miércoles, 29 de septiembre de 2010

lectura


Qué tontería. Estoy recostada en el sofá marrón, escuchando la música de Violeta -es la más apropiada para leer y escribir últimamente-, con el balcón abierto y la jarra de agua al lado -hay también una bolsa de regaliz-. Leo Los renglones torcidos de Dios con la misma ilusión con la que terminé ayer El frío modifica la trayectoria de los peces. Se ve que estoy en uno de esos momentos en los que soy capaz de creer que la literatura puede arreglarme la vida. Bendito momento de paz. Ojalá me dure más de dos días. Hoy amo a todo el mundo. Hoy quiero bien. 

martes, 28 de septiembre de 2010

un mal-llamado martes


Supón que hoy era un martes de esos que prometían catástrofe con una reunión por la tarde que recordaba a los viejos martes interminables. Supón que estabas a punto de acabar una novela encantadora y que hubieses preferido infinitamente quedarte en casa terminándola a ir a trabajar. Además, supón que has desayunado un ibuprofeno de seiscientos porque tu cuerpo promete rebelarse.

Supón, entonces, que llegas al trabajo con la hora justa porque todo tipo de inconvenientes te han asaltado en la carretera, que en el recreo entras cinco minutos tarde porque no te ha dado tiempo a desayunar y que los alumnos de primero se comportan extraordinariamente bien para tu sorpresa. 

Digamos que ese se convierte en el eje de cambio de tu día. 

Así que supón que sales una hora antes y que te sientas al sol a ronronear mientras el gato del instituto se te ovilla en el regazo. Comienzas a sentir esa somnolencia que sólo regala el sol de otoño y te preguntas si vas a volver a casa o si vas a quedarte a almorzar con tus compañeros. Los dos planes te dan pereza. 

Supón que, en ese momento, el profesor de historia arranca su coche para ir a devolver unas llaves, baja la ventanilla y te pregunta qué vas a hacer. Como no lo sabes, se va. Supón que mientras el gato se aprieta contra tus rodillas, tú te preguntas por qué no le has propuesto acompañarlo para solucionar así el tedio de la rutina. 

En ese momento suena el teléfono. Es tu compañero. Te pregunta si quieres ir con él. 

Supón que no lo dudas y él vuelve y recorréis una carretera de curvas entre pinos y mar mientras suena una música muy apropiada para escribir una novela. Supón que, después de entregar las llaves, acabáis en la terraza de un restaurante hablando de literatura. Tu compañero discute el neoplatonismo de Garcilaso y, seguidamente, te da una lección sobre grandes autores extranjeros con una vehemencia bastante parecida a la que tú usas al hablar de poesía. Supón que brindáis por la directora del centro y que paga él, que cinco minutos antes de la reunión está aparcando en un templo que sentías curiosidad por ver, que, en su maletero, charlando, hay un bombín y un sombrero de los años cuarenta. Que llegáis media hora tarde a la reunión con los padres. 

Entonces, ahora, después de todo, supón que al volver a casa descubres en tu buzón una carta con remitente americano que contiene una bonita gargantilla y que, como no has tenido bastantes milagros, enfilas el camino del mar para beberte la tarde. 

Supón que eres yo, que estás aquí, escuchando el sonido de las olas, escribiendo a un ritmo de vértigo mientras el sol del atardecer va tiñendo de rosa los edificios que le quedan. Tienes los pies enterrados en la arena y tarareas una canción que acabas de inventarte. Estás a punto de terminar esa novela. 

lunes, 27 de septiembre de 2010

"el frío modifica la trayectoria de los peces"


Boris Bogdanov era un apasionado de la topología o, mejor dicho, de una de sus disciplinas. La teoría de los nudos es una ciencia matemática compleja que permite explicar cosas muy simples de la vida. Cuando se tira de un hilo de un ovillo de lana enmarañada, unas veces se deshace de golpe, otras veces se enreda aún más. Es como la vida: pequeños gestos pueden tener grandes consecuencias. Y a veces el mismo gesto no tiene el mismo efecto. ( Pierre Szalowski)

Boris estudia cuatro peces, bueno, estudia más bien la trayectoria de cuatro peces en una pecera. Los cuatro peces realizan siempre, exactamente, el mismo recorrido. Cada uno traza constantemente el mismo dibujo en el espacio. Si la temperatura del agua bajase, dejarían de repetirse, comenzarían a cometer irregularidades, errarían sus caminos o descubrirían grandes genialidades. Pero si la temperatura se mantiene, ninguno de ellos cambiará lo más mínimo de su recorrido. 

