Siempre me han gustado los mercados, esa explosión de colores y olores llenos de promesas que parecen querer atraparte. Hace más de un año, quizá casi dos, que Nacho yo decidimos abandonar las compras en los grandes supermercados. Quizá la palabra abandonar sea demasiado exagerada, quizá venga mejor la palabra reducir.
Una mañana de sábado descubrimos el placer de peregrinar de la frutería a la carnicería y de allí a la pescadería y la panadería. Hay un dibujo en la ciudad trazado por nuestros paseos para hacer la compra, acompañados del carro o las bolsas de tela que guardamos en los bolsos. Es como una suerte de camino iniciático en el que nos vamos entregando a la idea de los platos que realizaremos con todos los tesoros con los que nos vamos haciendo. Recorremos las calles hablando de posibilidades, entramos en los negocios dejándonos sorprender por la belleza de un atún recién traído, por la maravilla de un gigantesco pan de pueblo o el color de una berenjena gigantesca.
Me gusta el sonido de cueva que dibujan mis manos en el saco de las nueces cuando intento agarrar grandes puñados y la ilusión casi infantil cuando llego a la frutería y deseo comprar las piezas por sus brillantes colores o por sus texturas. Hay un algo festivo en comprar especias al peso, en desechar las bolsas de plástico para llevar a puñados los tomates, los plátanos, las espinacas abrazadas al pecho. Hay un algo de triunfo cuando volvemos a casa con la imaginación repleta de recetas posibles.
No somos exagerados. Compramos lo que vamos a consumir y no malgastamos el dinero en mil chirimbainas que luego dan vueltas por el frigorífico. Últimamente nos encanta la cocina de aprovechamiento que tan originalmente desarrollaron nuestras abuelas y bisabuelas. Nos encanta que un puchero dé para croquetas y también para sopa.
Nacho se ha convertido en un cocinero genial que utiliza las frutas y verduras solteras del frigorífico para hacer pollo al curry, consiguiendo que todos los invitados repitan. Cuando vuelvo a casa del trabajo, voy imaginando qué habrá mezclado en los fogones, si habrá seguido alguna de las ideas que tuvimos o habrá inventado algo nuevo -mezcla de dos recetas que olvidó, porque no tiene memoria gastronómica, pero sí mucha intuición-.
Hemos descubierto una forma especial de amar que sucede en la cocina. En estar los dos pelando fruta con la cebolla al fuego, en hacer un zumo, en charlar mientras fregamos los platos o colocamos la compra en la despensa. Hay en la comida una forma de decir te quiero que ataca a los instintos más básicos del cuerpo. Por eso a veces, antes de dormir, le digo que lo quiero chocolate o arroz con leche o jamón serrano.
Y él me entiende, porque viajamos y visitamos museos y supermercados, parques y restaurantes con la misma devoción. Me entiende porque cuando hace una receta a mi manera o me espera liando croquetas si llego de noche por culpa de una reunión en el instituto, me está diciendo también te quiero.
1 comentario:
Qué bonitos los pequeños detalles!
Obras son amores...!
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