En los viajes a Alicante hay una serie de tópicos que parece que no somos capaces de superar. El primero de ellos es el de no saber cuándo vamos hasta el último momento. Por ejemplo, podemos descubrirlo a las diez de la noche de cualquier viernes y decidir que no es tarde para escapar. También hay molinos en el camino que acaba en el mar turquesa, pero, sobretodo, hay amor gratis y amor del bueno.
Alicante supone siempre una especie de vuelta a casa. Juan decía que sentía como si ya hubiesen vuelto a casa los chicos, como si hubiese encontrado paz en que estuviésemos todos allí juntos de nuevo. Para mí la sensación también era parecida. "No sé si acabo de marcharme o si hago esto todos los sábados de mi vida", creo que te dije.
Poner en orden lo vivido siempre es complicado, los brindis con vino, las confidencias, el barrio antiguo, Magdalena, la cama de sábanas azules, los desayunos en la mesa de cristal, tú conduciendo mi coche, los abrazos de Juan, la risa de Magda, las fotos de Triana, la manera de bromear de Luis, Marta durmiendo en mis rodillas y la sonrisa de Carmen mientras los ojos de Joel lo llenan todo, las guitarras sonando en el salón de Rocío, Jimmy quedándose conmigo, la visita a Tabarca y el azul inmaculado contra los peces enormes, la luz, el sol, la arena blanca enredada entre los dedos, la sangría de cava que arranca mis palabras entrecerrándome los ojos, los versos de Juan José Téllez en el balcón mientras te tiras en el suelo, tu manera k.o. de despertar y el café temprano, las manos en la pared blanca de Magda y el gato del vecino asomándose curioso. Es como tener un cofre nuevo lleno de tesoros.
Todo para terminar de nuevo en tópico: en las nubes de la vuelta y tu gesto serio. Como si no fuésemos a volver más o fuese a llover para que nos quedásemos.
(No sé, la cosa es que cuando volvió a aparecer el mar, me dio cierta alegría tonta el pensar que, ésta vez, no acabábamos viaje tan lejos).