martes, 16 de febrero de 2021

La poesía salvaba


 Debería estar escribiendo un capítulo, pero voy a contaros algo. Con veintitrés años me rompieron el corazón con tanta fuerza que solo podía leer poesía. Me escapé a Madrid y buscaba en las librerías poemarios. Me escapé a Cádiz y me hice amiga de un librero. Volvía de vez en cuanto. "Acabé lo que me diste, necesito más". Y él me iba educando más allá de lo que me enseñaron los maestros. E iba llevando mi pena por las librerías, por los parques, por las cafeterías en las que me sentaba sola con los poetas y un lápiz en la mano. Eran los únicos que podían entenderme. Y en sus tristezas, más hondas, más hermosas que las mías, mi acantilado se ponía de primavera. Les respondía a veces con más versos, escribiendo respuestas en las páginas impresas. Me enfadaba si no lograba hallar en ellos la palabra que buscaba. Los sentía mis amantes en esos meses tristes en los que buscaba un nombre con el que llamarme, con el que volver a definirme. Les hablaba a mis alumnos de los poetas, escribía versos en la pizarra, les regalaba antologías caseras, les explicaba cómo me hacían sentir o por qué tal poema me había salvado de ahogarme en una tarde de marzo.

Y todos estaban vivos en mí. Yo los resucitaba para que siguiesen salvándome la vida. Y los besaba a todos y dormía con ellos y me despertaba recitándolos por la casa. ¡Qué gratitud! ¡Qué singular rescate! "¿Puede la literatura salvar vidas?", nos preguntaba Eugenio Maqueda en una de sus clases de Teoría de la Literatura. Nosotros peleábamos. Sí. No. Vivan los médicos, mueran los poetas. A los 23 años lo aprendí. La poesía podía salvar.
Salvaba. Joan Margarit me enseñó mucho sobre la pérdida y la supervivencia a través de la palabra. Qué tristeza la de hoy. Se me ha muerto un amigo que jamás me conoció. Repaso sus libros en la casa silenciosa. Joan, Joan, le digo (porque ahora me escucha como lo hacen mis abuelos, y Javi, y muchos otros), Joan: gracias.

jueves, 12 de noviembre de 2020

Granadas



 Hoy he desgranado dos granadas. Lentamente, con cuidado. Para hacer un zumo de granada y naranja. El acto concentrado de ir desmenuzando en granos la fruta me ha recordado a Alex, con sus deditos pequeños, deshaciendo el rojo sobre la fuente enorme de la casa rural que alquilamos el año pasado con los mejores amigos de Nacho. Los niños más pequeños se agolparon a mi alrededor cuando abrí las granadas sobre la mesa. Y allí, debajo de una parra silenciosa, en el patio, desgranamos juntos sin hablar demasiado, concentrados. Como me concentraba en el campo de mis abuelos, cuando era yo la niña y me quedaba fascinada con cada una de las pequeñas piezas rojas, como rubíes. 

Lo cierto es que nunca me ha gustado demasiado la granada. El dulzor indiscutible de la pulpa se ve siempre interrumpido por esa parte central dura y amarga que estropea el sabor. Pero me encanta desgranar granadas. Ese quehacer minucioso me fascina: mis dedos deshaciendo las joyas diminutas que modifican su color transparente al reposar unas sobre otras. 

Después de pensar en Álex vuelvo irremediablemente a Zocueca y me pregunto si de verdad había un granado junto a la higuera detrás del merendero, si a la bisa le gustaban tanto las granadas como los higos, si esas tardes de otoño en las que preparábamos el pan de higo desgranábamos también la fruta roja.

Odiaba que Granada se llamase granada y que utilizase la fruta como su emblema. Me parecía una banalización convertir en símbolo algo tan hermoso, repetirlo en alfileres y en pines. Aún ahora, no soporto ver granadas en los bodegones.  Me pasa como con las marinas. No solo hay que captar la realidad de la fruta, también hay que capturar su verdad y eso es tan difícil. ¡Es tan fácil convertirse en un tópico...!

Pero volvamos. Esta tarde he desgranado dos granadas para hacer un zumo. He abierto después dos enormes naranjas que han llenado la cocina del olor de las sobremesas en invierno. Y he llamado a Nacho para compartir con él esa sensación tan cálida, llena también de recuerdos. Ahora era mi abuelo Andrés negándose a pelar la fruta, mi abuelo Juan pelándola con cuchillo y tenedor -sospecho que el abuelo y yo teníamos ciertas manías en común-, la comercial de Almería que nos confesó que odiaba el olor de las mandarinas en los autobuses. 

Y he puesto todo eso en el zumo. Que sabe dulce y ácido. Y es rosa. El zumo que me ha hecho volver aquí, después de tanto tiempo, a celebrar lo cotidiano. 

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Calendario de Adviento 2018


Un año más, Nacho y yo preparamos nuestro tradicional calendario de Adviento. A mí, que odio las esperas, me gusta más el Adviento que la Navidad, esa espera llena de esperanza. Siento que, en estos días, Dios, que actúa en lo escondido, va iluminando poco a poco cada recóndito rincón de mí, como si me dijese: "Pon tu pequeñez en fiesta, mujer". Y mi  pequeñez se hace niña y baila, sin llevar cuentas, sin tener miedo, sin guardar rencor. Mi pequeñez se ventila. 