¿Qué quiero decir con todo esto? Pues, la verdad, es que no lo sé muy bien. Quiero decir, llevo todo el santo día dándole vueltas a ese párrafo e imaginando la pecera. Llevo todo el santo día imaginándome como un pez más repitiendo una y otra vez los mismos caminos y cometiendo una y otra vez los mismos errores. Si me paro evaluar cuándo he arriesgado para hacer algo nuevo, descubro que ha sido en uno de esos momentos en los que ha bajado la temperatura. He sentido frío, he sentido miedo, he sentido soledad y, frente al riesgo de morir congelada, he optado por el de lo desconocido. ¿Quiero con esto evidenciar que he acertado siempre en las decisiones que tomé?

En lo más mínimo. 

De hecho, cuando he tomado una decisión en medio de una de esas bajadas de temperatura, he obrado con intuición pero falta de razón, así que son las más las veces que me he equivocado de opción. Al darme cuenta, recorría de nuevo el mismo camino y, lo que había parecido un nudo, se había convertido en un tópico más dentro de mi itinerario. 

Lo siento si suena enmarañado. Soy incapaz de desentrañar las emociones que esta idea de la pecera, los nudos y los hombres, me está haciendo sentir durante todo el día. Es como cuando tienes una palabra en la punta de la lengua pero no consigues recordarla. 

Me siento así, como si estuviese a punto de encenderse una luz en algún sitio, pero aún no supiese dónde ni cuando. 

¿Y qué hago? ¿Me detengo hasta que esa luz parpadee? Sigo nadando. No he aprendido a parar.










P.D. a la entrada... ¿Y el calor? ¿Modifica la trayectoria de los peces? 

domingo, 26 de septiembre de 2010

veintiséis vista a través de mi padre


Volver al interior para celebrar un año más y un año menos. Volver para encontrar la ternura de mis padres, la complicidad de Javier, la comida que aparece por arte de magia en la mesa y que desaparece después, el jamón del bueno, la tarta de galletas, los globos sobre la mesa y los regalos consecuentes. Volver para dormir como un lirón en mi cama nueva, para conducir hasta el campo de los abuelos y recibir besos de bocas pequeñas, de bocas antiguas, de sol de interior. Volver para conducir entre ese otro mar tan acostumbrado, para repasar los armarios y planear cómo podría ser lo que será. Volver con la extraña sensación de que vuelvo al lugar del que regresaba, quiero decir, se han invertido totalmente mis coordenadas. 

viernes, 24 de septiembre de 2010

años cuarenta y veintiséis y un mes y diecinueve días


Cuando vivía en la casa de mi infancia, mis padres preparaban grandes fiestas para mi cumpleaños en el jardín. Había de todo: globos, chucherías, muchos amigos y muchos juegos, porque mis padres planeaban cada actividad para que no quedase ni un momento de aburrimiento. Después, mi madre daba regalos a los que iban ganando en los juegos y todos salíamos ganando.

Desde que me fui de ese hogar con jardín y sótano, ansiaba recuperar la ilusión de uno de esos cumpleaños. Todos los septiembre planeaba cómo podría hacerlo, cómo podría ser mi fiesta, qué locura podríamos inventar. El año pasado, decidí cambiar el plan, en lugar de celebrarlo de la manera tradicional, organizamos un viaje. Pero este año, este año que tenía la posibilidad de recuperar aquella magia perdida de la infancia, ¡no me pude resistir!

Organicé con ayuda de Manolo en la decoración, de todos en la comida y de Carolina en la caracterización, una fiesta de los años cuarenta. Todos tenían que venir disfrazados. La casa estaba preciosa -y no es porque lo diga yo- y nadie faltó a su palabra. Reímos, brindamos, y, para mi sorpresa, me regalaron una máquina del tiempo me trasladó a los cumpleaños de la infancia y pude hacer pequeños regalos a los que triunfaban en las pruebas en clave que habíamos preparado. 

Cuando llegaron los regalos, descubrí emocionada cómo se me ha escuchado este mes y medio, porque hubo regaliz negro y dentaduras, porque apareció una tetera para compartir y una grabadora para cuando conduzco y hablo. 

Al quedarse la casa vacía, los platos por lavar, el silencio... no podía hacer otra cosa que dar gracias a Dios, emocionada, por invertir tantos esfuerzos en mi felicidad y regalarme tanta gente buena. 

miércoles, 22 de septiembre de 2010

comprar flores


Mi madre, o quizá el hecho de haber tenido una infancia con jardín, me enseñó el amor por las plantas y las flores. Recuerdo los primeros ramos de la primavera con amapolas y esas pequeñas flores amarillas que crecían por todas partes. Recuerdo mayo y los ramos de rosas del jardín que preparábamos añadiendo margaritas para llevárselos por la tarde a la Virgen, que había puesto la maestra en el colegio. Las que preparaba mi abuela para la romería y el olor de la flor que me ponía en el pelo. Mi infancia en el patio de la casa de mis abuelos tiene el aroma de los jazmines que recogíamos cerrados y dejábamos por todos los rincones para que se abriesen por la noche, tiene el aroma de la madreselva junto al porche.

