Marta está dormida. Ayer le dije que tenía derecho a despertarse tarde, tardísimo. Está cansada y hermosa. Sus rasgos son dulces y perfectos mientras me cuenta, con el ceño fruncido, algunas anécdotas. Llegó con su trenza en el lado, la última en el tren, arrastrando su maleta y el duermevela, clamando por un bocadillo cualquiera porque había olvidado llevar nada para cenar.
Me hubiese gustado preparar la casa. Poner un cartel en la puerta que dijese "bienvenida", arreglar su lado de la cama con especial esmero, tener lista su cena preferida y un postre increíble. Pero el día ha sido largo y cansado. Antonio y Alicia se han ido después de un largo almuerzo con trivial y he terminado de limpiar a las diez y media de la noche. Así que cuando Marta atraviesa la puerta de casa no hay nada especial salvo mi mal humor por el cansancio.
La recibo con besos y abrazos, pero en cuanto estamos sentadas me doy cuenta de que tengo un humor horrible. Doy respuestas rápidas y soy tajante. Imposible debatir, dialogar, conmigo. Así Marta no va a contarme por qué su voz enciende mis alarmas de preocupación por el teléfono. Le pido disculpas y me sonríe con cariño.
Antes de irnos a la cama, la escucho recortada a la luz de la luna, con la sombra del balcón oscureciéndole la boca, su piel pálida brillando con una claridad casi mágica. Me doy cuenta de que me alegro de que esté aquí de una modo infantil y a la vez sereno, como si la casa no hubiese estado completa hasta que ella no llegase con la botella de vino de Francia y el queso.
Ahora Marta está dormida. Se acurruca como una niña eterna. Y yo ya estoy nerviosa, aguardando en silencio a que se levante, para prepararle un fantástico desayuno que compense mi cansancio gruñón.
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