Un alumno llega con un ojo morado y se habla de droga y de pérdida de visión y de cosas terribles que hacen sombra por la tarde. Mantengo largas conversaciones, horas de conversación que seguramente no florecerán, pero que necesito para calmar mi espíritu, para tener la sensación de estar haciendo algo, para mentir la sensación de que en el mundo las cosas no van mal.
A veces me pregunto si vivo en un lugar falso, ideado por mí, en el que sólo acentúo lo bueno y cubro con pañuelos historiados, con papel, las miserias que estropearían el paisaje. Me pregunto si el bien es el bien y si es tan alcanzable como me cuento. Si la belleza es la belleza, si el orden es el orden... De pronto las cosas parecen distorsionarse, como si no tuviesen sentido.
Amo intensamente, amo cruelmente, hasta ciegamente amo a los culpables, a las víctimas, a los culpables. Y me pregunto si no hay algo raro, roto, inquieto en mí para que este amor no se deshaga entre mis manos. Para que vuelva cada día con la cuenta en blanco, para que rece por las noches con nombres y apellidos como si pasase lista. Me pregunto en un murmullo qué hacemos tan mal los adultos, qué análisis profundo hay que hacer de esta sociedad que abandona a los pequeños al dios dinero, al dios poder, al dios yo. Que los deja completamente solos ante el otro.
Y el otro es un amigo y es un enemigo y es una máquina que no siente como yo, que no vive como yo, que no me entiende como me merezco. El otro es siempre el otro.
Siento un frío extraño aunque hay terral. Y pienso en el pastel de zanahoria que haré para la fiesta de Clau, en Mateo, en Nacho que estará preparando la comida, en el ritmo cotidiano al que me acojo siempre como balsa. Enciendo mi paisaje, atiendo a las conversaciones, a las risas, como.
Nada puede hacer mi incomprensión, sólo acaricia.
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