lunes, 30 de noviembre de 2009

cotidiana

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Acierto con la llave a la primera. Tengo las manos heladas. Por favor, que no se me apague la luz. Lo consigo, entro a casa.

Cierro empujando la puerta con un pie y tanteo para buscar el colgador de las llaves. Me quito el bolso con trabajo porque se me ha enredado en el abrigo y estoy cansada. Lo cuelgo en la percha, me he propuesto dejar la mesa del salón despejada. En la oscuridad de la entrada desabrocho el único botón del abrigo y me despido del calor que había acumulado.

Aún a oscuras abro la puerta del salón y enchufo el calefactor para caldear un poco mi invierno. Como está enchufado donde ponía la lámpara pequeña, voy a encender el flexo de pie, pero la bombilla explota sin más con un relámpago de tormenta. Me hace cierta gracia el accidente y evalúo la posibilidad de buscar un chino donde comprar un recambio, pero hay más lámparas en el salón, así que enciendo con el pie la que hay en la esquina.

La taza del té sigue sobre la mesa. Enciendo el ordenador y hago sonar la misma música que lleva todo el día acompañándome.

Enfilo mi dormitorio para cambiarme. Cierro persianas, me dejo caer pesada en la cama. Cuando me desvisto, me enredo en la bata roja y me observo en el espejo. Hoy tengo el pelo bonito y esa idea me entristece un poco.

Vuelvo al salón y recojo la manta azul con la que me arropé después de comer. Me lío en ella y me siento frente al ordenador, acurrucada en la silla negra, las rodillas abrazadas. Miro el poemario de Gloria sobre la mesa, observo la paleta gráfica y mis ojos continúan hacia las ventanas, la sombra de los árboles contra las cortinas, el frío helado de la calle.

Pienso que quiero escribir, pero no sé el qué. Por eso comienzo este texto describiendo mis últimos pasos, aunque no sirvan de nada, aunque no signifiquen nada.

domingo, 29 de noviembre de 2009

primer domingo de adviento



Hace algunos años, a mi madre le regalaron un calendario de adviento que, en lugar de tener regalitos o chocolatinas, contenía propósitos para cada día. Recuerdo irme a la universidad pensando cómo poder practicar aquel valor que decía el calendario. Pero después de aquella navidad, lo perdimos y, desde entonces, todos los advientos lo echo de menos.

Al encender en mi casa la primera vela del adviento hoy, me acordé de aquel calendario y salté rápidamente a buscar en internet. Quizá sea porque este año me aterroriza el hecho de que se acerque la navidad, siento más deseos de estar preparada. De preparar mi corazón para dar valor sólo a lo importante.

En internet encontré algunos modelos para utilizar en familia, pero no me terminaban de convencer, así que al final decidí hacer mi propio calendario de propósitos. ¿Qué necesito trabajar? ¿Qué quiero preparar?

En mi libreta de tomar notas junto al ordenador, comencé a escribir con mi bolígrafo celeste. Después de unas cuantas vueltas, de unas cuantas dudas y de algún que otro propósito que se me quedaba sin trabajar, terminé mi lista.

Ya la tengo de fondo de pantalla aunque las letras se vean pequeñas, sólo espero ser capaz de profundizar un poco, ser coherente, en lugar de pasarme estos días dejándome llevar por el nuevo espíritu de la navidad –el de gastarse todo el sueldo en tonterías-.

sábado, 28 de noviembre de 2009

milagros de un sábado cualquiera

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En medio del frío del día, en las manos y el estómago, entre la preocupación y el miedo por ti, aparecieron pequeños milagros que quiero dedicarte:

-Rezar en el silencio de mi casa después de leerte.

-Carmen y Manuel me llenaron la casa de carreras y gritos. Con sus vocecitas y sus medias lenguas lo conquistaron todo. Carmen ahogó a Peter Pan en una maceta y después me miró sonriente mientras Manuel tocaba una trompeta horrible.

-Han puesto una pista de patinaje sobre hielo falso en la plaza del pueblo, he ido a mirar y justo una niña ha pegado una culetada y Carmen se ha reído a carcajadas –yo un poco también-.

