Las primeras cerezas de la temporada del año pasado las compré con Javi. Habíamos ido a verlo una tarde, en pandilla, dispuestos a sacarlo de casa para dar una vuelta. Yo echaba de menos las cerezas de Alcalá y bajo la casa de su madre había un chino que las vendía.
Recuerdo que compré un puñado y las fui comiendo mientras llegábamos al pub al que íbamos a tomar un refresco y jugar un billar. Los chicos estuvieron jugando, hice algunas fotos con el teléfono y nos reímos. Después había música en vivo, así que nos enganchamos con aquella banda de ingleses e incluso Rafa y Alberto cantaron algunos temas. Era un jueves, creo, y llegué a casa tarde pensando en el madrugón del día siguiente.
Hoy he vuelto a comprar cerezas. Volvía de hacer algunos recados y he visto una de estas fruterías de las que proliferan ahora, con las cajas en la puerta y fruta brillante y llamativa. Mi madre me había hablado de cerezas por teléfono y no he podido resistirme.
En el momento justo de elegir las pequeñas y oscuras cerezas he recordado aquel día, aquella tarde con Javi y los chicos. Como un bombardeo de extrañamiento, ternura, complicidad y un deje de tristeza -o más bien melancolía. Algo así ha sido.
No había hablado directamente de Javi todavía. Había escrito algún poema incomprensible sobre su marcha. Los chicos han escrito canciones. Yo quería decir... quería contar... algo. Supongo. Pero me siento redundando todo el tiempo. Sé que no hace falta decir nada. O quizá yo no quiera decir nada todavía, realmente, más allá de que compré cerezas y me acordé de él.
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