lunes, 30 de mayo de 2011

la terraza


Una de las cosas que tenía pendiente era adecentar la terraza para recibir al buen tiempo con largas sobremesas, con meriendas y cenas al arrullo de la brisa frente a los árboles del zoo. Pero Mr. Pereza seguía rondando la casa haciéndome dejarlo todo para más tarde. Las macetas merecían ser podadas, había que barrer y limpiar la mesa y las sillas, aspirar el polvo, recoger las hojas secas y colocar cada cosa en su sitio después de haber pasado el invierno refugiados de la lluvia, pero nunca era la ocasión. 

No hasta hoy, que quiero recibir al buen tiempo contigo y con batido de helado de chocolate y plátano y galletas y proyectos de cines de verano. Entonces me hago con toda mi energía y barro, aspiro, podo, riego, lleno cubos de agua, limpio y adecento. En media hora lo he hecho todo y me siento estúpida por haberlo dejado durante tanto tiempo cuando el esfuerzo era mínimo. Con el pelo recogido y la satisfacción de un trabajo bien hecho, me apoyo en la pared mirando las macetas, las flores que han sobrevivido tanto tiempo y que brillan bajo esta luz. Miro los árboles ondear y el silencio de la tarde. No me hago ninguna pregunta. Sólo contemplo. 

Es algo nuevo que estoy aprendiendo a hacer: contemplar. Contemplar el mundo, contemplar el tiempo, el lunar junto a tu ojo, mis uñas largas, la trayectoria de mis dedos y los pájaros, el rincón que me pertenece, a ti. Contemplar sin juzgarvalorarpreguntarcomparardecidirasumirdistinguiraceptar. Sin buscar mi rincón en el mundo más allá de ahora, de ya. Con la máquina quieta. 

Los monos del zoo nos están mirando, piensan que somos seres humanos. 

sábado, 28 de mayo de 2011

mr. pereza


Mr. Pereza dice que no pase la aspiradora, que coma cosas congeladas, que friegue los platos sólo cuando formen torres, que no recoja la ropa porque no se ha secado, que no ponga ni una lavadora y deje de hacer la cama. También quiere que los libros se apilen en las mesas y que los proyectos se queden sin hacer. Dice alto: 

-Querida, es sábado.

Y yo agarro mis ganas de renunciar al movimiento y levanto un pie, y después otro, y arrastro mi cuerpo acostumbrado tras la aspiradora, despertando. Abro las ventanas, descorro las cortinas, escucho el suavizante y me mojo las manos. Pongo sábanas limpias que huelen a mi casa y reflexiono sobre las limpiezas de primavera. Es la primera vez que voy a vivir más de un año en el mismo lugar. Siento como si el juego se hubiese acabado, como si por fin me hubiese hecho mayor.

Cambio ropa en los armarios, porque llegará otro invierno a alcanzarme aquí. Y hay macetas que han vivido once meses conmigo. La sensación es vertiginosa y a la vez feliz. Pienso en mi tía Mari, en los niños, muchos días mientras deambulo entre mis cosas, ella es una heroína para mí, como Lourdes, como mi madre, como mi abuela. Como todas las mujeres que me han precedido en esta línea extraña de repeticiones, de valentía silenciosa, de conquistas y derrotas. 

martes, 24 de mayo de 2011

el día que salvé una mariquita


Cuando dices que podríamos ir a la Playa de los Alemanes me pongo tan contenta que tengo cinco años. Y cuando escribo a Chelo para contárselo, me responde que cómo iba yo a perdonar el primer baño de mayo. 

La cosa es que he ido a la playa varios días ya. Con mayor o menor éxito, pero es allí, entre el faro y las rocas, donde el océano me llama con más fuerza y puedo lanzarme a sus olas. Casi no me da tiempo a deshacerme de la ropa para correr a la orilla y mojarme el pelo.

No contento con mi felicidad, el mar tenía otro regalo, y es en mi segundo baño cuando lo descubro al sacar la cabeza del agua y ver una diminuta mariquita flotando a la deriva. Primero pienso que debe estar muerta, pero después decido que aún quiero cogerla porque brilla al sol roja en medio de lo azul. Al alzarla entre mis manos comienza a andar. 

En ese justo instante soy dueña de un milagro. Y las dos, ella tan pequeña y yo, nos tumbamos al sol para secarnos. Se queda mucho rato allí, entre mis dedos, moviendo sus patitas y abriendo tímidamente sus alas para que la luz las despegue. 