-Marina y Lucía me han acompañado a tender una lavadora y Lucía se ha enamorado de mi casa. Ella ha ahogado en la maceta a Campanilla y, tras tender mis calcetines, me ha dicho que lo que más le gustaba de mi hogar era: “las chuches de encima del frigorífico y las bolitas de la mesa” (una gelatina que tengo extraña).

-El jamón serrano del almuerzo (un auténtico milagro de sabores).

-Lucía mimosa intentando que Marina le hiciese cariños y cosquillas.

-Manuel viniendo a buscarme para dormir la siesta sobre mí, diciendo: “quiero una cama pequeñita para dormir contigo”.

-Carmen pintándome los ojos y los coloretes con maquillaje invisible.

-Contar cuentos nuevos a Lucía y observar su cara y sus respuestas (eso ha sido genial).

-Comprar cuatro velas para el adviento y una maceta de pascua.

-Marina pidiéndome ayuda con la gramática. Tenerla en casa e intentar ayudarla. Hablarle de ti y escucharla hablar del amor de su vida como si se tratase de una película épica. Intentar responder sus dudas sobre mis decisiones.

-Chelo llamándome para proponerme una escapada.

-Hablar con Ana un ratito después de comer.

-Marta y su dulzura a última hora.

-El ataque de amor de mi madre, cuando yo tenía todas las defensas bajadas.

-Hablar con mi padre de House.

No son cosas enormes, pero son pequeños tesoros dulces del día. Batería para seguir.

viernes, 27 de noviembre de 2009

mi musa


¿Por qué empecé a escribir? Quizá mi madre contase que siempre estaba inventando historias, que me encantaban los cuentos y que tengo una imaginación desbordante que tenía que plasmar de algún modo. Mi padre traería aquí mis quinientos cuadernos, recordaría a aquella profesora, incluso a Don Lucas. Podríamos barajar diferentes versiones del mismo caso. Pero la respuesta es muy simple. ¿Por qué empecé a escribir?


Porque nació Marina.


Marina nació cuando yo ya era lo suficientemente grande como para sorprenderme del milagro de la vida. Tenía diez años cuando la sostuve por primera vez en aquel apartamento pequeño de Sevilla y no recuerdo muy bien lo que pensé, sólo sé que tuve miedo de que algo malo pudiese pasarle y también que me sentí agradecida. Mi primer intento de novela la tenía como protagonista.


Conforme crecía Marina, crecían mis ideas, cambiaban mis cuentos. Recuerdo en la adolescencia escribir un testamento donde le dejaba a ella todos y cada uno de los textos que tenía escritos, en acción de gracias por su existencia. Mi primera novela publicada nació sólo como un regalo de navidad para ella, porque aborrece leer -mi triste sino- y quería escribir una historia que la hiciese feliz, que tuviese todas las cosas con las que Marina soñaba de pequeña.


Marina me inspira un nivel de ternura que me hace emocionarme siempre que la pienso. La quiero. La quiero de una manera absoluta y gratuita desde que bien pequeñita se abrazaba a mi cintura cuando me dolía la barriga y se dormía dándome calor como un monito dulce. La quiero recordándola enfadada cuando puso un guisante debajo de mi cama para demostrarse que yo no era una princesa y le confesé que no había pegado ojo en toda la noche. La quiero en todos nuestros juegos de la infancia y también cuando sus celos se dispararon con el nacimiento de Lucía.


-A mí también puedes seguir abrazándome -me dijo a media voz el año pasado, cuando paseábamos por este parque, con su pelo negro y su ropa oscura.


Marina hoy hablaba de sentimientos con tanta libertad, que me hizo sentir abrumada su completa confianza. Hacía meses que no nos veíamos, que no cruzábamos palabra y, sin embargo, mis emociones continúan intactas, preparadas para que ella se vuelva hacia mí y descubra que sigue necesitando mis abrazos.


Por ella, por Javier, por Lucía y mis pequeños... ¿qué no daría? Son el milagro más enorme que hay en mi vida.

jueves, 26 de noviembre de 2009

mala influencia




Inma comienza a chinchar mientras Maria José escucha mi fin de semana. Ayer me contó ella, en un descanso en copistería, cómo le fue su aventura de conciertos y confesiones, hoy me tocaba a mí describir mis andanzas. Es jueves y no vamos a salir, así que no tendremos la excusa de una copa para ponernos al día y abrir las puertas al nuevo fin de semana.