Después nos mudamos a un piso y mi madre compraba margaritas y lirios que conquistaban hasta el rellano de las escaleras. Me contaba que, de recién casados, mi padre le regalaba flores todas las semanas y yo comencé a pedir flores para mis cumpleaños. Me aficioné a la florista de la esquina y bajaba a por una flor para un regalo o para sorprender a Ana en el día del libro. Ana y yo nos regalábamos flores en aquellas fechas junto con un poema. 

Cuando viajo y descubro plazas con quioscos blancos preñados de flores en barreños azules, no puedo evitar fantasear que me regalan uno de esos manojos atados con gomas verdes, así, sin arreglar ni nada, sin afear con el verde del relleno, sin evitar que todo se concentre en el color de los pétalos. Fantaseo, digo, que uno de esos manojos llega a mis manos aunque sólo vaya a estar una noche en la ciudad, aunque no tenga dónde ponerlo a dormir en la habitación de hotel, aunque no imagine cómo llevarlo luego en el coche. Pero es uno de esos sueños tontos y románticos que se tienen desde niña -y también por ser niña-. Así que siempre miro los quioscos de flores como con envidia y proyecciones de futuro, esperando que se despierte el instinto que me diga "es hoy, hoy pasearás con tus flores". 

Por eso, aunque la sensación no sea, ni mucho menos, la misma, hoy volvía a casa con sonrisa renovada después de haber pasado por el supermercado y por el puesto de flores de la plaza. Volvía sonriendo porque al comprar flores a última hora -eso lo descubrí en Londres- te rebajan el precio, y porque los lirios y las margaritas me iban inundando las manos con su olor a verde. 

Ahora están sobre la mesa, así, tal y como salieron de sus cubos, con algunas flores aún sin abrir, haciéndome habitable y perecedera. Inventándome caprichosa. 

martes, 21 de septiembre de 2010

¿quién recuerda Lobo?


¡¡Quedó finalista en el certamen literario al que lo presenté!! Estoy que me subo por las paredes. No hay premio, no hay publicación... pero saber que mi trabajo ha sido reconocido... ¿alguien es capaz de comprender cómo me late el corazón justo ahora?

lunes, 20 de septiembre de 2010

this is a lujo


El cansancio y la pereza de ayer, me impidió recorrer este rincón con mis palabras para hablar de las curas de felicidad. Todos hemos oído hablar de las curas de sueño, pero practicamos sin darnos cuenta las curas de felicidad. 

Mi día de ayer consistió, básicamente, en una de esas terapias que se inician dando vueltas en la cama percibiendo cómo la luz comienza a crecer en la casa. Considerar de nuevo la idea de pasar un día en la playa en pleno septiembre, tan cerca de mi cumpleaños, me emociona desde bien temprano y, cuando estamos todos despiertos, pongo rumbo a recoger a Manolo y a Héctor con mi sombrero. 

El mar, las cariocas, el cielo despejado con un sol insistente, el paseo a las rocas y los peces que muerden, la pulsera de hilo, las fantásticas croquetas de Manolo y el yogur con fruta que se ha convertido en un tópico de este verano que promete no terminarse a pesar de haber empezado el trabajo. Todo se va conjugando ensanchándome la sonrisa perezosa que se me atranca a veces si no la cuido lo suficiente. 

Aprovechando la luz de la tarde, mientras esperamos a que se nos unan Chica, Carolina, Miguel y los demás, saco la cámara de fotos para retratárlos con mi sombrero. El verde de la pared y sus pieles morenas se conjugan de un modo perfecto. Por una vez en mi vida, no deseo el otoño con la fuerza de siempre. ¿Por qué será?

La cura de felicidad termina en casa, con el cansancio reparador que acumulo, parecido al de los niños pequeños al final de la jornada. Todo ha funcionado, hoy lo sé, he dormido bien.

domingo, 19 de septiembre de 2010

coleccionando mariposas


Supongo que es eso, que en estos días tan intensos, colecciono mariposas en el estómago. El comienzo del curso, las nuevas ideas, los incontables reencuentros... Chispean los grillos dentro de mí llevándome de un rincón a otro con una velocidad y una fuerza inconmensurable. 

En muy pocos días he abierto el sobre sorpresa del nuevo trabajo, he cenado en casa de Héctor con los chicos, ha diluviado, he emprendido conversaciones, bebí café en el ascensor, me reencontré con Carolina y recibí besos y gritos, cené en la muralla, jugué a las películas, Antonio descubrió los secretos de mi espalda haciéndome andar mal y dormir genial, cogí a Juan Pequeño y lo mecí en mis brazos, proyecté decoración de biblioteca, la comunidad apareció por sorpresa con una comida improvisada, vi a Ana gatear entre sonrisas, Chica se comió el escenario y yo busqué mi fantasma en la Casa Invisible, escuché a Gema y a Carmen y a Patri y a ti que me traes acuarelas y no besos, proyecté un camino hacia mi cumpleaños añorando a Marta, como sólo la añoro cuando siento deseos de amar golpeándose contra las paredes, leí poesía, dibujé en un trozo de papel y fui arrasada por un verso mientras sonaba una guitarra. He madrugado. En domingo. 

