Cuando subo las persianas, al despertarme, la luz de la lámpara, amarilla, lucha con la gris y azul que entra por la ventana abierta. Entonces apago el interruptor y observo las sombras nuevas de los rincones mientras me envuelvo en la bata roja para no quedarme helada.
La luz de la cocina es marrón hasta que la electricidad subraya los colores tímidos de los muebles y el fuerte naranja del zumo que voy haciendo todavía sin tener muy claro si soy capaz de mantener los ojos abiertos. El olor de café me lleva a la luz del frigorífico y de ahí, al pasillo tímidamente iluminado en amarillo.
El salón, en semipenumbra cuando está nublado, aparece hoy malva mientras me siento, enredada, abrazada a la taza de café para mirar el correo. Poco a poco, el malva va dejando paso a un gris cálido y, de ahí, al amarillo que ocupará la habitación la mayor parte del día.
En el camino hacia la casa de mis abuelos la luz es naranja, en senderos estrechos que atraviesan las callejuelas diminutas cuando un edificio desaparece en perpendicular hacia otra ruta que hoy no seguiré. Sonrío, sonrío porque los niños andan por la calle como pájaros alegres, y un hombre se detiene sorprendido al verme, supongo que preguntándose por qué él anda gris. Cada vez que me atraviesa la luz, algo da un salto y Miguel –voy a llamarlo así-, que tiene cinco años, se sostiene sobre un pie mirando el brillo de un charco mientras su madre le grita amenazas sobre monstruos para que la siga. Pero él no hace caso, yo tampoco.
El aire promete primaveras y es muy pronto para que desaparezca el agua de las calles. Alborotada en mi abrigo, llego a la luz verde de la calle de mi infancia y entro al rojo tibio de la cocina de mi abuela.
Mientras paseo camino de vuelta pensando en estas palabras, reparo en que los jueves están siendo un regalo para los sentidos.
3 comentarios:
Los jueves son viernes prematuros.
Un beso
Me voy a acostar que ya veo azul
Mansamente, insoportablemente, me dueles.
Toma mi cabeza. Córtame el cuello.
Nada queda de mí después de este amor.
Entre los escombros de mi alma, búscame,
escúchame.
En algún sitio, mi voz sobreviviente, llama,
pide tu asombro, tu iluminado silencio.
Atravesando muros, atmósferas, edades,
tu rostro (tu rostro que parece que fuera cierto)
viene desde la muerte, desde antes
del primer día que despertara al mundo.
¡Qué claridad de rostro, qué ternura
de luz ensimismada,
qué dibujo de miel sobre hojas de agua!
Amo tus ojos, amo, amo tus ojos.
Soy como el hijo de tus ojos,
como una gota de tus ojos soy.
Levántame. De entre tus pies levántame, recógeme,
del suelo, de la sombra que pisas,
del rincón de tu cuarto que nunca ves en sueños.
Levántame. Porque he caído de tus manos
y quiero vivir, vivir, vivir.
Jaime Sabines
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