-¡No te juntes con Patricia, que es muy mala influencia! -grita Inma desde la mesa.

Me hace gracia que desde el primer día me llame por mi nombre y me trate con tanto desparpajo. Maria José no le hace caso y sigue escuchando.

-¿Pero qué pasa? -pregunta Conchi, que siempre se interesa por mí y por mis cosas.

-¡Que cuando Patricia y Maria José se ponen en camarilla puede pasar cualquier cosa! -se burla Inma llamando mi atención.

No sé por qué me lanzo a por ella, todavía no tenemos ese grado de confianza, pero por lo poco que he aprendido, sé que el contacto físico la intimida mucho, así que aprovechando que estoy de pie, abro los brazos y me voy acercando poco a poco a ella para darle un abrazo. Me da mucha risa ver cómo se va encogiendo cada vez más hasta esconder la cabeza entre los brazos. Ni siquiera me hace falta tocarla, ya está hecha una bolita de nervios y miedo. Le doy un beso en el hombro que no ha cubierto de protección y la escucho reírse mientras me alejo.

-¿No decía yo que tenía peligro? -comenta con su voz ronca y divertida.

Poco a poco me voy a haciendo un hueco. Sé que soy la chica y me tratan con condescendencia. Pero ya estoy convirtiendo en tradición leer los horóscopos a primera hora de la tarde y todos reclaman mi atención para que les responda a la suerte. Poco a poco va siendo más fácil llegar por las tardes y sentirme cómoda, sentirme partícipe de todo.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

peleas callejeras


Cuando volvía a casa del trabajo, había un grupo de tres niños que jugaban en la calle. Conforme me acercaba me fui dando cuenta de que el juego no era igual de agradable para todos. Uno de ellos era un mero espectador, mientras que sus dos compañeros se enfrentaban en una lucha un poco desproporcionada. El niño moreno le daba patadas a su amigo en la espinilla al tiempo que gritaba:

-Toma, toma, regalos gratis -con saña y tono descarado-, ¡para los Reyes Magos!

La víctima se reía con ese deje nervioso, esa risa falsa que pretende decir: "no me duele tanto como crees, yo también me estoy divirtiendo". Una auténtica mentira.

Mi rol de "seño" casi me hace pegarles una voz en plena calle, pero desconecté pronto la cabeza y pensé en el pobre infeliz entusiasmado con la idea de que aquella bestia sin compasión era su amigo. Su risa me acompañaba mientras metía las llaves en la cerradura de la puerta. Comencé a pensar en cómo eran las cosas cuando yo tenía su edad.


La verdad es que yo era la típica chica que se negaba a rendirse a la primera. Siempre intentaba no llorar delante de mis enemigos, para no darles la satisfacción de mi derrota física y moral. Claro, así me llovían las palizas más largas. Debí haber aprendido del débil del grupo, que a la primera torta soltaba la primera lágrima y después venían sólo las risas de los demás, nada de más golpes. Pero yo era cabezota y me levantaba, y plantaba batalla hasta que se cansaban o me fallaban las fuerzas.


La mayoría de las tortas me llovían por amor o por ser abogada de los pardillos de la clase. Cuando eran por amor, recibía los tirones de pelo con paciencia, ¿qué culpa tenía yo de no querer ni una pizca a Alejo? Cuando eran por defensora, se me hinchaban las narices y acababa cobrando por mí y por todos mis compañeros, pero por mí primero.


Y yo también me reía con esa risa histérica del niño de la puerta, con esa risa de no pasa nada, de todavía podría ser peor.


No soy capaz de recordar la última pelea de niña. Lo que está claro es que en algún momento se decidió que la palabra era mejor aliada que los puños, el problema es que de pequeño eres capaz de perdonar al que te da dos hostias, pero cuando creces es más difícil hacer la vista gorda si te lanzan un ataque virulentamente verbal.


Por el niño de la risa histérica y por mí, tengo la esperanza de que todavía quede más por crecer e, igual que se pasa de la torta a la palabra, en algún momento se pasará por encima de la pelea y ya no nos quedarán más que las victorias pequeñas y cotidianas.

martes, 24 de noviembre de 2009

A veces me frustra ser un animal de costumbres

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El jueves pasado terminé el penúltimo bloque de mi cursillo de paciencia, empecé un aprendizaje a prueba-error.

