Da igual lo que haga, llegan las diez de la noche y empiezo a quedarme frita. No importa que me ponga una serie o una película, que lea o charle, no importa. Mi cuerpo se va relajando y empiezo a llorar de sueño -sí, de sueño-, comenzando a emborracharme de mí misma, torciendo las palabras al escribir y las ideas al pensar. Descubro, entonces, que he ido perdiendo la elegancia en el sillón y que, poco a poco, me he derramado sin darme cuenta hasta que mi cabeza ha descansado en el respaldo. Mis piernas largas llegan más lejos, la luz me molesta, el reloj se hace sonoro como si quisiese recordarme algo. No importa cuánto me resista, sé que lentamente me irá ganando, convirtiéndome en territorio de bostezos, con ojos entrecerrados.
Entonces enfilo el camino hacia la cama, reuniendo las fuerzas que me quedan para desnudarme y ocultarme dentro del edredón blanco, tapada hasta las orejas, con un libro, el que sea, para convocar el último resquicio de vigilia y abandonarlo entre las páginas.
Mi sueño no entiende de sábados y domingos, no distingue días entre semana. Llega a las diez, saluda y se acomoda, a sus anchas. Haciéndome la peor para una fiesta, la primera en despedirse. Mis padres cuentan que un día, esperando a sentarnos en un bar, me dormí de pie. Me lo creo. Buenas noches.
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