Normas de cortesía, de amor Towles, que me bebí ayer prácticamente de sentada. 

Al principio temía, por el texto de la contraportada, que fuese una vuelta a los tópicos de Salamandra de venderte una historia genial que al final termina con sexo entre hermanos, autimos feroces, desapariciones y vidas desgraciadas; pero aún así la fotografía de la portada me animó a comprarlo (al mismo tiempo que adquiría La isla del tesoro). 

Amor Towles desnuda ante los ojos del lector las calles heladas de un invierno en New York en los años 30, para después llevarlo de la mano a través del resto de estaciones. Restaurantes de éxito, oscuros locales de mala muerte donde puede escucharse jazz hasta la madrugada, tiendas de lujo, apartamentos minúsculos, fiestas de sociedad, vestidos de lunares, secretarias de gabinetes uniformadas, martinis de sobremesa y personajes llenos de matices hacen de esta historia de un año en la vida de Kate Kontent una sencilla maravilla. A veces, incluso parece que puedas escuchar la música del saxofón mientras lees, que puedas observar el humo de los cigarrillos perdiéndose en la noche. 

Será quizá que al mismo tiempo leo unos ensayos de Pedro Salinas sobre el placer de escribir cartas en los que avisa de los peligros del mundo moderno, pero esta época descrita en Normas de cortesía en la que todavía se está a un paso de la completa perdición de las maneras, me ha parecido excepcional. 

Y sí, quizá retome este rincón -¿cuántas veces habré hecho esta promesa?- para contar un poco sobre lo que voy leyendo. ¡O sobre lo que se puede contar que estoy leyendo! 

Verano, qué maravilla de tardes para la lectura contemplativa. 
 

miércoles, 22 de enero de 2014


Cuando conduzco pienso en este sitio y, a veces, cuando la luz entra tímida por la ventana y necesito escribir como escribía aquí, escribo a Marta largos correos hablándole de las vistas de la ciudad desde la montaña. Hay algo de mí que se ha vuelto recatado y no necesita tanto gritar al mundo lo que piensa o siente. Quizá porque Nacho se levanta conmigo y tomamos un café hablando de lo que hemos soñado. Tengo el mejor lector en casa y con él no tengo que esforzarme en encontrar las palabras o en corregir las repeticiones. 

Pero hoy la luz entra tímida en la casa. Nacho se recorta contra la ventana mirando la obra del zoológico que está cercana a su fin y el runrún de nuestros ordenadores se hace con el despacho, porque hoy entro tarde a clase. 

Los miércoles son este año como mi oasis de la semana. Puedo levantarme una hora más tarde y sentir que he parado del ritmo frenético del resto de los días. Suelo aprovechar para trabajar en las unidades que estoy desarrollando para SM o para corregir la novela con la que ando ahora, pero hoy estoy más perezosa que nunca, así que he encontrado el camino para venir aquí y escaparme de mis obligaciones durante unos segundos. 

Me doy cuenta de que me resisto como una adolescente a las tareas que considero obligatorias, como si quisiese montar una rabieta y gritarle al mundo "¡soy libre! ¡puedo vivir en el caos! ¡no me intimidan vuestras normas!". Sé que es ridículo porque tengo la intención de hacer felices a todos muy arraigada dentro de mí, así que me enfrento a la lucha continua entre el debo y el no quiero. Supongo que al final hasta resulta divertido. 

Y a estas horas y a gana el debo... así que voy a ponerme a trabajar. (¡No quiero!)

domingo, 8 de diciembre de 2013

promociones navideñas


Hace ya dos primaveras que Amar es aquí vio la luz de la mano de Ediciones Torremozas. Y como muchos nos volvemos locos eligiendo regalos de navidad, he pensado que sería bonito regalar poemas y palabras. Así que me he lanzado a la vida del publicista y con ayuda de Nacho (para ver si blog pincha aquí) he creado este cartelito para animaros a regalar poesía. 

Si alguien está interesado, puede ponerse en contacto conmigo a través de mi correo electrónico: pgarciarojo@gmail.com. Y si no imagina cómo son mis poemas... pues puede visitar Ridícula Calamidad y echarles un ojito (o dos o tres).  


sábado, 21 de septiembre de 2013

sábados de septiembre, poemas de papel


En ridícula calamidad me han preguntado si había abandonado este rincón y me ha dado un ataque de culpabilidad mañanero. Lo cierto es que no sé muy bien qué hacer con él porque, pese a mis múltiples intentos de ser disciplinada y seguir escribiendo por lo menos una vez a la semana, casi no le encuentro hueco. 