Supongo que es normal que sienta la emoción a flor de piel. Que me sienta grande y pequeña. Como aquella vez que dije: "qué extraño estar tan feliz y tan triste al mismo tiempo". 

jueves, 16 de septiembre de 2010

ha roto a llover


Ha roto a llover en esta casa. La mañana anunciaba nubes y, cuando bajé a la playa para respirar, el mar cobraba colores imposibles a la sombra de los nublos. Pero ya ha roto a llover. Suena distinta la lluvia en este rincón lejano, huele a tierra mojada mi terraza y mis macetas se inclinan llenas de curiosidad hasta la baranda. Por el balcón entra el aire húmedo prometiendo otoños. Nadie lo entenderá, pero esta luz, este sonido, este sabor me hace sentir esperanza. Como si pudiesen despertar todos mis octubres creativos, como si se limpiase el recuerdo anquilosado en mis costillas, como si no hubiese ya más nada por lo que preocuparse. Ha roto a llover en esta casa. Es septiembre. Puedo conquistar el mundo.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

vuelta al cole


Lleno el bolso de trastos, me cambio las sandalias, cojo las llaves del coche y agarro la taza de café. Hoy ha sido la primera vez en mi vida que he tomado café en un ascensor. No recuerdo cuál fue la última vez que madrugué y eso hace que me olviden infinidad de detalles que me van asaltando a lo largo de la mañana. Aunque lleve una semana trabajando, hoy es mi primer día de cole. 

Los alumnos se agolpan a las puertas del instituto y nos ven llegar evaluando si quieren o no encontrarnos en un aula. Bendigo al antiojeras y atravieso la masa buscando una cara amable. Algunas niñas me dicen buenos días y alcanzo la entrada. 

Siempre es extraño hablar a los desconocidos que se sientan ante ti este primer día de encuentros. Sabes, o por lo menos yo lo sé, que cuando acabe el curso vas a quererlos. Ahora son caras, rostros, un detalle curioso en la vestimenta, un peinado extraño, una risa llamativa. En unos meses tendrán nombres e irán unidos a anécdotas y recuerdos, sabrán cuando tienes un mal día y sabrás cuando lo tienen ellos, averiguarás sin problemas si están nuevamente enamorados, si el profesor de antes les ha echado la bronca o si están cansados de ser pequeños. Pero ahora no sabes nada. Ahora intento memorizar nombres, intento mezclar con elegancia la rectitud y el buen humor, voy marcando mis normas mientras van probando sus trampas. 

A última hora voy a conocer a los más pequeños. Nunca he dado clase con primero de la ESO. Son los alumnos con los que suelo encontrarme en los encuentros con autor en otros institutos, pero jamás he trabajado con ellos. Son pocos y alegres. Bajitos y parlanchines. Me sacan de quicio a la tercera frase: todo les da risa, levantan la mano para preguntar tonterías, sus caras son un poema dramático cuando les hablo de la lectura y la ortografía y se echan a temblar cuando me aprendo los primeros nombres a base de repetirlos. Tengo como poco seis alumnos extranjeros que me miran como si formase parte de otra historia. 

Como me queda media hora después de explicar los criterios de evaluación, les propongo una redacción de las mías: "Cuenta tus vacaciones de verano... en otro planeta". Los gritos de sorpresa se elevan en el acto, ¿en otro planeta? ¿En cualquier planeta? Las cabezas echan humo, los más creativos se lanzan sin hacer preguntas, los demás miran hacia todos lados y levantan la mano sin cesar con dudas insulsas. Mi preferida aparece en el acto, es inglesa y se sienta lejos del resto de sus compatriotas, es delgada y muy pequeña, con la cara llena de pecas dulces y una cortina pelirroja de pelo que se mueve cuando ella, silenciosa y frágil, reacciona a cualquier cambio; habla en voz bajita cuando me pregunta un dato y escribe con bolígrafos amarillos. Es, sin duda alguna, la protagonista de mi próximo libro. 

 -¡Venga, que escucho crujir vuestros cerebros! -arengo cuando queda un cuarto de hora-, ¿Qué pasa con la creatividad de esta clase? ¿Vamos a tener que celebrar su funeral? ¿Dónde está vuestra imaginación? ¿Tengo una clase de niños o de muebles? -y todos se ríen y sé que lo voy a tener muy mal para enseñarles nada, porque ya me encantan. 

