El secuestro, al que me somete Carmen este fin de semana, tiene como premio escucharla en concierto y reencontrarme con Ana. La cosa es que, lo que se presentaba como un fin de semana de locura, se convierte en un tiempo para las confesiones, por eso las casi cuarenta horas de nuestro viaje desembocan en seis horas de conversación en un coche con Carmen y en seis horas de conversación con Ana por una ciudad lluviosa.
Me gusta descubrir la luz en las personas, mi yo de narradora tiene la obsesión por desentrañar los misterios de los demás y como Carmen ha despertado mi curiosidad desde el principio, su propuesta desquiciada de un viaje sin preparar se convierte en una oportunidad perfecta para saber quién es o quién puede llegar a ser. Las personas somos casas llenas de puertas sin abrir, podemos ver cómo es la casa por fuera, cómo son los pasillos, los rellanos de las escaleras, descubrir cómo incide el sol sobre las paredes... pero para entrar en esos cuartos, necesitamos permiso y palabras. Hay quien es incapaz de abrir siquiera la puerta de la despensa, hay quien sabe llevarte a los cuartos que está preparado para mostrar. Carmen me guía y me pide disculpas por sólo pasear por los pasillos de mi casa.
Con algunas personas tengo la necesidad de escuchar y de no decir nada. Con otras tengo la necesidad de hablar hasta el aburrimiento sin ser capaz de escuchar la menor señal.
Y Ana necesita que hable. Ana necesita abrir mis puertas, comprobar que todo sigue en su sitio, justificar sus recuerdos, entender el vacío de los sótanos, la luz de la buhardilla, descubrir dónde he dejado sus cosas. Ana irrumpe en mi casa con su pragmatismo y, poco a poco, va preguntando. Va preguntándolo todo. Se merecía más de una explicación.
-Lo bueno de ti -me dice mientras nos diluvia y los paraguas nos enmarcan la panorámica de una ciudad en domingo- es que lo analizas todo y eres capaz de verbalizarlo, eres capaz de llamar a las cosas por su nombre aunque te tiemble la voz.
Sabe que hoy puedo darle las explicaciones que se merece y, por eso, ha esperado con una paciencia abrumadora a que yo estuviese preparada para hablar. Además, al responder, ocurre la magia de las palabras. Renombro el mundo, lo reordeno de manera gramatical, lo reconozco. Me reconozco -aunque no todo lo que vea sea de mi agrado ni lo vaya a cambiar a día de hoy-. Con Ana hago inventario de la emoción y recuerdo lo que me dice siempre: "te hago bien, yo te hago bien".
El viaje en sí me hace bien. Escuchar a Carmen. Venderme a Ana. Dejar que la música recorra los rincones prohibidos a las palabras y que la lluvia me empape los zapatos. El viaje me acerca a saber quién soy, aunque tenga claro que en el momento en que me alcance, volveré a desaparecer.
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