Marta quiere ir a la playa para volver a Madrid morena y alegre, por eso decido llamar a Chica y dejar que nos lleve a descubrir cualquier rincón de los que él ya haya conquistado, siempre con la promesa de acabar con una merienda de yogur griego con fruta y cereales.
Acabamos en la playa de la araña, donde perdemos todo el glamour por culpa de las piedras y observo a Marta nadar, blanca y divertida, hacia los lugares del mar que nunca ha visitado porque es una cobardica. "Nunca había nadado tan hondo", exclama sorprendida, temerosa y dulce cuando siente sus pies aletear lejos de la orilla. Después nos sentamos donde rompen las olas, elegimos tesoros, me divierto viéndola coleccionar restos pequeños de azulejos porque quiere imaginar cómo serían. Chica y ella se ven radiantes tan cerca del mar y es un regalo compartir el rato con ellos, aunque comencemos a pensar que la playa debería haberse llamado "la rata" por ciertos individuos de cola larga que se mueven entre las rocas lejanas...
Tras la consabida merienda viendo pasar gente moderna por el paseo, Marta y yo volvemos a casa para preparar la cena francesa que compartiremos con Juan y Leticia para celebrar el santo de Marta. Crepes, vino, queso y paté de Francia, uvas y velas en la terraza de casa mientras hablamos de proyectos, de recuerdos y de Juan pequeño. Me gusta sentir que están en su casa, ver cómo Juan y Leticia se mueven por las habitaciones sabiendo qué hay en cada mueble, dónde encontrar tal cosa, dónde hace más fresquito o cuál es el mejor rincón para hacer una fotografía de grupo.
La estúpida teoría sobre el cajón de melocotones llega con el fin del día, cuando ya la casa está en silencio y planeando irnos a dormir. Marta y yo comenzamos a descubrir gigantes. Por eso se acurruca junto a mí en el sillón, pequeña, racional, confundida. Y yo siento que como el sastre del cuento voy a enfrentarme desarmada, sólo con mi amor, a sus malvados enemigos. Porque cuando tienes un cajón lleno de melocotones pasados y metes melocotones nuevos, al principio parece que todo va bien, pero después los melocotones podridos van echando a perder todos los demás y, al final, sólo estás tú con el doble de melocotones pochos y unas ganas enormes de llorar.
Marta debería tener siempre melocotones naranjas, brillantes, jugosos y en su punto. Así que me voy a la cama preocupada por los kilómetros, su corazón y su miedo, preguntándome cómo haríamos para que la pequeña cajita donde duerme, vuelva a llenarse de luz.
Marta debería tener siempre melocotones naranjas, brillantes, jugosos y en su punto. Así que me voy a la cama preocupada por los kilómetros, su corazón y su miedo, preguntándome cómo haríamos para que la pequeña cajita donde duerme, vuelva a llenarse de luz.
1 comentario:
Todos tenemos la piel del corazón como la del melocotón, terciopelo que hayque cuidar...
Saludos y un abrazo.
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