martes, 14 de septiembre de 2021

carta a bea (19 julio)

Bea, anochece. Me gustaría estar aquí sentada contigo escuchando al mar romper en las rocas que no veo bajo la casa. Nos quedaríamos las dos calladas, viendo las luces naranjas encenderse poco a poco en la bahía. Está nublado y aún hay claridad.

Los pájaros se despiden con sus cantos y la humedad blanca trepa. El océano se ha convertido en un espejo pardo. Huelo este frío que dicen que es verano. Te escribiría todo esto en un carta, pero los tíos de Nacho nos van a llamar a cenar de inmediato y no me resisto a compartir contigo la magia de este instante silencioso. De este instante en que mi mente está callada y solo piensa en ti y en las olas.

hablo de más (23 julio)

A veces hablo más de lo que debería, me desnudo en las manos de quien me las tiende y abro mi corazón como un parque público. Y ahí está luego la gente , acariciando mis palomas, bebiendo de mi fuente, haciendo pintadas en los muros de mi alma. Arrancando las flores. 

Entonces me muero de miedo. ¿Qué más harán? ¿Talarán los árboles? ¿Construirán un centro comercial en medio de mi lago? 
Una amiga me dice que tengo que respetarme más y eso creo que significa poner un guardia a las puertas de mi alma que pida currículums a los que timbran.

Yo aún no sé pedir currículums, ni poner guardias... A veces expulso a alguien y pongo carteles de SE BUSCA en mi corazón, pero ocurre poco. 

Qué extraña me parezco a veces, todavía, qué fuerte y qué vulnerable a la vez.

porto (26 julio)

La primera vez que vinimos a Porto éramos dos flaquitos convencidos de que vivían un amor de verano. Recuerdo las fotografías, la ilusión nueva de cada descubrimiento -porque nos estábamos descubriendo también el uno al otro-, los picnics en los parques y una croqueta engañinfla. 

Alargamos nuestra estancia un día porque no nos queríamos despedir y pasamos la mañana en una ciudad vacía y deprimente mientras escribíamos y dibujábamos en nuestros cuadernos. Porto, con sus edificios abandonados, me pareció la ciudad más bonita que había visto.

Hoy hemos paseado de nuevo por sus calles, de nuevo de la mano. No somos ya esos flaquitos de antaño y nuestras barrigas de felicidad han recibido su merecido en restaurantes estupendos tras las caminatas. Tampoco ha habido mágicos descubrimientos -más allá de las limonadas y las galerías de arte que siempre cambian-, ni croquetas del horror, ni picnics. Sí hemos dibujado en silencio, hemos comentado detalles arquitectónicos y hemos aprendido a unir paseando diferentes puntos de la ciudad que antes nos parecían lejanos. 

Nuestro amor no es ya una sorpresa, no hace tartamudear ni tiene confusas preguntas en la tripa. Nuestro amor sigue andando de la mano y se materializa en una mirada brillante al descubrir el detalle en azulejos de una fachada sin rehabilitar, en una risa al ver a un pavo saltar, en el silencio cómplice lleno de respuestas. 

No somos aquellos. Somos esta evolución concisa, la elección constante y diaria que hacemos el uno por el otro, todavía.

limpieza (29 julio)

Totoro comienza con una escena de limpieza. Las hay también en otras películas de Miyazaki. Se conquistan los espacios con una escoba y cubos de agua. Se expulsan a las bolitas negras, se hace todo nuevo. Se resignifica el espacio. Pasa de ser de otro a ser nuestro.

Con las casas familiares que se abren solo en verano ocurre lo mismo. El paso de los meses ha dejado las memorias llenas de polvo, las arañas han campado a sus anchas entre los recuerdos. Las plantas han crecido, libres, en el jardín. 

Limpiamos. Estrujando paños sobre cubos azules, levantando el polvo como en las películas. El suelo de madera brilla bajo el agua jabonosa como si acabasen de ponerlo y, desde las fotografías en blanco y negro, los antepasados saludan regresando de la niebla.

