Este fin de semana vinieron a visitarme Carmen, Manuel y Lucía, con sus padres, lógicamente, e hicimos de la casa un campamento llenando las camas de arena de playa y las madrugadas de ronquidos, quejas y patadas. Entonces hicimos batidos de helado de chocolate, cogimos mis libros de poemas de cuando era pequeña y convertimos un lado del sofá en un coche que me llevaba a ponerme rímel para salir mientras las niñas me miraban boquiabiertas. También comimos gusanitos en los parques y nos embadurnamos en crema después de bañarnos en el mar. Anduvimos de la mano siendo tres, comimos de los platos con las manos e hicimos un pastel de arena y piedras blancas.
Carmen se acerca a ti, te abraza con todas sus fuerzas, hincando su cabeza en tus caderas y murmura: te quiero mucho, en voz bajita. Lucía me llena los despertares de dibujos en la espalda para poderme decir: nos hemos despertado casi al mismo tiempo. Y Manuel siente tanto pudor si clava sus ojos en los míos, que me lo tengo que comer a besos mientras se queja de mis arrumacos o susurra: ¿te bañas conmigo en lo hondo?
Son tres milagros con patas que ejercen en mí su magia de siempre, la que pone el mundo en perspectiva y hace que cada cosa cobre la justa importancia que tiene.
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