
viernes, 29 de enero de 2010
lobo

jueves, 28 de enero de 2010
la luz

Cuando subo las persianas, al despertarme, la luz de la lámpara, amarilla, lucha con la gris y azul que entra por la ventana abierta. Entonces apago el interruptor y observo las sombras nuevas de los rincones mientras me envuelvo en la bata roja para no quedarme helada.
La luz de la cocina es marrón hasta que la electricidad subraya los colores tímidos de los muebles y el fuerte naranja del zumo que voy haciendo todavía sin tener muy claro si soy capaz de mantener los ojos abiertos. El olor de café me lleva a la luz del frigorífico y de ahí, al pasillo tímidamente iluminado en amarillo.
El salón, en semipenumbra cuando está nublado, aparece hoy malva mientras me siento, enredada, abrazada a la taza de café para mirar el correo. Poco a poco, el malva va dejando paso a un gris cálido y, de ahí, al amarillo que ocupará la habitación la mayor parte del día.
En el camino hacia la casa de mis abuelos la luz es naranja, en senderos estrechos que atraviesan las callejuelas diminutas cuando un edificio desaparece en perpendicular hacia otra ruta que hoy no seguiré. Sonrío, sonrío porque los niños andan por la calle como pájaros alegres, y un hombre se detiene sorprendido al verme, supongo que preguntándose por qué él anda gris. Cada vez que me atraviesa la luz, algo da un salto y Miguel –voy a llamarlo así-, que tiene cinco años, se sostiene sobre un pie mirando el brillo de un charco mientras su madre le grita amenazas sobre monstruos para que la siga. Pero él no hace caso, yo tampoco.
El aire promete primaveras y es muy pronto para que desaparezca el agua de las calles. Alborotada en mi abrigo, llego a la luz verde de la calle de mi infancia y entro al rojo tibio de la cocina de mi abuela.
Mientras paseo camino de vuelta pensando en estas palabras, reparo en que los jueves están siendo un regalo para los sentidos.
miércoles, 27 de enero de 2010
rituales

Este año tengo un horario infernal que me desquicia la vida, ningún día entro a trabajar a la misma hora, ni siquiera salgo de trabajar a la misma hora, la mayor parte del tiempo vivo con prisa y, en medio de todo ese ajetreo alocado, he construido pequeños remansos de paz que se están volviendo rituales.
Hacer la compra los lunes, abrazarme a María José y cotillear mientras fuma el cigarro de rigor en el balcón de la sala de profesores, la hora libre con Conchi en el brasero, escuchar a las abuelas decirme “hasta mañana” a la salida de misa, las conversaciones con Nacho con el café de la mañana o de la tarde, la pregunta de Jesús cuando anochece, el desayuno en el bar de los martes con mis compañeras, la hora libre en la que escucho hablar de lo que ha cambiado la enseñanza, leer a todos el horóscopo cuando llego por las tardes, la horrible guardia de recreo de los miércoles, el café con Paco donde Juancho, las clases de inglés, la limpieza de los jueves y el almuerzo con los abuelos, las cervezas de la noche y recoger de la cafetería el viernes a los que desayunan para ir juntos a clase… Pequeños detalles, pequeños momentos donde el tiempo deja de existir y no hay tanta prisa, ni tantas cosas que hacer, donde somos anécdotas, bromas y risas.
Esas cosas que harán que, el año que viene, donde quiera que yo esté, pueda pensar en este sitio con alegría.
-Maestra, ¿echarás de menos esto? –pregunta David mientras hace los ejercicios.
-A mí seguro que me echará de menos –responde Juan Carlos con descaro guiñándome un ojo.
-¡Tú sí que la vas echar de menos, imbécil! –se burla David tirándole la goma.
-¿No nos das clase el año que viene? –se preocupa Rueda y no sé cuánto voy a poder aguantar sin decirles que paso el día pensando en el rato que invierto con ellos en construir un poquito de felicidad de la gratis, de la de verlos crecer y leer El Principito.
lunes, 25 de enero de 2010
alicia a través del espejo