De pronto la literatura tiene otras muchas formas para mí más allá de contar lo que me pasa. Supongo que el aire autobiográfico se me va olvidando poco a poco. Me encantaba venir a escribir aquí, venir a reflexionar sobre cualquier tontería o cualquier sentimiento. Hablar de milagros, de libros, de amor... 

Pero hay momentos en los que a una le toca estar algo más callada. Un buen amigo me dijo una vez que dejase de ser narradora de mi propia historia y comenzase a vivirla. Me pareció ridículo entonces y ahora mastico su frase y la trago y la asumo, porque vivo. Hace tiempo que no me cuento las cosas, sino que las experimento, las siento, las destrozo, les hago el amor, me las como y las saco a bailar. No es para nada lo mismo. 

Por eso no puedo prometer recuperar las buenas costumbres. Pero pasaré de vez en cuando. Hoy os traigo la fotografía del poemario de papel que he preparado para regalar el día de mi cumpleaños. Se llama somos lo que fuimos y podéis imprimirlo descargándolo desde la sección de imprimibles de ridícula calamidad

Gracias por la constancia y el interés siempre. Muchísimas gracias. 

lunes, 8 de abril de 2013

ideas sueltas y la luz


Suena Fabian en la casa y el sol atardece sobre los árboles del zoológico. Casi no se oye nada más allá del sonido de la luz cayendo. He realizado mis tareas. Todo está en su sitio, menos el bolso de la presentación que aún aguarda sobre una de las sillas del comedor para que lo lleve a su sitio. Es uno de esos días en los que hace más frío dentro de casa que fuera y pienso en Andújar y mi pequeño hormiguero de muebles oscuros. En la luz de aquella casa. 

La luz es importante. Me gusta esta hora en la que lo alarga todo y cosas que están lejos se tocan con sus sombras, como si el deseo sólo pudiese realizarse al atardecer. 

Me duele un poco la cabeza después de una tarde de reuniones. He regado las plantas por si eso ayudaba a destensarlo todo y he descubierto nuevos mosquitos comiéndose mis macetas. La parte por el todo. No sé por qué he pensado eso, quizá por la hora de literatura. 

Pienso en Nacho dibujando en Madrid, lo imagino concentrado en su escritorio. Intento imaginar la luz. Entonces pienso en Valle-Inclán, en cómo describe la luz en sus acotaciones. Supongo que es una de esas tardes en que una cosa lleva a la otra y nombres, fechas, hitos kilométricos se van sucediendo en mi cabeza. 

La música amansa a las fieras es mi pensamiento final. 

miércoles, 27 de marzo de 2013

La Última Musa es el tercero


Estos últimos meses he estado algo más desaparecida, pero los proyectos literarios ocupan casi todo mi tiempo libre. Por eso aparezco por aquí, para mostrar la fantástica portada que Marta ha diseñado para La Última Musa, que es la tercera entrega de mi saga de literatura juvenil Los Portales de Éldonon

Mientras que trabajábamos en el lanzamiento de esta novela, corrigiendo los últimos detalles, revisando la maquetación, peleando con la portada... He estado encerrada escribiendo la cuarta parte, por eso no he podido dar señales de vida. Ahora estoy corrigiendo esa última entrega de las aventuras en el mundo de la imaginación, pero espero terminar pronto. 

Supongo que me sentiré tan aburrida que entraré aquí cada dos por tres a contar mi vida y mis milagros. Por ahora os tengo que dejar sólo con mis novelas, ¡no doy para basto! 

viernes, 1 de febrero de 2013

un anónimo me asalta con mil dudas


Anónimo Anónimo dijo...

Qué alegría!!! Así da gusto un Febrero y sus visperas!! 
Ánimo con esa 4 parte, qué ganas de leerla (y de que salga la 3).
Por cierto, cuéntanos un poco más tus manías al escribrir, me ha gustado saber ese poquito que pones.
¿Escribes en papel y luego lo pasas al pc? parece que sí. Y esas fotos de las ilustracionestu misma haces y que que te inspiran para los libros... y ¿prefieres pc a mac? veo qeu tienes un acer... ¿oyes música mientras escribes?, ¿te haces fichas con los personajes? y... y... y...

