miércoles, 29 de septiembre de 2010

lectura


Qué tontería. Estoy recostada en el sofá marrón, escuchando la música de Violeta -es la más apropiada para leer y escribir últimamente-, con el balcón abierto y la jarra de agua al lado -hay también una bolsa de regaliz-. Leo Los renglones torcidos de Dios con la misma ilusión con la que terminé ayer El frío modifica la trayectoria de los peces. Se ve que estoy en uno de esos momentos en los que soy capaz de creer que la literatura puede arreglarme la vida. Bendito momento de paz. Ojalá me dure más de dos días. Hoy amo a todo el mundo. Hoy quiero bien. 

martes, 28 de septiembre de 2010

un mal-llamado martes


Supón que hoy era un martes de esos que prometían catástrofe con una reunión por la tarde que recordaba a los viejos martes interminables. Supón que estabas a punto de acabar una novela encantadora y que hubieses preferido infinitamente quedarte en casa terminándola a ir a trabajar. Además, supón que has desayunado un ibuprofeno de seiscientos porque tu cuerpo promete rebelarse.

Supón, entonces, que llegas al trabajo con la hora justa porque todo tipo de inconvenientes te han asaltado en la carretera, que en el recreo entras cinco minutos tarde porque no te ha dado tiempo a desayunar y que los alumnos de primero se comportan extraordinariamente bien para tu sorpresa. 

Digamos que ese se convierte en el eje de cambio de tu día. 

Así que supón que sales una hora antes y que te sientas al sol a ronronear mientras el gato del instituto se te ovilla en el regazo. Comienzas a sentir esa somnolencia que sólo regala el sol de otoño y te preguntas si vas a volver a casa o si vas a quedarte a almorzar con tus compañeros. Los dos planes te dan pereza. 

Supón que, en ese momento, el profesor de historia arranca su coche para ir a devolver unas llaves, baja la ventanilla y te pregunta qué vas a hacer. Como no lo sabes, se va. Supón que mientras el gato se aprieta contra tus rodillas, tú te preguntas por qué no le has propuesto acompañarlo para solucionar así el tedio de la rutina. 

En ese momento suena el teléfono. Es tu compañero. Te pregunta si quieres ir con él. 

Supón que no lo dudas y él vuelve y recorréis una carretera de curvas entre pinos y mar mientras suena una música muy apropiada para escribir una novela. Supón que, después de entregar las llaves, acabáis en la terraza de un restaurante hablando de literatura. Tu compañero discute el neoplatonismo de Garcilaso y, seguidamente, te da una lección sobre grandes autores extranjeros con una vehemencia bastante parecida a la que tú usas al hablar de poesía. Supón que brindáis por la directora del centro y que paga él, que cinco minutos antes de la reunión está aparcando en un templo que sentías curiosidad por ver, que, en su maletero, charlando, hay un bombín y un sombrero de los años cuarenta. Que llegáis media hora tarde a la reunión con los padres. 

Entonces, ahora, después de todo, supón que al volver a casa descubres en tu buzón una carta con remitente americano que contiene una bonita gargantilla y que, como no has tenido bastantes milagros, enfilas el camino del mar para beberte la tarde. 

Supón que eres yo, que estás aquí, escuchando el sonido de las olas, escribiendo a un ritmo de vértigo mientras el sol del atardecer va tiñendo de rosa los edificios que le quedan. Tienes los pies enterrados en la arena y tarareas una canción que acabas de inventarte. Estás a punto de terminar esa novela. 

lunes, 27 de septiembre de 2010

"el frío modifica la trayectoria de los peces"


Boris Bogdanov era un apasionado de la topología o, mejor dicho, de una de sus disciplinas. La teoría de los nudos es una ciencia matemática compleja que permite explicar cosas muy simples de la vida. Cuando se tira de un hilo de un ovillo de lana enmarañada, unas veces se deshace de golpe, otras veces se enreda aún más. Es como la vida: pequeños gestos pueden tener grandes consecuencias. Y a veces el mismo gesto no tiene el mismo efecto. ( Pierre Szalowski)

