Recuerdo aborrecer mis piernas largas, horrorizarme con mis rodillas llenas de cicatrices e intentar ocultar mis pies. Recuerdo observar la barriga que se formaba bajo mi ombligo con resignación, desear deshacerme del lunar de mi mejilla derecha, despreciar mis párpados caídos y mis rizos indomables. Recuerdo avergonzarme de mí, sentirme disfrazada ante la gente e intentar que todos mis errores no fuesen descubiertos. El pavor de mi delgadez.
Pero el tiempo pasa y nos vamos acercando a lo que de verdad somos más allá de lo que se pueda ver. Y con ese tiempo en movimiento siempre circular ha llegado la misma aceptación niña de mis maneras, hasta el punto en que lo que antes me horrorizaba se convierte hoy en el sello particular que adoro en mí. Vivo una paz nueva conmigo misma, con mi cuerpo, con cada uno de mis benditos defectos viejos y con los que voy descubriendo. Ese equilibrio me llena de serenidad, porque abandoné la guerra contra mí misma y acepté quien soy sin darme cuenta. Quien soy con mis piernas largas, mis rodillas, mis lunares, mi barriga, mi nariz, mis ojeras, mi delgadez.
Acepté y amé quien soy tan gradualmente, tan poco a poco, que tuve que descubrirlo ayer con un gesto sencillo al mirar mi mano descansando entre las tuyas. El hallazgo me hizo fruncir el ceño concentrada y sonreír satisfecha. Siento que me estoy haciendo mayor.