Este ha sido el comentario que he encontrado en la entrada de ayer, así que, como me ha hecho sentir una estrella acosada por la prensa -y me ha hecho mucha gracia también-, voy a responder a todo lo que pueda. Lo primero, las manías. 

Iba a escribir que no soy muy maniática, pero de pronto he pensado en varios detalles y he decidido que cada uno valore según sus parámetros. No tengo un ritual a la hora de escribir, pero sí que me gusta, por ejemplo, recogerme el pelo. Me molesta casi cualquier cosa, así que me hago un moño en lo alto de la cabeza y, para más inri, me coloco una diadema para que no se escape ni un rizo. Necesito llevar ropa cómoda y me quito siempre el reloj. Me gusta prepararme un café al empezar e ir bebiéndolo mientras releo el capítulo anterior. Desde que descubrí la tienda Muji, utilizo un modelo de sus libretas para los esquemas de las novelas, me he vuelto una sibarita y no me sirve el folio blanco de toda la vida. Al principio hago esquemas generales y luego, conforme escribo, voy revisándolos en nuevos esquemas para cada capítulo. Me gusta utilizar rotuladores de colores y dibujar tonterías para convocar a mi inspiración. Por otro lado,  al utilizar pinterest, me doy un paseito por mi carpeta de Éldonon para coger fuerzas. No soporto que me interrumpan mientras escribo y soy incapaz de atender a quien me habla. ¡Ah! A veces me entra la neura de lavarme muchas veces las manos, suele ocurrir cuando estoy atrancada. 

Siempre escribo en el ordenador. No me daría tiempo a seguir el ritmo de mis ideas a mano. Así que a mano sólo realizo esquemas, como he dicho, y apunto algún diálogo o alguna idea. No sé a qué fotos de ilustraciones se refiere el comentario. A veces Marta ilustra mis portadas o hace algún dibujo que me sirve para Éldonon. A veces es Nacho el que se dedica a esa tarea. Yo hago algún bocetillo cutre de los lugares para situarme y descargo imágenes de internet para hacer mapas conceptuales que me ayudan bastante. 

Con respecto al tipo de ordenador, no soy nada tiquismiquis. Utilizo un portátil que compré por su autonomía y su poco peso. Pero no escribo las novelas en él. Suelo escribir en mi sobremesa que es una mezcla de varios ordenadores que montó mi padre. Me ayuda que esté en una habitación a parte en la que puedo aislarme de la casa y del mundo. Así me concentro mucho mejor. 

¿Qué me quedaba? ¡Ah, sí! La música y los personajes. Lo cierto es que sí que escucho música escribiendo. Antes me hacía carpetas de reproducción según la novela en la que estuviese trabajando. Pero tuve un trauma con un disco de Milow y desde entonces sólo escucho eso. En cuanto a las fichas de los personajes, para nada, no tengo esa paciencia. Los conozco. De vez en cuando tomo algún apunte si se me ocurre algún dato sobre su pasado o algo así, para luego no desdecirme, pero poco más. 

¡Madre mía, qué de cosas! En mi primera entrevista para la prensa, mi editora me dijo: "tú responde largo, di muchas cosas, así ocupamos más página". Se ve que esa lección la aprendí bien.

(He puesto una foto de escritora, escritora. Ya que hacía la gracia, la hacía completa)

jueves, 31 de enero de 2013

ven, febrero, hombre de literaturas


El coche suele ser mi generador de ideas. Cuando conduzco, mi imaginación tiende a desatarse -si no voy cantando como las locas-. Construyo la mayoría de mis novelas durmiendo o conduciendo, y esta mañana sentí el empujón de la creatividad mientras subía al trabajo con el sol comenzando a brillar. 

A lo largo de la mañana, entre clases terroríficas con los terceros, debates sobre la imaginación con primero e intentos desgraciados de lectura teatralizada con mi grupo de pcpi, es casi imposible encontrarle un hueco a la creación. Pero al volver a sentarme en el coche para enfilar el camino a casa, mi cabeza volvió a ser un hervidero. 