Sábanas limpias en las camas antes cubiertas, ropa tendida al sol, humedad cálida. Olor a tierra mojada tras arrasar con la manguera... Poco a poco los aromas de la comida recién hecha  lo susurran: "Casa".

candeleda (31 de julio)

Una de las cosas que adoro de viajar es visitar los mercados. Normalmente lo hago con la tristeza consciente de que no tengo una cocina en la que probar todas las ideas que van surgiendo mientras recorri los puestos, pero en Canedeleda tengo mi oportunidad. 

En la casa familiar de los Méndez, Nacho y yo hemos conquistado la cocina. Nos levantamos temprano y salimos con nuestro carro a derretirnos ante los tomates inmensos, los melocotones de gigantes... Por las noches, con las luces apagadas, hablamos del menú. "Podríamos hacer empanada para cenar, pero sin cebolla que no le gusta a tu tía", "Los niños tendrán que apartar las aceitunas, pero los demás merecemos probarlas", "¿Somos nueve o somos diez?". No importa, al final llegamos a ser veinte y asistimos a la multiplicación de los panes y los peces. 

Entonces adoro pelar el ejército de huevos duros, picar las judías verdes sentada a la mesa de los azulejos debajo de la parra mientras charlamos de todo y de nada. 

Mi suegra me mira alarmada. Por teléfono mi madre le dice: "Patricia necesita tener las manos ocupadas". Y Nacho sonríe haciendo filetes finos del lomo a la sal. 

Al final creo que lo que más adoro de Candeleda es cocinar.

ritmos (3 agosto)

A veces la vida no se entiende. Ni sus ritmos, ni sus tiempos, ni sus piedras. Y un nudo de preguntas sin respuesta se hace en el pecho. Y el cansancio es tan agotador como una tumba. Y la incertidumbre arde con un fuego helado interrumpiendo el camino de la sangre. Queremos sentarnos con el narrador y preguntarle, conseguir una brizna de esperanza al escuchar el argumento completo de nuestra historia. Qué paz imagino que sienten los que creen en el destino y comulgan con él. Pero yo quiero tirar piedras a la ventana de la vida, pegar tiros a los pájaros negros de tu pena, besar tus párpados para desbrozar los sueños de hoy, para sembrar los de mañana, dormir de tu mano como cuando éramos niños y teníamos invitados. Quiero librarte de todas las interrogaciones y que descanses un ratito en paz.

lentitud (16 de agosto)

Mis días están siendo lentos. La lentitud es un ejercicio para mi alma apresurada -siempre pensando en lo siguiente, siempre pensando en hacer-. La contemplación es mi única tarea pendiente: aprender a mirar la luz y recitar sus cadencias. Encarar las sombras de mi conciencia y recitar: "La vida no es una balanza, demonios terroríficos, no pasará nada malo solo para compensar lo bueno". Para después volver al silencio. A la oración sin palabras del minuto que pasa, sucede y ya fue, que ya soy, de tu mano.

sagrado corazón (22 agosto)

En casa de mis abuelos había un Sagrado Corazón presidiendo el salón en su trono. Era enorme y nos miraba en las siestas de verano mientras veíamos la televisión en la penumbra. A mí me daba pena que no pudiese ver la tele porque nosotros éramos muy aburridos. 

Cuando vaciamos la casa de mis abuelos no pudimos llevárnoslo porque era muy grande para nuestro pequeño apartamento. Nos dio pena, más allá de su significado religioso, tenía un significado familiar. Había sido testigo de nuestras vidas, cómplice nuestros secretos. 

Ahora es la casa de la abuela de Nacho la que se vacía. Y recuerdo mi poema "Nos definirán las cosas", el que habla de lo que pensarán de nosotros los que solo nos conocieron a medias y se topen de pronto con nuestras herencias, con las cosas que consideramos tesoros.

En el desván entre vajillas y cristalerías, cuadros y adornos de salón estaba el Sagrado Corazón que había visto crecer a la madre de Nacho, a sus tíos. En cuanto lo vi, supe que lo quería. Que quería que entrase a formar parte de nuestra historia como un testigo de madera.