Boris estudia cuatro peces, bueno, estudia más bien la trayectoria de cuatro peces en una pecera. Los cuatro peces realizan siempre, exactamente, el mismo recorrido. Cada uno traza constantemente el mismo dibujo en el espacio. Si la temperatura del agua bajase, dejarían de repetirse, comenzarían a cometer irregularidades, errarían sus caminos o descubrirían grandes genialidades. Pero si la temperatura se mantiene, ninguno de ellos cambiará lo más mínimo de su recorrido. 

¿Qué quiero decir con todo esto? Pues, la verdad, es que no lo sé muy bien. Quiero decir, llevo todo el santo día dándole vueltas a ese párrafo e imaginando la pecera. Llevo todo el santo día imaginándome como un pez más repitiendo una y otra vez los mismos caminos y cometiendo una y otra vez los mismos errores. Si me paro evaluar cuándo he arriesgado para hacer algo nuevo, descubro que ha sido en uno de esos momentos en los que ha bajado la temperatura. He sentido frío, he sentido miedo, he sentido soledad y, frente al riesgo de morir congelada, he optado por el de lo desconocido. ¿Quiero con esto evidenciar que he acertado siempre en las decisiones que tomé?

En lo más mínimo. 

De hecho, cuando he tomado una decisión en medio de una de esas bajadas de temperatura, he obrado con intuición pero falta de razón, así que son las más las veces que me he equivocado de opción. Al darme cuenta, recorría de nuevo el mismo camino y, lo que había parecido un nudo, se había convertido en un tópico más dentro de mi itinerario. 

Lo siento si suena enmarañado. Soy incapaz de desentrañar las emociones que esta idea de la pecera, los nudos y los hombres, me está haciendo sentir durante todo el día. Es como cuando tienes una palabra en la punta de la lengua pero no consigues recordarla. 

Me siento así, como si estuviese a punto de encenderse una luz en algún sitio, pero aún no supiese dónde ni cuando. 

¿Y qué hago? ¿Me detengo hasta que esa luz parpadee? Sigo nadando. No he aprendido a parar.










P.D. a la entrada... ¿Y el calor? ¿Modifica la trayectoria de los peces? 

domingo, 26 de septiembre de 2010

veintiséis vista a través de mi padre


Volver al interior para celebrar un año más y un año menos. Volver para encontrar la ternura de mis padres, la complicidad de Javier, la comida que aparece por arte de magia en la mesa y que desaparece después, el jamón del bueno, la tarta de galletas, los globos sobre la mesa y los regalos consecuentes. Volver para dormir como un lirón en mi cama nueva, para conducir hasta el campo de los abuelos y recibir besos de bocas pequeñas, de bocas antiguas, de sol de interior. Volver para conducir entre ese otro mar tan acostumbrado, para repasar los armarios y planear cómo podría ser lo que será. Volver con la extraña sensación de que vuelvo al lugar del que regresaba, quiero decir, se han invertido totalmente mis coordenadas. 

viernes, 24 de septiembre de 2010

años cuarenta y veintiséis y un mes y diecinueve días


Cuando vivía en la casa de mi infancia, mis padres preparaban grandes fiestas para mi cumpleaños en el jardín. Había de todo: globos, chucherías, muchos amigos y muchos juegos, porque mis padres planeaban cada actividad para que no quedase ni un momento de aburrimiento. Después, mi madre daba regalos a los que iban ganando en los juegos y todos salíamos ganando.

Desde que me fui de ese hogar con jardín y sótano, ansiaba recuperar la ilusión de uno de esos cumpleaños. Todos los septiembre planeaba cómo podría hacerlo, cómo podría ser mi fiesta, qué locura podríamos inventar. El año pasado, decidí cambiar el plan, en lugar de celebrarlo de la manera tradicional, organizamos un viaje. Pero este año, este año que tenía la posibilidad de recuperar aquella magia perdida de la infancia, ¡no me pude resistir!