Vuelvo a casa agotada y feliz, con ganas de cocinar y de sonreír, de hablar durante la comida y contar todas las anécdotas. Pero estoy cansada y todo lo demás. Hoy toca dormir. 

lunes, 13 de septiembre de 2010

un lunes llamado lunes


Colecciono, ya comenzado el curso, los tesoros del día para encontrar la paz. El verano ha sido catastrófico y divertido, emocional y lleno de descubrimientos. Pero ahora tengo que conciliar el sueño a tiempo, no me vale estar hasta la madrugada saboreando una idea, desvelarme por un miedo o acariciar los recuerdos en mi caja de milagros. Ahora toca la vida real y mi cabeza anda siempre en otra parte. 

Esa es la razón de que, al final del día, cuando mi cuerpo se acomoda en el sillón y el reloj marca el ritmo de tres años, repase distraída los mejores momentos de mi día: el café con Claudio y Belén, las vistas al mar, Pepa ronroneándome en las piernas, la empanada que sobró, Goytisolo y sus poemas, solucionar lo que llevaba pendiente, comparar un libro de cuentos y una camisa, jugar con Pablo en el coche a comer helados de tela, besar a Ana mientras se enreda en mis rizos, percibir la sonrisa de Claudia y escuchar la risa de Pedro por cualquier tontería, llegar y que Nacho no esté hablando en italiano, chillar de emoción por otros, saber que has vuelto...

Son cosas fáciles, al alcance de la mano y me pregunto cómo será ir a la cama cuando la felicidad no sea tan cotidiana, cuando venga de locura a desarmarme las trampas. 

por la ilusión de un niño...


Después de dejar a Chelo en la estación, decidí que debía aprovechar el viaje y llamé a Manolo -a veces, cuando escribo cosas así, frases que os parecen sencillas, se enciende de alarmas mi estómago, es por culpa del poder de los nombres y el recuerdo, pero dura sólo un instante-. 

Conocí a Manolo y a Héctor prácticamente en el mismo paquete, pero hoy es la primera vez que quedamos por separado. Manolo y yo tenemos muchas cosas en común, a veces simplemente el sentido del ridículo o la ñoñez o la manera insolente de pertenecer a la A.I.P.B. Lo importante es que me gusta compartir largas conversaciones con él, escucharlo. Pasear hasta una tetería y descalzarnos para dejar pasar la tarde en el patio azul. 

Las palabras nos llevan por las calles del centro, de camino a la bellísima mujer malva que canta ópera con su acordeón. "¿Podemos pararnos?", le pregunto y nos detenemos a escuchar mientras el público, emocionado, se va uniendo a la contemplación de la cantante. Está revestida de paz y sonríe hasta emocionarme. Es dulce su manera de mirar el mundo, su presencia calmada en el medio de la calle. Me pregunto si alguna vez conseguiré su serenidad y continuamos caminando. 

Las confesiones nos llevan hasta una fuente escondida, quizá podríamos estar en el banco de los secretos, porque, aunque es un lugar corriente sin magia de sonidos, comenzamos a desnudar las ideas y el corazón contando viejas y nuevas batallas. La fuente nos conecta con el mundo entre los árboles y, por un momento, siento que nos conocemos de toda la vida. Manolo es una de esas personas que reciben la información con calma, sin aparentes prejuicios y, lo que es más importante, sin juicios después. 

El paseo se retoma y acabamos frente al teatro romano, apoyados en la baranda de madera, imaginando cómo sería todo si los sueños se cumpliesen a la primera. La luz es amarilla sobre la piedra y, en la quietud de la noche, vuelvo a experimentar ese vértigo aterrador que me producen todas las ruinas. la conciencia de mi poco tiempo, de mi fecha de caducidad. 

Es bonita la ciudad de noche, es genial la compañía. A pesar de todo, no puedo evitar decir en voz alta que me asusta un poco la vida real que me amenaza desde el lunes, la idea del trabajo, la pereza y la soledad que tendré que experimentar, de nuevo y como nueva, en esta casa. 

Es raro septiembre, nos decimos, demasiados pensamientos para tan poca actividad. 

sábado, 11 de septiembre de 2010

la luna mora



El año pasado nos quedamos a siete kilómetros. Mientras conducía esta vez, con Chelo a mi lado, buscaba la curva exacta donde decidimos que ya no se podía esperar más. Pero esta vez no iba a pasarnos, porque era temprano, porque me apetecía muchísimo desquitarme y porque el pensamiento positivo transforma el mundo. 

Llegamos cuando está anocheciendo y nos hacen aparcar en el último rincón del mundo entre pinos y arbustos secos. Así que volvemos al pueblo paseando cuando la luna es una línea delgada sobre las montañas y las primeras estrellas comienzan a asomar para cumplir deseos. Chelo y yo vamos muertas de risa inventando situaciones mientras hacemos tiempo para encontrarnos con Héctor, Manolo y Marta -de nuevo no mi Marta-. 

