Cuando Antonio se ofreció la primera vez para pasar un finde conmigo en mi nueva casa y que no me sintiese sola aquí, le dije que todavía no estaba preparada para recibir a nadie. No mentía. Supongo que de alguna manera, la cantidad de vivencias que experimenté en mi casa de Alcalá hicieron más difícil la marcha y, como sé que estoy aquí de modo temporal, no quería vivir nada especial en este hormiguero. En Navidad recibí a mi hermano y después acudió Marta. Poco a poco otro aire se respira.
Algo está cambiando.
Desde hace unas semanas me siento creativa, me siento diferente y eso hace que me apetezca compartir y ofrecer mi refugio.
La semana pasada invité a Chelo a cenar la noche del viernes, nos dio la madrugada compartiendo anécdotas e historias y, esta tarde de domingo, hice llamamiento oficial para tomar café y despertar la creatividad.
Los marcos baratos de IKEA ofrecen un sinfín de posibilidades y Sara, Chelo y yo, damos un uso nuevo a la mesa del comedor llenándola de lápices de colores, gominolas, té y chocolate.
La música suena tranquila y las velas dan ese toque mágico necesario en cualquier situación. Pintamos, cotilleamos, reímos, nos quedamos calladas largos ratos concentradas cada una en su trabajo, compartimos sin darnos cuenta una buena mezcla de recuerdos con sabor dulce y el reloj deletrea las horas sin que seamos conscientes.
Ha sido una buena manera de salvar la tarde del domingo y mi casa se va convirtiendo en hogar para que, cuando llene las cajas, no las colme sólo de cosas, sino también de momentos.
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