Soy el número 1000 aproximadamente en una lista de 2000 personas que no conozco. Valgo nueve puntos y no sé si eso, en este caso, puede considerarse sobresaliente. Tampoco sé si estar en medio de una lista interminable de nombres y datos tiene vistas al mar o está perdido en la montaña, no sé cuántos metros cuadrados son, ni los kilómetros que alcanzo desde esta silla negra hasta el futuro impreciso, que se dibujará a final de marzo. Pero miro la moleskine japonesa que me regaló Javi el día de reyes y me apetece tener las tardes libres para dedicarlas a dibujar.
Hoy he comprobado que el sol sigue existiendo y que la curiosidad tiene un precio demasiado alto si acabas de despertar.
No sé lo que significa ser ese número y el resfriado me tiene alejada de la literatura, encerrada contra una montaña de exámenes por corregir, pero tengo los ojos cargados, o así me convenzo cuando vuelvo a perder el tiempo como ahora.
El café no sabe a demasiado y las cinco de la tarde se acercan señalándome con su dedo acusatorio. Cuando vuelva la luz y las tardes sean más largas, cuando todo comience a construirse –ahora me siento como cuando Nacho me habla del universo, porque me ha parecido mi vida un puzle increíblemente gigantesco de minutos por vivir en movimiento-, ¿dónde estaré? ¿con qué rincones soñaré? ¿cómo se habrá repartido nuestra suerte?
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