La luna mora se celebra en un pequeño pueblo de la sierra apagando las luces y dejando que sean las velas las que iluminen los caminos. Además, un mercado medieval se hace con las calles del pueblo y el cuscús, el té moruno y los dulces conquistan los rincones de las carpas árabes. Para hacer tiempo, visitamos distintos puestos y me hago amiga de un hombre que vende cariocas. En la mudanza tuve que decidir tirar mis viejas cariocas -las primeras que tuve y que compré también en un mercado medieval-, porque se habían podrido. Así que, como lo veo bailando unas de luz, me acerco a darle conversación y a preguntarle precios. Para horror de Chelo, que es la discreción personalizada, acabo probando un par de cariocas de tela en medio de un corro de gente. ¡Casi había olvidado esa sensación! 

En ese momento llegan los demás y comenzamos nuestra visita a las diferentes callejuelas. Todo está revestido de una magia única que convierte a la noche en un escenario perfecto. Paseamos con la boca abierta, al arrullo del olor de los jazmines y las velas, entre puestos llenos de dulces y regalos. Va creciendo la sensación de que podría pasar cualquier cosa en ese decorado genial.

Como el hambre apremia, acabamos cenando en un patio decorado con telas y pañuelos, con una mujer preciosa bailando danza del vientre. Después desandamos lo andado y nos sentamos en la calle para tomarnos un crepe de chocolate y plátano y un té. Son las tantas y el cuerpo no se queja. De pronto, caigo en la cuenta de que mañana por fin será sábado, un sábado único -ya comenzado el trabajo-, y en que la sensación de irrealidad me sigue acompañando. 

Bebo el último sorbo de té y observo a la gente, a los que pasan y a los míos. Qué difícil se me hace a veces asumir la felicidad más sencilla como real, cuando la magia me crece por las rodillas aguanto la respiración esperando que algo la haga explotar. Pero no, entre las velas y la música, no voy a permitirme esos desvelos. 

miércoles, 8 de septiembre de 2010

orillas de septiembre


Cuando uno es de interior, le resulta difícil imaginarse un miércoles cualquiera de septiembre conquistando la orilla del mar para pasar un día de sol y sal. Es, simplemente, que mi cabeza comienza a pensar en el trabajo e imagina las rebecas y el jersey y los abrigos, ofuscándose en olvidar el bañador, la toalla y las olas. Como si tuviese que autoconvencerme para conducir a cientos de kilómetros de este trozo de vida porque vuelve la tierra y su frío helado. Por eso mi cuerpo se resigna, se pone el bikini a regañadientes, casi con prisa, casi obligado, y aparece en el andén imaginando que el verano está muerto y enterrado en cualquier parte, tal vez bajo un olivo. 

Mi cosmografía cambia. Sigo cabeza abajo o estoy ya girando o el desequilibrio comienza a no ser opcional. De verdad que, aunque suene estúpido o raro, en mi antigua percepción del mundo era inaudito vivir un día como el de hoy en septiembre. ¡Benditos parámetros venidos abajo! ¡Bienvenido desorden arbitrario! 

Manolo, Héctor y Marta -la compañera de piso de Manolo, no mi Marta-, me recogen en la puerta del zoológico a la que Chica tardó dos horas en llegar, para ir a pasar el día en la playa. De alguna manera y sin saberlo, me rescatan de los nervios que hoy habría alimentado imaginando que mañana será mi primer día real de trabajo. Así que, bajo la promesa de las olas, las partidas de paletas, las risas, la siesta en la sombra compartida, la arena, las confesiones y las confidencias, un miércoles como hoy decide desnudarse de convenciones -como si los miércoles en septiembre debiesen vestir siempre de la misma manera-. 

Me descubro compartiendo secretos, hablando de música y de palabras, cavando pozos en la arena, recopilando recuerdos y haciendo planes -qué sencillo es hacer planes cuando uno no apuesta nada en el camino-. Me percato de que vamos recorriendo poco a poco el camino que separa a los conocidos de los amigos, vamos afianzando los límites de nuestros defectos, descubriendo el pastel, confesando las faltas. Muy poco a poco, abandonando la prisa. Cualquier anécdota tiene lugar y puede engarzarse con otra. Ese es el motivo de que se repita la ronda de cafés, de que nos anochezca en la arena hablando de sueños pequeños y lejanos. 

Por eso, al llegar, no siento la casa sola, sino ruidosa y alegre, como yo vengo. 

martes, 7 de septiembre de 2010

el orden emocional o cómo colocar los libros en la estantería


He empezado a catalogar los libros que llegan a casa. Hace años comencé una base de datos a la que iba añadiendo mis lecturas, pero con el tiempo me resultó tan frío el sistema que acabé por dejar de hacerlo. Hace unas semanas compré unos pequeños cajoncitos de madera para guardar fichas como en las antiguas bibliotecas. Sé que en dos meses lo habré dejado de hacer, pero a día de hoy emprendo mi empresa con emoción infantil. 