De pequeña hacía casa a las mariquitas en cajas de cartón y siempre me parecieron, entre todos los bichos, algo así como diamantes. Por eso pasé el día muy contenta con mi mariquita y el sol, con la arena en el pelo, con Silvia y contigo. 

martes, 17 de mayo de 2011

el extraño hombre que sostenía la plaza con sus guantes amarillos


Cacé la imagen de un hombre delgado y alto, extremadamente pálido, de pie, firmemente de pie, en el centro de la plaza de la iglesia, con su pelo rubio desgreñado y sus ojos enormes clavados en algo. Está ocupando el eje de la plaza, pero no es el foco de ninguna mirada. Viste una camisa de cuadros en tonos rojos y verdes, de manga larga, con el botón de arriba desabrochado, estrecha y sujeta por la cintura por un pantalón de chándal gris. Un pantalón de chándal gris atado demasiado alto sobre la camisa, un pantalón de chándal gris que reafirman unos calcetines blancos sobre la pernera, alzados ridículamente como colofón a unas zapatillas blancas de deporte. Reparo en él nada más llegar a la plaza, al principio me parece que sostiene unos plátanos en la mano, pero cuando me fijo mejor descubro que son unos guantes amarillos de dedos anchos. 

Y está ahí, detenido, como si fuese el elemento a señalar de una lista de sujetos idénticos, el elemento extraño, el material que no hace juego con el conjunto. Hierático, aunque curioso, en el que debería ser el centro de todas las miradas, pero un niño corre con la bandera de España en la espalda y reclama la atención de las familias, los ancianos, los turistas. No el hombre pálido, el rubio y desaliñado hombre pálido de los guantes amarillos que sostiene la plaza. 

No detengo mi paso, pero de reojo intento percibir cualquier movimiento en él. Me dirijo hacia la salida peatonal del aparcamiento para observarlo tras el cristal, pero gira casi imperceptiblemente la cabeza en mi dirección y me da miedo inmiscuirme así en la intimidad de un hombre tan extraño. El tiempo que tardo en cruzar el paso de peatones es suficiente para barajar la posibilidad de que sea un asesino en serie, un científico loco, un viajero en el tiempo o un extraterrestre en misión de reconocimiento. 

Voy pensando en que escribiré sobre él, sobre sus ojos saltones y su piel transparente. Entro en el cajero automático y me entretengo con las operaciones pertinentes. Alguien cruza frente al cristal, un matrimonio de ancianos, atraen mi mirada. Tras ellos, en la plaza, pero ahora justo frente al cajero, bajo el gran árbol, el extraterrestre, mi hombre extraño, ofreciéndome su perfil izquierdo, permanece mudo y quieto a doscientos metros. 

Lo busco con la mirada cuando salgo del banco, pero ha desaparecido. No sé por qué creía que lo encontraría al doblar la esquina y, durante un tiempo, vuelvo mi vista hacia atrás por si lo reconozco al fondo de la calle. Pero ha desaparecido. Cuando, de vuelta de mis tareas, atravieso de nuevo la plaza, él ya no está allí. Quizá ha vuelto a su planeta, a su tiempo, a su quehacer. Como yo. 

viernes, 13 de mayo de 2011

excusas perfectas


El lunes viajamos con los alumnos, bajo la excusa de la visita a Baelo Claudia, a la playa de Bolonia. Los chicos vieron las ruinas como alma que lleva el diablo y, antes de que me hubiese dado tiempo a ponerme las sandalias, ya se habían metido en el agua helada del Atlántico. 

Las playas de Cádiz me enamoran y, al pisar la arena, no pude evitar reconocer los detalles que me hacían conectar ese momento con aquel atardecer, después de la playa de los alemanes, de cometas, molinos y anécdotas contigo, Juan, Leti y Marta. Pero aquel día, quizá por la posición del sol, me perdí las dunas magníficas que descubrí el lunes. 

El primer viaje-expedición a lo alto de las dunas me pilló desprevenida y perezosa, así que me quedé charlando con Belén a pleno sol, lidiando con el viento, haciendo intentos de mojar los pies que se encogían en el agua helada. El segundo intento, el de después del café de la tarde, lo propuse yo. Pero antes, decidimos llegar por una vereda a lo alto de las rocas para ver romper las olas infatigables. Durante todo el trayecto, al tiempo que no podía evitar sentir el dolor en los pies descalzos, un pensamiento golpeteaba mi cabeza sin parar: "el mundo es un milagro". La fuerza de la luz, del agua, del viento, de las plantas desconocidas que crecían en las laderas, imponían a todo un aire sagrado. Podía ver a Dios en los detalles y en el conjunto. Aunque también podía ver al hombre, y eso me entristeció. Pude ver al hombre en cada una de las latas, bolsas, papeles, botellas, cuerdas, maderas... abandonados entre las aguas, las plantas, las rocas.  El hombre y Dios. 

