El año pasado nos quedamos a siete kilómetros. Mientras conducía esta vez, con Chelo a mi lado, buscaba la curva exacta donde decidimos que ya no se podía esperar más. Pero esta vez no iba a pasarnos, porque era temprano, porque me apetecía muchísimo desquitarme y porque el pensamiento positivo transforma el mundo.
Llegamos cuando está anocheciendo y nos hacen aparcar en el último rincón del mundo entre pinos y arbustos secos. Así que volvemos al pueblo paseando cuando la luna es una línea delgada sobre las montañas y las primeras estrellas comienzan a asomar para cumplir deseos. Chelo y yo vamos muertas de risa inventando situaciones mientras hacemos tiempo para encontrarnos con Héctor, Manolo y Marta -de nuevo no mi Marta-.
La luna mora se celebra en un pequeño pueblo de la sierra apagando las luces y dejando que sean las velas las que iluminen los caminos. Además, un mercado medieval se hace con las calles del pueblo y el cuscús, el té moruno y los dulces conquistan los rincones de las carpas árabes. Para hacer tiempo, visitamos distintos puestos y me hago amiga de un hombre que vende cariocas. En la mudanza tuve que decidir tirar mis viejas cariocas -las primeras que tuve y que compré también en un mercado medieval-, porque se habían podrido. Así que, como lo veo bailando unas de luz, me acerco a darle conversación y a preguntarle precios. Para horror de Chelo, que es la discreción personalizada, acabo probando un par de cariocas de tela en medio de un corro de gente. ¡Casi había olvidado esa sensación!
En ese momento llegan los demás y comenzamos nuestra visita a las diferentes callejuelas. Todo está revestido de una magia única que convierte a la noche en un escenario perfecto. Paseamos con la boca abierta, al arrullo del olor de los jazmines y las velas, entre puestos llenos de dulces y regalos. Va creciendo la sensación de que podría pasar cualquier cosa en ese decorado genial.
Como el hambre apremia, acabamos cenando en un patio decorado con telas y pañuelos, con una mujer preciosa bailando danza del vientre. Después desandamos lo andado y nos sentamos en la calle para tomarnos un crepe de chocolate y plátano y un té. Son las tantas y el cuerpo no se queja. De pronto, caigo en la cuenta de que mañana por fin será sábado, un sábado único -ya comenzado el trabajo-, y en que la sensación de irrealidad me sigue acompañando.
Bebo el último sorbo de té y observo a la gente, a los que pasan y a los míos. Qué difícil se me hace a veces asumir la felicidad más sencilla como real, cuando la magia me crece por las rodillas aguanto la respiración esperando que algo la haga explotar. Pero no, entre las velas y la música, no voy a permitirme esos desvelos.
2 comentarios:
El pensamiento positivo transforma al mundo... Si
Saludos y un abrazo.
Ese pueblo que dices se llama Guaro.un pueblecito de malaga
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