jueves, 22 de septiembre de 2011

más vale tarde...


El fin de semana pasado tuve la suerte de pasar algunas horas con mi familia para la celebración del cumpleaños de mi abuela. Después de disfrutar de mis padres y de mi hermano, nos fuimos en coche al campo. Al llegar, Javi y yo nos escondimos y todos pensaron que no participaríamos de la celebración. Entonces aparecimos y mi abuelo se puso a llorar emocionado. 

Es curioso lo sensibles que nos vuelve la edad. Recuerdo leer una novela en la que una abuela le explicaba esa sensación a su nieta, la de ser capaz de emocionarse con una facilidad pasmosa. Mi abuelo se emociona a la mínima de cambio y a mí me parece entrañable. Sobre todo me parece entrañable que guarde ese rincón secreto  para mí, que con los demás sea un absoluto cascarrabias y se derrita si le cuento mis historias, inventándome cien mil anécdotas para darle qué pensar. Los niños, que siempre lo miran como a un ogro, me observan sorprendidos al pasar, porque estoy sentada con el viejo que les grita y parezco feliz. Así que juegan con el primo Javi mientras yo continúo mi discurso. 

A la hora de comer comienzan las carcajadas. Aunque nos pasen cosas regulares, mi familia es una familia feliz que siempre está dispuesta a reírse. Javi es un mago en hacernos reír a todos y mis tías le celebran cada anécdota, además los niños se crecen junto a él poniéndoselo fácil. La abuela brinda porque lleguemos a tener sus años y también recibo un cumpleañosfeliz por adelantado. 

Tomo algunas fotos con la cámara y, al mirarlas, me parecen irreales. Hay un segundo en el que tengo la sensación de que esta situación ha sido siempre así y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos, que no envejeceremos, que nadie se perderá, que continuaremos juntos riéndonos como en las imágenes. Después la realidad me da vértigo y me abrazo a Carmen, que durará más que yo. 

En la piscina jugamos a hacer fotos y a las sirenas y a pescar con palos y cañas, hasta que llegan Luis y Vero para arreglar el mundo mientras se nos hace de noche y no nos damos cuenta de nada. 

Son horas. Quizá no llegan a 48. Pero son ricas, completas, felices. Hasta los últimos segundos de café y recetas en la cocina de mi madre, hasta el segundo que mi padre me explica el funcionamiento de la impresora o corro para montarme en el coche. Felices. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

q linda!