martes, 18 de septiembre de 2012

el personaje del escalón


Los comienzos de curso siempre llevan de la mano un incremento de mi vocación de maruja. Así que hago mil cosas en la casa por las tardes. Me vuelvo loca entre lavadoras, paso la aspiradora como si no hubiera mañana, se me ocurren redecoraciones o le dedico tiempo extra a mis macetas. Ayer, entre tanta vorágine de ama de casa, salí a la compra a última hora. 

En un escalón cerca de casa, que por las mañanas es una empresa de ascensores, había un hombre negro sentado al lado de lo que parecía un paraguas malva. Aparentaba tener mi edad y parecía atlético. Imaginé que de pie era igual de alto que yo. Como no puedo dejar que mi imaginación vuele descontrolada, mientras que me dirigía al supermercado, le iba inventando una vida. 

Después, con las compras, me olvidé de mi personaje y me concentré en una canción que no salía de mi cabeza. Como llevaba el pelo húmedo me sentía fresca y relajada. Me había puesto un vestido para marcar la diferencia entre la jornada laboral y mi descanso. Iba absolutamente absorta cuando, al regresar a casa, en la esquina de mi calle, vi a alguien de pie mirando a los lados, como cuando se espera algo. Descubrí emocionada que era el mismo hombre negro del escalón. Miraba su reloj cumpliendo todos los tópicos disponibles y, efectivamente, era sólo un poco más alto que yo y muy proporcionado. Llevaba unos pantalones marrones claros y una camiseta blanca de rayas. Me alegró volver a encontrarme con mi personaje porque quizá recibiese nuevas pistas sobre los motivos de su espera.

Me crucé con él, aguantando las ganas de saludarlo -suele pasarme que, al inventarme la vida de la gente, me creo que ellos me reconocerán como narradora y se me olvida que no saben nada de mí y que no debo hablar con desconocidos-, y me encaminé a mi casa pasando por el escalón. Allí aguardaba el paraguas malva, que resultó ser un precioso ramo de flores. A su lado había una lata de cerveza. Yo había tardado media hora más o menos en comprar y él seguía allí, no se sabe desde cuándo, esperando con un inocente ramo de flores. 

Mi personaje cobró nuevas dimensiones. Imaginé que había comprado la lata aburrido de esperar. Imaginé que ella era rubia y extranjera. Imaginé que pensaría que el ramo era demasiado o una costumbre pasada de moda. Y fantaseé con que me regalasen flores. Me encanta recibir flores y me apena que sea una tradición venida a menos. Sí, definitivamente aquel hombre se había convertido en el héroe de mi día. ¡Qué ironía que una vez en casa lo olvidase por completo! Así de breve es la fama en mi cabeza. 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

gravedad



Nadie puede evitar que la Tierra gire. De pequeña me preguntaba cómo era posible que no nos cayésemos todos en cada vuelta, cómo era posible que no nos fuésemos derramando unos sobre otros desde el norte hacia el sur. Después te explican el concepto "gravedad" y crees en él como crees en Dios, porque yo no soy física y no puedo demostrarlo por más que se me caigan las cosas al suelo y no al techo. Giramos. Queramos o no. Podemos sentarnos en el suelo y patalear o podemos abrir los brazos y dejarnos marear por la vida como cuando éramos niños y dábamos vueltas y vueltas mirando arriba. 

Él me marea. Y yo me agarro a su forma de girar. Me vendo a su forma de girar, pero no me deja renunciar a nada. Su lema es "juntos". Aunque se lo trague Madrid como en la canción de Débora. Porque creo en la gravedad, no tengo miedo. Ni siquiera cuando suena un portazo o el viento nos da un susto de madrugada. Él pronuncia mi nombre muy despacio y me recuerda aquella sentencia, hace años, que Chica me hizo escribir después de un corto que habíamos visto en internet. Él que no existía, me llena las manos y la boca de pruebas demostrables. Entonces digo: no somos una hipótesis. Digo: ya no voy a fantasear más con el hombre que no existe porque está sentado en mi sofá. Dice: ¿de dónde has salido?

Nadie puede evitar que la Tierra gire, que las cosas cambien, que la vida vuelva y vaya y te gaste bromas como esta y te diga: hace diez años que te lo vengo avisando. Por eso respiro, estiro los brazos, sonrío y vuelvo a creer en la posibilidad de cambiar el mundo con las palabras.