Después mis pies sintieron la arena tibia y mullida subiendo la ladera hacia la cima de las dunas. Me sentí el Principito en medio del desierto, buscando un pozo, siguiendo huellas, percibiendo el sol parpadeando sobre el amarillo tenue, el marron apagado. El sol como un punto. Y yo como una sombra gris en mitad de la nada. Una nada que, al volver la vista, conducía al mar. Creo que, al igual que en aquel momento no fui capaz de encontrar las palabras, ahora me resulta también imposible. 

Pero mi corazón se sintió limpio en esa arena, en ese mar, en ese viento constante que zumbaba en mis oídos. 

jueves, 5 de mayo de 2011

aristóteles, diego y yo


Leo que estamos teleológicamente destinados a la felicidad mientras comparto cuarto de castigo con Diego. Yo estoy allí porque en la sala de profesores hay demasiado jaleo y, al pasar buscando un sitio tranquilo, su concentración me ha invitado a quedarme. Él está allí porque peleó con un compañero y se llevó un buen bocado en el pecho. Noto que se alegra de que me siente con él. 
 -¿No te aburres todo el día solo haciendo deberes en el despacho? -le pregunto cuando hemos pasado un rato en silencio. 
 -No, seño -responde muy serio-, aquí me concentro, en clase a veces me da sueño. 
 -A lo mejor un truco para que no te de sueño en clase -pruebo muy convencida- es que repitas en tu cabeza cada palabra que dice el profesor. 

Nos quedamos los dos en silencio. Diego mira hacia algún lugar perdido y yo me siento estúpida. Me gusta Diego, aunque generalmente me saca de quicio porque es muy muy pesado en clase. Últimamente me he dado cuenta de que sus compañeros no lo quieren demasiado. 
 -Gracias, seño -me dice por fin y muy serio vuelve a sus deberes. 

"Gracias, seño"... Escucho esas palabras muy pocas veces. Me dan ganas de ponerle un diez y darle un abrazo. Vuelvo a los apuntes de filosofía y él me pregunta de vez en cuando alguna duda ortográfica o léxica. Pasamos tres horas juntos trabajando callados. 

Al final vuelvo a casa pensando que Diego está más cerca de su destino teleológico que yo. 

lunes, 2 de mayo de 2011

café de museo cerrado


Cuando terminados de comer cae el chaparrón del siglo y nos miramos desde los sofás sin saber muy bien cuál será el plan de la tarde. Todos queremos salir a la calle, a que nos dé el aire, a librarnos de la sensación de fin de domingo. 

Nuestro primer heroísmo es salir sin paraguas y Carolina salta emocionada sintiéndose una aventurera. Pero es que tenemos esperanza en que deje de llover. Bajamos alegres a la calle y enfilamos el CAC sin caer en la cuenta de que es lunes. Andamos animados entre los charcos, desafiando a la tormenta y confiando en que se vayan abriendo claros como los que vemos en el horizonte. 

El heroísmo se nos queda cojo cuando encontramos las puertas cerradas y nuestra tarde cultural pierde todo su brillo, aunque intentamos recuperarlo al descubrir la cafetería abierta. Somos los únicos clientes en esa sala de mobiliario blanco y mesas de madera. Tres cafés con leche contra la lluvia. Fotografías y anécdotas contra una tarde que se nos viene en contra. 

Pero no estamos dispuestos a rendirnos. Vamos a la biblioteca para ver si hay teatro. Cerrado. Vamos a la casa okupa del centro para ver si hay música o algún recital. Vacío. Vamos andando a la caza de algo que hacer para saciar nuestras ganas de convertir la tarde en algo más que la sombra de un domingo, sin darnos cuenta de que ya lo estamos haciendo por el simple hecho de estar juntos, de estar riéndonos de los rincones del mundo, de tomar extraños batidos en una terraza porque ha dejado de llover. 

Los charcos han desaparecido cuando nos despedimos. Las nubes comienzan a abrir. Estamos estúpidamente contentos a pesar de que mañana ya habrá trabajo... Cuando vuelvo conduciendo a casa me digo que quizá sí que hayamos salvado algo.