No es grande. Tampoco pequeño. Tiene el tamaño justo para aguardar de pie junto a la máquina de escribir que me regalaron mis padres y que había pertenecido a un escritor inglés. O junto a la trompeta vieja que un cumpleaños me regalaron mis amigos. O quizá junto al cuadro de Bea que dice "Me against me". 

Esta mañana lo hemos recogido de la buhardilla junto con dos cafeteras de peltre y tres tesorillos metálicos que Nacho codiciaba. Lo he estado limpiando en el patio. Lentamente, sin prisa, fijándome en todos sus detalles. Conociéndolo.

Quizá un día, cuando nuestros sucesores vacíen nuestra casa de trastos, se pregunten por qué teníamos un Sagrado Corazón de Jesús siendo yo iconoclasta. Y, quizá, alguno entienda que mi amor a Dios está en todas las cosas y  también, extrañamente, en esta talla vieja y heredada.

en obras (4 de septiembre)

Despierto en casa, con la bendita luz de septiembre irrumpiendo en la terraza ahora blanca, intentando llegar a la cama mientras dibuja círculos perfectos en la pared. No se escucha nada. Algún pájaro, el verde del zoo. Es sábado y la casa siguenen guerra. Pero hay promesa de flores sobre la mesa nueva, promesa de libros yendo y viniendo por las estanterías hasta encontrar un sitio habitable. Reordenar, recolocar, recordar nuestra historia al tocar las novelas que nos hacen de calendario. 
Es sábado y la brisa mece los eucaliptos.

antes de un viaje (9 septiembre)


Como una niña antes de un viaje, mi cabeza da vueltas: imagina. Recreo en mi mente lo que intuyo que será, veo escenarios amables y terribles, guionizo conversaciones que aún no he tenido, intento prepararme emocionalmente para el amor que daré y para el que quizá reciba.

Mi cuerpo se tensa de anticipación, aprieto la mandíbula; mi mente es un parque de atracciones en agosto; mi corazón siente miedo y deseo, ilusión infantil mezclada con los reparos adultos. Todo se mueve rápido, nada se detiene y, bajo la cascada, oigo el trueno de la tarde.

Doy un paso atrás. Me siento en la cueva tras la corriente incesante de agua y respiro. Miro todo eso que siento, que imagino, que temo, y que no soy yo. No soy yo. Yo soy ahora. Aquí. No mañana ni luego ni antes. Ahora. 
Un suspiro profundo me atraviesa, lleno de paz. Sonrío.

septiembre


Leemos tranquilamente en la terraza. Todavía quedan  cajas en el suelo, los armarios no tienen puertas y la ropa tendida ondea, no en las largas cuerdas del ayer, sino en un moderno tendedero metálico. Está nublado y las campanas de la iglesia, más allá del zoo, rompen el silencioso arrullo del viento entre los árboles.
Nacho marca un ritmo con los pies, como si meciese sus puntas, bajo la mesa. Lee el último cómic que ha comprado, _Noúmeno_, un thriller cuántico. Yo leo despacio _El libro de los hallazgos_ que me regaló Begoña en nuestro café del sábado. Son los diarios de la bibliotecaria de una escuela. Deliciosos. 
Una pelusa cruza veloz bajo la mesa, evidenciando el caos que aún habita en nuestra casa. Pero los árboles bailan, la ropa baila, ¡hasta la pelusa baila, descarada!
Y estoy en paz. En una extraña paz que ha llegado por fin después de largas semanas. Una paz silenciosa y blanda que me hace sonreír al descubrir que acaba de empezar a llover. Un niño exclama en la calle, con torpes sílabas: "¡Espamos volando!". Las huellas de las gotas se dibujan en los cristales de acordeón. Un perro ladra, a lo lejos. ¡Qué blanco este hogar de nuevo! El vaso de agua de Nacho, a medias, se dibuja en su transparencia en una esquina de la mesa de madera. Ruge el tigre. Comienza el ballet de los gorriones. Todo está bien.