Os dejo aquí el enlace a todos los tamaños del calendario, todos los años colgamos en esa página que gestiona mi amigo Isra (el que se encarga de hacer los retos diarios, gracias, amigo). Ahí colgamos también el Camino de Cuaresma, por si a alguien le interesa. 

Que Dios, que actúa en lo escondido, nos bendiga. 

miércoles, 10 de octubre de 2018


Es otoño y hace más de un año que no escribo. Que no escribo aquí. Reflexionar sobre el momento se ha vuelto innecesario. Los segundos brillan por sí mismos y la prosa no puede encerrar esa luz, porque no lo necesita. Vivir se ha convertido en algo distinto. Mi voz pertenece a un sitio en el que se cocina lentamente y se ama a carcajadas. 

Por eso no vengo, voy a beber a la fuente y con el agua limpia, me baño. 

martes, 14 de noviembre de 2017

calendario de adviento 2017


En cuanto llega el otoño, suben las visitas al blog de los buscadores de calendarios de Adviento. Casi siempre recibe más visitas el de 2012, por eso este año nos hemos dado prisa para que los buscadores encuentren el calendario de este año. Con el calor que sigue haciendo por estas tierras del sur, cuesta trabajo imaginar que el Adviento se acerca, pero los supermercados se encargan de recordárnoslo. Ojalá sepamos discernir lo que es vida de lo que es gasto.


martes, 17 de octubre de 2017

leer para poner el alma de puntillas


Preparo la infusión en la cocina oscura. Como una bruja voy echando a la cazuela la ramita de canela, el clavo, el regaliz, el jengibre. A la luz roja de la vitrocerámica, abriendo y cerrando tarros mientras los olores se van elevando y el líquido transparente se va volviendo tostado y rojizo. Está nublado y han bajado imperceptiblemente las temperaturas. 

Me preparo mi brebaje porque voy a sentarme con Mónica Rodríguez en el sofá, con su hotel. Voy a escuchar los recuerdos de su suegra. Abro las páginas y casi no llevo dos líneas cuando abandonan una ciudad sin poetas. Tengo que leérselo a Nacho y noto cómo mi alma se va poniendo de puntillas. Porque la literatura hace eso, pone el alma de puntillas. 

Esta semana visito diferentes centros de formación del profesorado para hablar a los maestros y profes bibliotecarios. En las jornadas de biblioteca hablo de literatura infantil y juvenil, de nuestra LIJ, pero no lo hago como escritora. Hablo como lectora entusiasmada y porto una gran caja de libros que voy pasando con confianza -y pánico feroz por si alguno de mis amigos se pierde en un bolso o se cae entre los asientos o nunca vuelve. Descubro miradas emocionadas, cómplices, de amantes de los libros, que tocan y hojean, con curiosidad. 

Descubro también maestros y profesores que no leen. Que no tienen tiempo en la vorágine de sus vidas para la literatura. O por lo menos no tienen tiempo para los libros que recomiendan a sus alumnos. 

Regreso a casa extrañada, con el sabor agridulce de una mañana en la que he sido feliz hablando de lo que me apasiona, pero en la que he descubierto que no podemos contagiar la enfermedad que no tenemos. La frase "No me gusta leer" se me llena de matices. 

Por eso hago mi infusión sin dar la luz. Por eso cojo a Mónica de la estantería como quien acude a una amiga para compartir un secreto, para recuperar la fe. 

Cuando se lo cuento a mi madre por teléfono, con su sentido práctico aplastante, me pregunta: "¿Pero es que crees que los adultos leen? Mira las estadísticas de lectores y las de espectadores, hija mía". A veces necesito que me regresen al suelo. 


lunes, 18 de septiembre de 2017

el septiembre ritual


Septiembre tiene un algo de deseo, de encender el té y apagar las olas, de leer hasta que la luz se caiga, de sillón blanco y ventanas entrecerradas. Comienza a oler a otoño y a jengibre, a clavo y a canela entre el salitre. Hay un algo de estirar las horas para poner de puntillas el último rayo de sol que llega hasta el pino de la terraza. 

Me gusta imaginar que pronto cambiaré el armario, que resucitaré las rebecas y los pantalones vaqueros, que pronto me taparé con mantas en la cama, en el sofá, en el despacho... Se acercan los meses de dos cifras y con ellos los libros de poemas, la lámpara sobre la mesa pequeña, los proyectos de novelas. Todo parece por estrenar esperando el frío, hasta en este rincón del mundo al que el otoño llega sólo en la fruta. Pero con el tiempo aprendo a percibir los matices, a darme cuenta de que puedo andar al sol, de que la brisa despeina, de que el mar se limpia y los cuerpos se acercan. 

Los rituales tienen para mí la fascinación de lo cotidiano. Septiembre es el umbral de los rituales, de los horarios y los hábitos, de los propósitos y las listas como esta. Hago el tiempo tren, yo lo conduzco, creando ritmos de recetas, tradiciones. De pronto la selva salvaje del verano, el saltar de rama en rama, el dormir hasta en los charcos, se convierte en pradera dócil en la que invento los sobresaltos. 

Me seduce un ritual, el ritmo. Esta música de casa que hace años que memorizamos. No hay nada en lo predecible que no me parezca hermoso. Debo haber heredado de mi abuelo el amor sereno por el golpe de reloj y la paz de las repeticiones. Por la domesticación.