Hoy me desperté sin historia, libre completamente de mí. Jamás fracasé, no adornó mi cuerpo ninguna herida, nunca perdí ni naufragué. Libre de errores, recomenzada. No gané ninguna partida, ni fui feliz cualquier mañana, nadie abordó mis naves ni trazó senderos en mi espalda. Ni erré, ni acerté jamás. Nunca fui.
Olvidé de dónde venía, a dónde era. Olvidé todo de mí y, observándome, desnuda frente al espejo, me preguntaba “¿quién eres tú? ¿quién eres?”, restituido el virgo de la inocencia.
Un instante sólo, un segundo en el que no identifiqué en mí nada reconocible, absolutamente despojada de recuerdos, sin ser capaz de vislumbrar la nube de palabras que siempre me acompaña donde quiera que mire, sin ser capaz de argumentar cimientos, quiebros, perplejidades. Pura, absolutamente yo, sin serlo.
Y estaba ahí, desconocida, sin saber siquiera interrogarme, como un lienzo blanco donde inventar y sin pinceles para hacerme un velo. Y estaba ahí, desposeída, en plena ausencia de significados. Ni tan sólo mujer, ni mera idea. Cuerpo, algo, yo. Inidentificable.
Hasta que recordé que respiraba y una palabra irrumpió llena de vida –o de crueldad, eso ya no podemos saberlo- a despertarme el mundo donde existía –existo-, siempre latiendo. Y una serie de líneas, azules creo o rojas, trazaron su senda imposible desde la que era ayer hasta la que soy en ese preciso instante de reconocerme.
“Tú”, me llamé, sin saber siquiera si lo era.
detalles de un fin de semana cualquiera

jueves, 21 de enero de 2010
sonidos

El aleteo de un pájaro pequeño cuando inicia el vuelo. Un coche pasando sobre una alcantarilla. La voz de un niño anunciando sus notas. Aceite hirviendo. Un pellizco al pan. Mis zapatos sobre los adoquines. La puerta del salón que se bambolea cuando paso gravemente. Las tripas del frigorífico. Un ladrido. Los radios de una bicicleta. El loro sobre mi garaje, silbando. Arrastran una silla. Las sábanas cuando me doy la vuelta. Tos. El reloj del salón. El reloj de la cocina de mi abuela. El timbre cascado. La respiración de un niño subiendo una cuesta. Un señor escupe. Chistan. Una hoja cayendo contra el suelo. Las teclas del ordenador. Mi propia respiración. El aire contra las ventanas. Otra vez la silla. Un beso. El sofá al acoger un cuerpo. Pisar un charco. Música desde una ventanilla bajada. Teléfono. El lápiz contra el papel. Ascensor abriéndose, ascensor cerrándose. Escaleras en la calle. Caminar sobre tierra y grava. Llamar con los nudillos en la puerta. Un perro con prisa, jadeando. Neumáticos, coches, frenos. La risa de una señora dentro de una casa. El televisor. Una caricia. Las llaves resonando en el bolsillo del vestido. Conversación adolescente, tumultuosa. Pelar una naranja. Tragar. Interruptor. Abrir y cerrar un cajón. La lavadora. La cremallera de mis botas mientras ando. Atar el cinturón del abrigo. Los muebles, solos. Pasar la página. Remover el azúcar. Hacer café. Cerrar el bolso. Los rizos contra mi cuello cuando me muevo. El estómago vacío. Agua.
Es casi milagroso detenerse un instante a escuchar el mundo, todo tiene un sonido, cada lugar tiene una música particular. Mi casa con su propia melodía, yo con la mía. La calle, el silencio… Investiga, cierra los ojos un instante, detente a escuchar… escucha los sonidos de los que viven contigo, nota cómo el tiempo se detiene un instante en cada uno de los pequeños detalles, identifica la respiración de la persona a la que amas mientras duerme, colecciona latidos mientras andas. Hemos aprendido a apagar la música del mundo con el ruido de nuestros propios pensamientos. Pasea conquistando sonidos. Es un regalo increíble.
miércoles, 20 de enero de 2010
hoy breve y cansada

Lo mejor del día: la sonrisa de la mujer en la iglesia y la risa de David al proclamar: "la maestra no es como parecía, nos trató de vender que era un sargento, pero sólo es corazón".