domingo, 6 de junio de 2010

sobre el concepto de la muerte y los que se van


La última vez que vi a mi tío fue durante aquella limpieza de primavera en la casa del campo. Después, como siempre, había escuchado hablar de él, de los perros, de sus idas y venidas. En el instituto me enteré por mis primos de que estaba de médicos. Bueno, supongo que no me termino de entender con la enfermedad, así que lo dejé en un apartado de mi imaginación. Mi abuela, mi madre, unos y otros me fueron diciendo: primero el hospital, después la vuelta a casa, otra vez al hospital... En realidad ha sido cuestión de días. Y al leer el mensaje esta mañana, mientras bajaba con Juan y Leticia de las Viñas, me he dado cuenta de que, de alguna manera, yo ya lo sabía.

Tengo una relación extraña con la muerte que comienza en las faldas negras de mi abuela Luisa mientras ella arrugaba un pañuelo de tela ribeteado en azul entre las manos. A veces culpo de todo a mi extraña facilidad para el olvido, porque desligo enseguida mis recuerdos del cuerpo extraño que anida en los cementerios, desligo enseguida de la realidad las huella que esa persona pudo dejar. Así, cuando murió la bisa, yo no sentí pena. Por lo menos no la sentí por mí.

Me cuesta mucho llevarle la contraria a la muerte, quiero decir, pensar que deberían haberse quedado un tiempo más conmigo. Imagino que cuando le toque a alguien más cercano lo asumiré de otra manera, creo que menos elegante. Pero la cosa es que a día de hoy, no puedo emocionarme con la ausencia.

No me duele mi dolor, porque no existe, me duele el de mi abuelo, cuando escucho su voz en el teléfono, cuando me indica que tengo que sentarme a su lado -siempre fui la favorita- y me agarra la mano con su mano arrugada llena de venas azules de príncipe. Me duele ese dolor hondo de saberse el más viejo de los cuatro, el que sigue sentándose, ahora solo, en el sitio de privilegio. Me duele el dolor de las ahora mujeres que me abrazan con una sonrisa -a las que no veía desde que tenía diez años- y se me rompen en gemidos en el pecho. Pero no me duelo yo, no me siento mutilada. ¿Entenderé este ritmo natural cuando sea otro el que se marche? ¿Será mi olvido tan certero? ¿Aullarán los perros sin dueño de mi tío otra noche más?

Los velatorios son ese sitio tan irreal, con aires acondicionados desproporcionados, que me embotan la cabeza con su halo surrealista de conversaciones manidas.

2 comentarios:

Vagamundo dijo...

conectados en directo, entre pausas de trabajo y más ajetreos, me he puesto al día con tus últimas "andanzas"...
Es el ciclo de abrazos y de adioses, dejar que quien se va se vaya, dejar que quien se quede, se quede enriquecido.
Desgraciadamente, hay distancias que la informática aún no salva.

Roberto dijo...

pufff...tu pensamiento me deslumbra, y me explico...

percibes perfectamente como sientes, tu mundo interior podrá ser caótico pero nos los presentas meridianamente claro y delimitado...

cuando pienso en la muerte y en el para siempre, me entra vértigo y ganas de gritar todo ese jodido para siempre...la ausencia es el dolor silencioso

un beso...un maravilloso placer leerte