Marta tiene miedo de que no esté avanzando. Este fin de semana me lo confesaba, temía que me hubiese detenido, que hubiese parado de crecer. Pero no me siento parada, sólo noto que ahora todo es más microscópico.

Volver a ganar kilos, volver a reír, volver a escribir, volver a soñar, volver a amar… Todo eso se ve a la primera. Todo el mundo se da cuenta.

Cuando tiemblo por un miedo tonto y me lanzo a la batalla contra mí, cuando doy un paso valiente, cuando tengo que atajar todas mis ganas de rendirme y me aprieto el pecho, cada una de esas veces, se produce un cambio casi imperceptible.

El sábado Estrada nos comentaba que los demás nos definen, nos miramos en el espejo que los demás son y nos enfrentamos a nosotros mismos. Yo me siento caleidoscópica, me estoy descubriendo en imágenes proyectadas en los que amo. Por eso descubro también versiones que no me gustan, y descubrirlas es ya un cambio milimétrico para seguir.

Sé que ando de la que era a la que voy a ser justo en el momento en que me libere de las imágenes viejas, de las antiguas costumbres que ya no me sirven para nada.

A veces me frustra ser un animal de costumbres. ¿No podría ser tan fácil como ver el archivo dañado y borrarlo? ¡Qué complicado lo hago todo en este mundo de palabras!

-No seas tan dura contigo –se queja Marta antes de marcharse.

Y quizá eso sea algo también a corregir.

guerra de fuerzas


Alejandro me reta desde el viernes. Busca el resquicio necesario para hundirme en clase. Tiene catorce años y un talante respondón bastante frustrante.


Quizá yo hoy no estoy en mi mejor día, pero cuando se niega a hacer los ejercicios -en nuestra clase de nueve alumnos- durante una hora y decide retarme cuando comienzo a corregirlos porque no le ha dado tiempo, consigue que decida abandonar el ritmo de trabajo sólo para hablarle.


Me armo de paciencia. Respiro y suelto el bolígrafo. Estamos sentados el uno en frente del otro. Se sonríe con ironía cuando le pido que me mire.

-Alejandro, mírame mientras te hablo -insisto con tono tranquilo, y él sigue sonriéndose-. Alex, que levantes la cabeza.

Por fin me mira, creo que al quinto o sexto intento. Sus compañeros nos observan, Alba ya le ha llamado la atención por lo bajo, incluso la feliz de Miriam le ha rogado que atendiese. Alejandro levanta la cabeza con ese aire de suficiencia que debe incendiar los nervios de cualquier profesor.

-¿Crees que esa es manera de hablarme? -le pregunto haciendo referencia al ataque personal que me ha lanzado al comienzo de nuestra conversación.

-Pues sí -suelta burlón y vuelve a agachar la cabeza mientras intenta hacerse el gallito. No deja de mirarme porque se siente avergonzado, deja de mirarme porque no importo lo suficiente en este momento. Ahora son su ego y él.

Estoy agotada para mandarlo a la mierda y hacer uso de mi tono de sargento, el que sé que lo ha puesto a trabajar en más de una ocasión.

-¿Esa es tu nueva dinámica conmigo? -intento sintiendo que como siga manteniendo esta conversación van a saltárseme las lágrimas de la rabia. ¿Por qué es tan cabezota? Es uno de mis alumnos preferidos...

-¡No me comas la cabeza! -pasa de mí de nuevo sin mirarme.

-Hablaré con tu tutora.

-Pues habla.

-Bien.


Alba me pregunta si puede seguir corrigiendo. Le doy la palabra agradecida. Me siento cansada para discutir y Alejandro va a seguir respondiéndome hasta que me obligue a amonestarlo de manera oficial. Sé que lo pierde el pronto, que no lo piensa lo suficiente. Si juego a su juego, saldrá perdiendo y no quiero.


Salgo triste de clase. Quizá no debería implicarme tanto con mis alumnos.

lunes, 23 de noviembre de 2009

historias para no dormir: yo y mis pelos (tuve un editor que me regañaba cuando utilizaba la palabra pelos)


Cuando era pequeña, mi madre dedicaba bastante tiempo a secarme el pelo después de la ducha. Cogía el cepillo y el secador y se entretenía en dejar el pelo liso y en su sitio, para evitar mi cabeza de leona despeinada. Así que hasta los trece años siempre llevé el pelo liso. Entonces descubrí que si ponía un poco de espuma, toda mi cabeza se rizaba como si aquello fuese lo más normal del mundo. Incluso, con el tiempo, dejé de necesitar espuma.