Esto me hace rescatar la conversación que mantuvimos por las calles de Cádiz cuando me mirabas desconcertado mientras te hablaba del orden emocional que tomaban los libros en mi estantería. Creo que presuponías que los iba colocando por orden de autor o por categorías. Pero es que yo no ordeno el mundo así. 

(Me cambio de sofá para observar las estanterías y así no decir muchas mentiras).

Conforme iban saliendo los libros de las cajas los iba colocando en diferentes estantes. Fue fácil con los de poesía, iban todos juntos en la tercera balda, empezando por arriba, de la tercera estantería (hasta que los cambié a la estantería blanca con las tazas de Marta). Los demás iban ocupando el lugar que la emoción me dictaba: libros que había leído por obligación, libros que me habían acelerado el corazón, libros que habían despertado mi curiosidad... Más arriba los que me habían hecho sentirme como una niña de nuevo, los que no volvería a leer pero que me encandilaron junto a esta fotografía, los que conquistaron mis veranos adolescentes, los que me ayudan a orar, los que utilizo como material para escribir, los de texto que detesto... Y aquí, junto a Klimt van las libretas bonitas, debajo los álbumes de fotografías, los apuntes de viejas novelas, los bonitos por fuera, los que no me dicen nada, los que tengo por leer...

Y así, a veces, cuando paso, un libro grita por cambiar de lugar o voy dando vueltas a una novela hasta que encuentra su espacio, mientras tanto pasa días sobre la mesa. Es caótico quizá, pero también muy divertido. Sobretodo porque cuando ahora llega un libro a casa, mirar las estanterías es como mirar un mapa del tesoro, un misterio por resolver, una pincelada nueva. 

No sé si el orden emocional les funcionará a los demás, pero mi desorden tenía que encontrar un lugar donde expresarse. 

lunes, 6 de septiembre de 2010

desde mi nuevo trabajo se ve el mar


El título puede parecer una tontería, pero resulta absolutamente fundamental. Por eso lo repito: "desde mi nuevo trabajo se ve el mar". 

(Ahí es cuando me paro a respirar, porque el cataclismo interior amenaza con volver a encenderme los nervios).

Es un edificio nuevo, blanco, con taquillas americanas y ventanas que dan al horizonte azul. La sala de profesores es amplia y me reciben con energía, con alegría y con curiosidad. Aunque, como siempre, primero me echan pensando que soy una alumna. Soy incapaz de aceptar en mi memoria ningún nombre, incluso las caras me van bailando, pero la conversación es fluida y me hacen sentir en casa. Tan en casa que cuando llega la hora de la verdad, me invitan a quedarme a almorzar. 

Todo me recuerda al clima de Alcalá. Me siento emocionada y feliz imaginando cómo será ir descubriendo a cada una de esas personas que ahora me parecen completos desconocidos, cómo será llegar temprano, aparcar y llorar por un café en vena, cómo será la complicidad durante las guardias, las bromas de los pasillos, las despedidas de última hora. Me cuentan algunas tradiciones, proponen un viaje, me avisan sobre ciertos compañeros con peligro, se ríen de mi edad y me observan también con esa mezcla de desconfianza y curiosidad con la que se acerca uno a un animal de circo. 

Es fácil sentirse bien. Por eso vuelvo a casa revoloteando, con el corazón nervioso y emocionado, con ganas de charlar y también de no decir nada, de guardar en secreto toda esta música interior por si, al escucharla alguien, deja de ser tan hermosa como me suena a mí mientras sonrío. 

¿Es normal que me apetezca comenzar a trabajar? ¡¡¡Desde mi nuevo trabajo se ve el mar!!!

domingo, 5 de septiembre de 2010

carmen boza


Cuando comienza a cantar, remueve en mi estómago las emociones que sólo tocan mis poetas preferidos. No me preguntes por qué, no me hagas valorarla de una manera objetiva. Carmen Boza me hace sentirme literaria y narradora. Despierta mi curiosidad y mis demonios, mis pasiones y mis guerras, a la vez que me serena con su voz. 

viernes, 3 de septiembre de 2010

"el amor es para la gente real" y yo no he leído casi nada a Bukowski


He llegado a casa por unas horas, las justas para almorzar, deshacer una maleta, hacer otra, cargar libros, recolocar en los cajones y sentirme desgraciada por la cantidad de lavadoras que me esperarán el lunes. No sé en qué día vivo pero supongo que es viernes por mucho que me sepa la siesta a domingo. 

