Leo duerme en mis brazos mientras el viento azota fuera, como el lobo del cuento. Pero nuestra casa es de ladrillo.
Después de siete semanas, todavía la miro con un profundo extrañamiento. "Es mi hija", me digo, anonadada, sintiendo cómo me arrasan el miedo y la ternura.
Aunque lo imaginaba, jamás llegué a vislumbrar el grado de vulnerabilidad que se alcanza en la cuarentena, en la maternidad. De pronto me siento la leona en la cueva, protegiendo a su cachorro de cualquier peligro imaginario. Primero fue mi tensión, después sus mocos, sus gases, las bocanadas, que se pusiera amarilla, mi tensión de nuevo, su sueño, el nuestro, el frío, la lluvia... El mundo, que se viste de amenazas ahí fuera. Aquí dentro.
Pero, poco a poco, pasan los días, se atempera el llanto y sus manos minúsculas se aferran a mí. Leo sonríe desde la teta, sonríe cuando la cambias, lo hace al despertar, el quedarse dormida... Nuestra hija nos mira y nos dice "Estoy bien, somos un gran equipo".
Tampoco pensé que el amor pudiese dar tanto miedo. Siempre digo que cuando conocí a Nacho, comencé a temer a la muerte porque no quería renunciar a tanta felicidas. Ahora mi amor por él se ha multiplicado hasta límites que no sospechaba, que ni siquiera sabía que existían. Y, en ese amor, reside Leo. Leonor es el signo que lo ordena y transciende todo. Besos sus manos, su frente, sus carrillos... La beso entera aunque aún no entienda. Y le digo "Te quiero, hija de Dios". Muchas veces. Para que se le grabe en los cimientos. Cada beso es una semilla.