miércoles, 3 de agosto de 2011

una de cenas


Cuando vi Bajo el sol de la Toscana la primera vez, me pareció increíble cómo la protagonista se entregaba a la cocina como camino de curación. De pronto encontraba una manera de salir adelante en el placer de cocinar para los demás. No lo entendí demasiado en aquel momento. 

Tras quedarme soltera volví a ver aquella película y comprendí muchas más cosas. Entre ellas el absurdo y magnífico placer de conquistar el paladar de los demás, especialmente el de las personas que quieres. Sorprendentemente comencé a disfrutar al tener a gente sentada a mi mesa dispuesta a compartir mis platos más sencillos. Las primeras comidas en casa, en Alcalá, estaban compuestas de carne a la plancha y setas. Después comencé a aprender de Juan y Leti, a pedir recetas a mi madre, a recordar las mesas de la madre de Marta e incluso a resucitar algunos platos olvidados por mi abuela. Poco a poco le he ido poniendo interés y cariño. 

No quiero engañar a nadie, soy una pésima cocinera. Utilizo más cacharros de los que tengo, pongo toda la cocina hecha un asco, no experimento demasiado y suelo dejar los platos sosos. Pero entonces descubro que cierras los ojos al probar mis trufas de chocolate o Chica chilla al probar mi pollo con mostaza y miel o Manolo me da su mejor grito al degustar el flan de chocolate con almendras. Entonces aprendo a hacer pan y a hacer magdalenas, apunto en la libreta casi vacía de recetas y elijo el vino. Pido manteles de regalo y compro copas nuevas. 

Y, sin darme cuenta, aquellas mesas vacías y sin mantel se acaban convirtiendo en veladas con servilletas bonitas en la terraza. Como si, poco a poco, como la protagonista, descubriese ese secreto que nos cuentan y que nunca nos queremos creer, ese secreto sencillo sobre la felicidad que se encuentra en amar a los demás de todas las maneras posibles. Con palabras. Con recetas. 

1 comentario:

Blue dijo...

Me sigue encantando todo lo que escribes. Un beso princesa.