Organicé con ayuda de Manolo en la decoración, de todos en la comida y de Carolina en la caracterización, una fiesta de los años cuarenta. Todos tenían que venir disfrazados. La casa estaba preciosa -y no es porque lo diga yo- y nadie faltó a su palabra. Reímos, brindamos, y, para mi sorpresa, me regalaron una máquina del tiempo me trasladó a los cumpleaños de la infancia y pude hacer pequeños regalos a los que triunfaban en las pruebas en clave que habíamos preparado. 

Cuando llegaron los regalos, descubrí emocionada cómo se me ha escuchado este mes y medio, porque hubo regaliz negro y dentaduras, porque apareció una tetera para compartir y una grabadora para cuando conduzco y hablo. 

Al quedarse la casa vacía, los platos por lavar, el silencio... no podía hacer otra cosa que dar gracias a Dios, emocionada, por invertir tantos esfuerzos en mi felicidad y regalarme tanta gente buena. 

miércoles, 22 de septiembre de 2010

comprar flores


Mi madre, o quizá el hecho de haber tenido una infancia con jardín, me enseñó el amor por las plantas y las flores. Recuerdo los primeros ramos de la primavera con amapolas y esas pequeñas flores amarillas que crecían por todas partes. Recuerdo mayo y los ramos de rosas del jardín que preparábamos añadiendo margaritas para llevárselos por la tarde a la Virgen, que había puesto la maestra en el colegio. Las que preparaba mi abuela para la romería y el olor de la flor que me ponía en el pelo. Mi infancia en el patio de la casa de mis abuelos tiene el aroma de los jazmines que recogíamos cerrados y dejábamos por todos los rincones para que se abriesen por la noche, tiene el aroma de la madreselva junto al porche.

Después nos mudamos a un piso y mi madre compraba margaritas y lirios que conquistaban hasta el rellano de las escaleras. Me contaba que, de recién casados, mi padre le regalaba flores todas las semanas y yo comencé a pedir flores para mis cumpleaños. Me aficioné a la florista de la esquina y bajaba a por una flor para un regalo o para sorprender a Ana en el día del libro. Ana y yo nos regalábamos flores en aquellas fechas junto con un poema. 

Cuando viajo y descubro plazas con quioscos blancos preñados de flores en barreños azules, no puedo evitar fantasear que me regalan uno de esos manojos atados con gomas verdes, así, sin arreglar ni nada, sin afear con el verde del relleno, sin evitar que todo se concentre en el color de los pétalos. Fantaseo, digo, que uno de esos manojos llega a mis manos aunque sólo vaya a estar una noche en la ciudad, aunque no tenga dónde ponerlo a dormir en la habitación de hotel, aunque no imagine cómo llevarlo luego en el coche. Pero es uno de esos sueños tontos y románticos que se tienen desde niña -y también por ser niña-. Así que siempre miro los quioscos de flores como con envidia y proyecciones de futuro, esperando que se despierte el instinto que me diga "es hoy, hoy pasearás con tus flores". 

Por eso, aunque la sensación no sea, ni mucho menos, la misma, hoy volvía a casa con sonrisa renovada después de haber pasado por el supermercado y por el puesto de flores de la plaza. Volvía sonriendo porque al comprar flores a última hora -eso lo descubrí en Londres- te rebajan el precio, y porque los lirios y las margaritas me iban inundando las manos con su olor a verde. 

Ahora están sobre la mesa, así, tal y como salieron de sus cubos, con algunas flores aún sin abrir, haciéndome habitable y perecedera. Inventándome caprichosa. 

martes, 21 de septiembre de 2010

¿quién recuerda Lobo?


¡¡Quedó finalista en el certamen literario al que lo presenté!! Estoy que me subo por las paredes. No hay premio, no hay publicación... pero saber que mi trabajo ha sido reconocido... ¿alguien es capaz de comprender cómo me late el corazón justo ahora?