Las tardes de domingo nunca me han gustado demasiado. Todos sabemos de ese regusto agridulce de final.
Cuando era pequeña mi casa estaba llena de gente que contaba anécdotas, bebía café, se enredaba –si había suerte- en una cena… Y después se iban yendo con la pena de Javier y la mía. Después de la mudanza, las tardes de domingo se convirtieron en vuelta de viajes, con el tiempo pasaron a ser tardes de película tras película en el salón. Más adelante eran de parque y, años más tarde, de café, creciendo más, de cine. Algunas tardes de domingo fueron de silencio. Luego volvieron las de regreso de viajes aunque diluviase. Esas terminaban pronto, porque a las diez estaba ya muerta de sueño.
Hoy he tenido una tarde de domingo de las típicas, supongo, de las de estar en casa viendo una película, después tomar café con los abuelos, y volver a casa a ver pasar el tiempo, a conversar, a perder el rato con cualquier tontería.
Ay, definitivamente no me gustan estas tardes interminables que ya huelen a lunes y a semana. Que son un reloj absurdo.
Voy a ponerme ropa cómoda, a coger una buena novela e intentar salvarle el pellejo a las pocas horas que me quedan antes de caer rendida al sueño.
1 comentario:
yo guardo con ellas una relación de amor-odio...
hay domingos que me resultan deliciosos, inmerso en la no acción, en trasncurrir...y otros tediosos que me avisan de la inminencia del jodido lunes laboral...
un beso
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