A este lado del mundo el otoño sólo llega en la fruta y en la luz. Cuando ves chirimoyas en las tiendas, sabes que algo está pasando con las estaciones más allá del mar. Pero aquí no se caen las hojas, no bajan las temperaturas, no sacamos las rebecas del armario.
Creo que mi luz preferida del año es la del otoño, que se filtra naranja y cruzada hacia las paredes del salón o trepa hasta mi almohada en el dormitorio cuando Nacho sube la persiana. La luz de otoño recorre el pasillo hasta la cocina y se estira en las estanterías como un gato perezoso de colores cálidos. Hay algo dramático en esta luz, algo teatral en cómo incide en la cara vista de los objetos, dejando al capricho de las sombras lo que no alcanza.
Las sombras también son de otoño. Aparecen antes por las tardes y se alargan en la terraza hasta que alcanzan nuestro pino. Son las dueñas de la cocina desde medio día, obligándonos a lavar los platos con la luz encendida. Son sombras que invitan a encender una vela en el pasillo, a amar la luz sobre las cosas.
Me gusta el otoño que inaugura mantas. El tiempo me invita a una revolución más dulce que la de la primavera. La casa es más hogar de alguna forma. El sofá es más cómplice, la costura más agradecida. Ponemos la radio por las tardes y el tiempo se alarga y multiplica. Rescatamos recetas que habíamos desterrado por culpa del calor y vuelven las calabazas, las quichés, el horno con toda su fuerza, los bizcochos y los frutos secos. Benditas sean las dietas del otoño y las lecturas de poesía al atardecer.
Anuncian lluvias para el fin de semana, así quizá podremos fingir que el otoño llega también en un frío dulce que invite a los abrazos.
1 comentario:
Me encanta leerte porque me hace creer en un mundo más sencillo... qué cosas...
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