De pequeña me hacía pendientes de cerezas con mi madre. También me llenaba los bolsillos de cerezas para ir al colegio y jugaba durante horas con el hueso de la última en la boca. Me gustaba comerme una cereza y esperar al momento de hacerla explotar sobre mi lengua.
El año pasado volví a usar pendientes de cereza junto al mar y también en casa de Juan, cerezas que robaba de la mesa de la sala de profesores al pasar, cerezas de Ramón, cerezas de Alcalá y de árboles preñados de flores y puestos de carretera cuando copos blancos intentaban recordar el invierno durante la primavera y Marta en pantalón corto gritaba en el asiento del copiloto.
Esta mañana, como premio por no encontrarme demasiado bien, me regalé cerezas de la frutería que hay de camino a casa. La lleva un matrimonio que siempre intenta que me lleve cosas de más porque les hago unas cuentas ridículas con esto de vivir sola. Cuando me he despertado de la siesta, he lavado el puñado que compré y he puesto la música alta -Carmen Boza, un descubrimiento que me tiene robado el corazón- para continuar con la terapia de mimos.
La primera cereza despertó las acuarelas y, todavía dormida, comencé a dibujar sobre los papeles que siempre andan por medio. Vi que los árboles se movían y ahora el balcón se me ha colado en la casa mientras un montoncito de huesos pequeños se apila junto al ordenador y repaso el calendario.
Cualquiera diría que es martes.
2 comentarios:
la puta madre, entrar a tu blog me dio unas ganas increíbles de comer cerezas!
... y no se te olvide expresar un deseo al morder la primera cereza de la temporada... oooops, demasiado tarde...
Bueno, vale con otras frutas también
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