Me tropiezo con esa frase, la que os dejo como cebo, casi por casualidad: "el amor es para la gente real". Y me quedo largo rato paladeando mientras suena Efterklang en mi ordenador por culpa de Violeta. El amor es para la gente real. A veces nos siento a todos tan imaginarios... "Nunca llegaré a ser la persona que imaginas que soy" ha sido una de las frases de diálogo de película que me ha asaltado mientras conducía. Todo esto me lleva a la teoría del amigo de Chica y la desgraciada imaginación que hace de los demás y del amor algo tan inasible como inseguro. El amor es un campo de minas como marzo. Minas que hacen estallar en mil pedazos las ideas previas, los prejuicios, las expectativas... El amor es para la gente real, no para nosotros. 

Pero un día voy a dejar de ser imaginaria, casi no te darás cuenta, y entonces ya no habrá más disparos, ni más juegos, ni más trampas, ni palabras, no quedará nada de nada. Sólo quedaré hecha gente real en cualquier sitio, quizá en la boca de cualquiera -y te dejo ser cualquiera si te dejas-. 

"El amor es para la gente real" y como todavía no es ese día, voy a regar las macetas, a colocar los libros viejos en las estanterías nuevas y a cantar como no debería.

jueves, 2 de septiembre de 2010

primer propósito de año nuevo


Mi dormitorio en casa de mis padres se había convertido, poco a poco, en una cápsula del tiempo detenida hace tres septiembres. Pero cuando llegué ayer a dejar mi maleta, descubrí sorprendida que mi cama de noventa había sido sustituida por una de uno treinta. Había desaparecido con el viejo colchón el enorme escritorio y muchos de mis libros -los que ya habían viajado a mi nuevo hogar-. 

Me ilusionó el cambio aunque no conseguí pegar ojo en toda la noche. ¿Por qué no concilié el sueño y di vueltas de un lado a otro de la nueva cama en el viejo cuarto? Quizá por algo así como el vino nuevo en odres viejos, no lo sé, pero estaba inquieta, como si me estuviesen despertando con una idea sobresaltada cada vez que me relajaba un poco. 

Madrugué lo suficiente como para desayunar tranquilamente con mi madre y, después, encarar el viejo dormitorio con ánimo transformador. Comencé con la limpieza de recuerdos -contabilizados en tres sacos de basura negros-: fotos, cartas, recortes y viejos cuentos. Llegó el momento en que ni siquiera abría las cajas, las arrojaba directamente al fondo del olvido donde es mejor que permanezcan. Después decidimos cambiar de lugar los muebles, quitar los cuadros, eliminar toda la decoración, sustituir el ruido. 

Mi viejo dormitorio estaba lleno de ruido. Muy lleno de ruido. Quizá eso me despertaba, quizá eran esas viejas voces, las viejas palabras, los susurros viejos de la cama los que no me dejaban en paz. Pero, ¿quién sabe? Esta noche se verá. 

miércoles, 1 de septiembre de 2010

septiembre empieza como todos los meses, pero sabe de otra manera


Es el tercer año que empieza septiembre con el regusto a año nuevo. Siento que no acaba ni empieza nada el uno de enero, sino que es septiembre el que manda en mi calendario vital. Hoy sería el día de iniciar la lista de buenos propósitos, de enderezar los hombros, de quemar viejas cartas, de declarar la guerra a la vida vieja y elevar la bandera de todo lo nuevo. Entonar con mano en el pecho y gesto solemne el "soy una nueva yo dispuesta a desterrar..." -dejo de cantar-: dispuesta a desterrar todo lo que no me está dejando elevar el vuelo con la misma naturalidad que antes. 

A veces digo esas cosas como si de verdad hubiese sabido volar con elegancia. Me suenan a piedras los bolsillos y no son para tirarlas desde los tejados. Pero yo volaba... yo soñé que soñaba con volar... yo tenía el cuerpo cargado de plumas y eran... no voy a decirlo hoy. ¡Feliz año nuevo!

Septiembre en papel de regalo, septiembre envuelto de verano y prometiendo el otoño que vendrá, el invierno que vendrá, la primavera patas arriba del mundo. ¡Año nuevo, vida nueva! Y este año sin mudanzas a la vista, sin prisas, con emoción, con miedo y un cumpleaños que celebrar de cualquier forma, con propuestas y promesas de... tampoco voy a decirlo hoy, lo siento. A veces las palabras son tan mágicas que si las dices en voz alta no se harán realidad. 

Hay palabras que quiero que se hagan realidad este año, más tarde o más temprano. ¿Por qué sigue sin gustarme septiembre? Aquellas viejas manías. ¡Desterremos los viejos ídolos, arrojemos al suelo las pesadas capas de los años pasados, voy a quemar la carta de las malas noticias! ¡Un brindis por todos los miedos viejos que están convencidos de quedarse -para que se atraganten conmigo-! ¡Un brindis por todos los sueños nuevos que no soy capaz de cazar por culpa de los viejos! 

Feliz septiembre a todos, feliz año nuevo, feliz deseo.