Por eso, después de comer, seguí mi ritual de café, de encender el ordenador del despacho, subir las persianas, desperdigar lápices, ponerme las gafas y concentrarme en una libreta de pastas grises mientras Milo suena por los altavoces. 

Llevaba meses pensando en la última entrega de Los Portales de Éldonon y necesitaba darme un pequeño empujón para ponerme a escribir. En los últimos tres años, febrero se ha convertido en mi mes de la creatividad, especialmente gracias a la semana de vacaciones al final; pero este año he querido adelantar mi proceso, aunque sea un día. Así que he comenzado a redactar el primer capítulo del que será mi cuarto libro en Éldonon. 

Los principios siempre me cuestan trabajo. Como si tuviese el lenguaje atado y necesitase levantar un mundo a mi alrededor con todas mis fuerzas, casi conjurando un universo que me devore para surgir a través de mí. Así que las primeras 1700 palabras, los primeros tres folios, han sido como aprender a coser. Lento y, seguramente, equivocado. Pero estoy contenta. 

Estoy contenta. Estoy haciendo lo que más me gusta hacer. ¡Ojalá me dure el impulso y las ganas y las fuerzas! Y pronto pueda decir: hay una historia más que contar. 

miércoles, 23 de enero de 2013

¿cuántas veces hay que leer un poema para que vuelva?


Mientras Nacho ensaya algunos bocetos en la mesa del salón, me he sentado a poner al día mi moleskine de lecturas. Primero me he hecho con la torre de libros de poesía que no había registrado en estos últimos meses: Ana Martín Puigpelat, Teresa Wilms, Li Qingzhao, Jaime Sabines, María García Zambrano, Patricia Fernández-Pacheco, Mina Loy, Amy Lowell, Manuel de Barrio Donaire, Francisco Ruiz Noguera, Leonard Cohen...La lista se me escapa. 

Estaba registrando la primera de mis lecturas, allá por mayo, cuando me surgió esa pregunta: ¿cuántas veces hay que leer un poema para que vuelva? Porque estos versos, estos últimos versos leídos durante los pasados meses, aún no resuenan con la fuerza de las cascadas, el portazo, el cohete, la sorpresa, el gemido... Sino que permanecen casi muertos en sus libros, necesitados de nuevas lecturas, aún subrayados, para cantar, para ser los pájaros que fueron pensados. 

Siempre me ha fascinado la fuerza de la poesía para sorprenderte en el momento más inesperado encendiendo luces o apagando farolas. Anoche leía a Caballero Bonald con la urgencia de un lápiz en la mano, abandonándome caótica al ritmo de sus palabras. Y hoy recuerdo levemente versos que incendiaron un día algún pasaje de mi imaginación. ¡Qué triste! ¿Cómo, cómo hacerlos partícipes de mi ideario cotidiano? ¿Cuántas veces tengo que leerlos para que me asalten en la cocina o me interrumpan en el café o se me crucen como una idea propia? ¿Cuántas? 


lunes, 17 de diciembre de 2012

el triunfo de los cambios


Alargo el café. Estoy vestida y no podemos hablar de lo que hemos soñado. La obra y el reloj marcan el ritmo cotidiano de la casa y hago listas mentales de las cosas pendientes para hoy, es casi un vicio. La ropa tendida, la decoración navideña, la mesa con todas las tarjetas extendidas esperando a ser rescatadas del olvido... todo parece casi igual, aunque falte su ruido y no estemos sentados juntos planeando la mañana. 

El cuerpo acepta muy rápido los nuevos ritmos y se queja cuando vuelvo a los antiguos. Es extraño, yo que temía que me molestase andando entre mis cosas, escucho a la casa llamarlo. Lo hemos aceptado aquí y nos gusta. He redescubierto el triunfo de los cambios. 

Ahora, me lavaré la cara, cerraré la ventana del dormitorio, recogeré el desayuno y me iré sin hacer demasiado ruido, sin haber usado aún la voz esta mañana, a pelearme con las bestias-niños que desean que lleguen ya las vacaciones para poner punto y aparte. Los entiendo. A mí también se me hacen largos estos días de cálculos y evaluaciones. Pero bueno, compensaré los números con lavadores, la espera con proyectos de novela, la ausencia con lecturas.