Madrid se despierta entre lluvias y vuelvo a haber dormido tanto que el cuerpo me bosteza entre las sábanas de Marta. La luz es queda en las habitaciones mientras Mark desayuna en la cocina y nosotras preparamos el café. Migueu espera que Kahrina despierte escuchando música en el sofá. Aquí siempre me siento en casa. Tanto que, cuando miro el reloj, tengo que darme una ducha a la carrera porque Mark y yo llegamos tarde a la iglesia. Afortunadamente está justo al lado del portal y no nos llueve demasiado. Abrigados y felices, paseamos Madrid hasta la hora de comer, mientras Marta dibuja en su habitación. Me gusta imaginarla siempre con el pelo revuelto y las gafas, concentrada en su tarea, frunciendo el ceño levemente cuando las cosas no salen a su manera. Madrid, Madrid, Madrid... podría quedarme.
La lluvia cada vez conquista más terreno, más cabezas, más palabras y después de comer decidimos dedicar la tarde del té a preparar flan de chocolate y almendras, bolitas de coco y cualquier cosa para conquistar por el gusto. Descubro, quizá al crecer, que me encanta la capacidad de seducción que se esconde en las cocinas, el secreto misterio cuando se prepara un plato para compartir, cuando no cocino sólo para mí. Charlamos y reímos con las hoyas al fuego, con las manos llenas de azúcar, con Manu preguntándonos en qué andamos metidas. Y mientras suena la música, llegan las anécdotas, se encuentran los verbos, se abrazan los silencios concentrados. Por eso la lluvia repiquetea fuera, mientras Arturo el erizo agacha la cabeza con su nariz afilada y el océano nos conquista en casa. Por eso la cocina se convierte en un sitio de encuentro y confesiones, en el sitio más cálido del hogar, por eso entiendo tantas cosas. Tantas, tantas cosas sobre la felicidad.
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