Recuerdo cuando Eugenio me hablaba de los libros de piscina, de los libros que eran para el verano por ser ligeros o divertidos o lo que normalmente se tilda de mala literatura o literatura comercial. Desgraciadamente nunca he sido lo suficiente intelectual como para leer únicamente buena literatura, de hecho creo más bien que soy una lectora increíble de literatura de segunda. La verdad es que, simplemente, no me gustan las distinciones. Recuerdo también aquel debate en clase: "¿Quién decide lo que es buena literatura?" -creo que me estoy desviando del tema-. Lo que quería decir es que, para mí, la única división que existe es la del placer, es decir, el que un libro me guste o no me guste, lo haya escrito quien lo haya escrito.
Es curioso que normalmente no me gusta leer el nombre de los autores, no me gusta saber quienes son ni los pormenores de su existencia. No suelo recordar los nombres de los escritores de las novelas que leo, aunque es difícil para mí olvidar un título. Sé que es una crueldad indecible y que peco incluso contra mí misma, pero ésta es la que soy.
En verano los libros encuentran cualquier momento oportuno para llamarme la atención y hacerme curiosa. Especialmente me gusta leer a la orilla del mar -sé que muchos me odiarán por estar presumiendo de este modo de mi nuevo destino, pero cuando se cumple una expectativa, simplemente se comparte la alegría-, pero también por las mañanas: despertarme, estirarme, llegar con los ojos todavía semicerrados al salón, abrir la ventana, ronronear en el sofá y abrir la novela de turno hasta que mi cuerpo entero pide café. Es un placer tan sencillo...
Recuerdo las horas en el sótano de la casa de mi infancia leyendo Los cinco para sobrevivir al calor de la siesta antes de la piscina. Hay títulos de novela que me evocan un momento determinado, un lugar determinado del mapa, como una canción que suena y me transporta a cualquier curva de la carretera.
Leer en vacaciones supone que no tienes que consultar el reloj para acostarte a una hora decente, que no tienes que sentir el libro en el bolso latiendo nervioso durante las clases, que no tienes que mendigar cualquier rincón del tiempo para acabar ese párrafo que has dejado a medias. Leer en vacaciones supone también que junto a mi toalla vaya siempre una novela, un libro de poesía y mi moleskine, los tres amores que se me clavan en las costillas mientras enfilo mi camino cuesta abajo bajo el sol, rumbo a la sal.
Leer en verano es como que todas las cosas estén donde deben estar, aunque suene a tontería.
1 comentario:
Yo cada día leo menos.
Los cinco me los leía de peque también. ^^
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