Estamos sentados en el parque que han hecho a la orilla del río Manzanares. Este parque enorme con los mejores toboganes del mundo, lleno de bicicletas y patinadores, de risas de niños que transforman la visión de urbe de Madrid en otra cosa mucho más ligera y cercana. Estamos sentados bajo una farola en un banco de madera interminable, cerca hay un bar con terraza iluminado en colores fuertes que la noche se va tragando poco a poco. La gente sigue paseando, como hemos paseado nosotros hasta cansarnos. Ahora tienes tu guitarra, nos tienes a las dos pendientes de ti.
Preparas tus canciones, miras lo que vas a elegir, afinas. Entonces empiezas a cantar La historia de Febo y Dafne y, ensimismada, me pongo a grabar este momento. Giro con la cámara en la mano para captar el ambiente del parque cuando una bicicleta pequeña se cuela en mi campo de visión. Una niña sonriente dice hola a la cámara vestida con su camiseta fucsia. Tiene los dientes perfectos de los niños y esa inocencia feliz en la mirada que tanta envidia me da. Sigue conduciendo hasta pararse a unos pasos de ti. Me mira y te mira, como pidiendo confirmación.
Y se queda allí. Escuchándote cantar. De pronto la veo luchar con su bicicleta. Se ha bajado e intenta poner la patilla para que se mantenga de pie sola. Se le cae encima, la vuelve a levantar, vuelve a intentarlos, siempre sonriente, aunque con el ceño fruncido. Lo consigue al fin y triunfante, se gira para mirarte y, sorpresa increíble, se pone a bailar tu canción. Y baila y hace palmas, absolutamente encantada por disfrutar de ti y de tu guitarra.
Cuando terminas, sale disparada hacia el bar donde deben estar sus padres. Imagino que va a contarles su aventura y tú y yo comentamos el momento. Estoy un poco emocionada, así que me sorprendo cuando noto una mano pequeña en mi rodilla y, al volverme, la niña de la bicicleta está frente a nosotros otra vez, mostrándome una brillante moneda de cincuenta céntimos. Me la tiende sin hablar, sosteniéndola con dos dedos. Como una niña de la selva me hace gestos.
-No, cariño, no canta para pedir dinero -le explico abrumada-. Quédatelos y gástalos en chucherías.
Pero ella niega e insiste. Así que, para no decepcionarla, tomo su moneda. Nos da la gracias asintiendo con la cabeza y vuelve a correr para alejarse. Más tarde descubrimos que se llama Claudia.
Tú vas a guardar la moneda porque es uno de los objetos más cargados de magia que tienes, después de mí, claro.
5 comentarios:
Ahora nadie damos dinero a los artistas callejeros. Con lo bonito que era eso...
Ese parque es genial, tiene una cosa en la que te montas y te lanza (lanzadera se llamará xD).
Me he sentido como si estuviera allí, junto a la niña, bailando la canción :)
Que bonita forma de ver el mundo.
Saludos!
Confirmo haber pasado por atmósferas parecidas, con esa gracia de las niñas madrileñas para darle "un dinero" a los músicos alegrándome las profundidades del corazón.
Pero no a todos los músicos: sólo a los que remueven las emociones (cosa que las niñas madrileñas perciben perfectamente)
Tu texto es realmente precioso!
Parece que estuviera alli...
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