Este año no sabía muy bien qué regalar a Marta por Reyes. Siempre buscamos hacernos regalos que tengan mucho de manufacturado y yo, últimamente, le regalaba poesía. Pero la campaña poética me salió tan requetebién que Marta ha comenzado a comprar sus propios libros de poesía, así que esa rama estaba totalmente agotada.
Por eso, aunque estaba diluviando, aunque tenía un algo de locura, decidí regalarle un MOMENTO.
Y el momento es una visita a Granada para perdernos en el Paseo de los Tristes, para encontrar unos baños árabes chiquititos en los que sentirnos dentro de Las mil y una noches.
Llegamos nerviosas al río y comenzamos a buscar la dirección. Callejeamos curiosas hasta que damos con un edificio grande en tonos tierra. Marta me abraza emocionada cuando esperamos nuestro turno en las escaleras. El vestidor de señoras es un sitio diminuto donde las dos, entre risas y desastres, conseguimos pasar física y psicológicamente del abrigo y la bufanda al desnudo y el bikini. Descalzas e inquietas, como absolutas novatas, descubrimos la primera sala.
La decoración cumple todas nuestras expectativas y, entre arcos de herradura, azulejos, piedra y mármol blanco, tomamos té de menta y miel mientras nos explican cómo tenemos que hacerlo.
Recorremos diferentes estancias hasta llegar a la sala templada.
Marta y yo nos miramos sin dar crédito observando cómo las columnas que sostienen los arcos se sumergen en una piscina rodeada de piedra y fuentes que la nutren en el silencio de los baños. Un corredor con bóveda salpicada de lucernarios geométricos, desemboca en otra fuente lejana, como un camino marcado por velas y candiles en la semioscuridad de las salas. Marta se suelta el pelo y sonríe sumergiéndose en las aguas templadas y tranquilas.
Respiro profundamente, todavía me cuesta trabajo relajarme, todavía tengo ganas de dar saltos de alegría dentro del agua.
Pasamos a la sala cálida, alargada y estrecha, con una piscina de poca profundidad donde nos tumbamos sobre mármol para cerrar los ojos y reposar tranquilas. Marta flota llena de grandes ideas y yo me pregunto con quién podría haber compartido este momento si no con ella. La miro y comienzo a encontrar la paz que necesito.
La sala fría es un grito silencioso donde por lo menos diez personas nos hacen un huequito en el pequeño aljibe. Abro la boca con asombro sin dejar escapar un sonido cuando el agua helada me conquista el cuerpo. Es increíble la sensación de comenzar tiritando y, después, poquito a poquito, ir encontrando la serenidad en ese agua congelada.
Descubrimos, tras repetir varias veces en las diferentes salas, la sauna. Creo que para las dos, el lugar favorito. El vapor, que olía a menta, me aislaba de tal manera que ni siquiera era capaz de pensar. Marta, entre la niebla, bellísima y pálida. Los demás como manchas difusas y yo… Vacía. Absoluta y totalmente vacía de mí, vacía de todo, de historia, de ruidos de vida… Me apoyé en la pared y me abracé las rodillas, perdiendo por completo la conciencia de dónde estaba. Y dejé de pensar, pero no para apagarme como hago cuando todo me supera y tengo miedo, dejé de pensar porque estaba en absoluta calma. Por primera vez en meses, quizá en años, por primera vez en paz.
A partir de entonces me costaba hablar. Marta seguía nerviosa y alegre. Yo sentía que las piernas no eran capaces de sostenerme fuera del agua. Como en otra tierra diferente a la mía, como desposeída de emoción, tumbada sobre el agua de la sala templada observando la bóveda y la luz.
Cuando la campana suenó anunciándonos que tenemos que irnos, Marta y yo dudamos si escondernos en algún rincón entre los arcos. Volver a vestirse, volver a ocupar los cuerpos con la vida, con el mundo, con la historia, me parece un acto cruel e intento terminar cuanto antes posible.
Nos hacemos una foto en la fuente de la entrada, todavía sonrosadas, con el pelo mojado y los abrigos recién puestos. Salimos a la calle y nos abrazamos, tranquilas y serenas entre risas tontas.
Nos ha encantado este momento. Nos ha encantado este regalo que nos hemos hecho.
Y para colmo, de nuestra pura alegría salió el sol y pudimos pasearnos, alegres y pánfilas, por los que ya son nuestros rincones de Granada.