También cuando era pequeña, mi madre me llevaba siempre con el pelo corto, lo que me hizo ganar el apodo de "champi" por parte de mi tío. Cada vez que me llevaba a la peluquería tenía que comprarme con algo para que me dejase cortar el pelo. Por eso, en cuanto me hice "mayor" me lo dejé largo.


Llevé el pelo largo desde los catorce años hasta los 21, cuando preparábamos Divinas Palabras y yo estaba a punto de graduarme. Por el personaje que debía interpretar, la directora me prohibió cortarme el pelo. Soy una persona a la que le gusta llevar la contraria, así que ese mismo año, después del último bolo, tras vivir mi fiesta de graduación, las tijeras se hicieron con mi coronilla. Elena, una de mis profesoras de facultad, paró su clase gritando cuando vio lo que había hecho con mi cabellera y sin asalto de los indios. Pero yo necesitaba cambiar y, aunque había jugado durante ese año a ser pelirroja y morena, no había sido suficiente.


Hasta el año pasado llevé el pelo corto y rizado, totalmente desordenado, cómodo y práctico, disfrutando del aire en la nuca y de enseñar cuello. Dejé de cortarme el pelo de manera tan radical cuando comencé a trabajar de profesora. Y sin darme cuenta, creció tanto que ya parece que estoy al principio de todo, así que comienzo a desesperarme.


Hoy lo solucioné con un baño de color chocolate, pero no sé cuánto aguantaré sin hacer algún cambio.

domingo, 22 de noviembre de 2009

a dormir


Cuando me enfado, me siento culpable, tenga o no razón.


No sé de quién he aprendido esta costumbre poco saludable, pero la verdad es esa, soy incapaz de mantener mis razones incendiadas demasiado tiempo. No me gusta estar de hielo y fuego por dentro. Esta es una de las causas de mis continuos fracasos.


Siempre cedo en las discusiones, soy fácil de convencer, es sencillo comprar mi felicidad con una frase. Mi corazón se deja hacer rápidamente, si la promesa es paz, aunque sea perecedera.


No me gusta ir a la cama con esa sensación de hueco en el estómago, siempre estoy dispuesta a perdonar de madrugada. Así que reconcilio mis mitades, la culpable y la guerrera, las llevo a la plaza del centro y las apago allí, para que no me den demasiado la lata.


Pero tengo que tener cuidado, una vez apagué tantas razones que olvidé quién era.

jueves, 19 de noviembre de 2009

La felicidad no se compra con bonos


Ana se ha tropezado la felicidad donde más miedo le daba encontrarla –confieso que yo también-, pero ha decidido ser valiente.


Ha decidido arriesgarse, salir a ganar.


Eso no quiere decir que no tenga miedo, que no se proteja, que no cuide su espalda; porque la verdad es que Ana siente que, si esto se vuelve a romper –y es una realidad a la que ni siquiera es capaz de asomarse-, su corazón quizá no aguante más oportunidades. Esa es la razón de que Ana dude e intente ser justa, de que elija el número tres sin darse cuenta cuando debería pelear por el número uno con uñas y dientes.


Cuando nos enseñaron a sumar, nos enseñaron a esperar sentadas a que el amor irrumpiese como rana o príncipe en nuestras habitaciones de palacio. Y Ana se vistió de amazona para comerse el mundo –benditas enseñanzas de femme fatale y chica tonta, pequeña…, ¿quién me mandaría?-.


Pero ser amazona no significa ser invicta, Ana lo sabe por sus cicatrices –yo lo sé por las mías-. Por eso a veces Ana necesita que le prometan que todo irá bien, que le aseguren que ya no hay riesgos, que puede confiar de nuevo en él –ese al que le partiré las piernas como se relaje un poco, porque la estoy animando a escucharse y a ser fiel a sí misma, y como…-.


Ana me dice, simplemente, “estoy tan feliz…” y se enciende una luz en mí para volver a creer en algo, aunque no sé muy bien en qué.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

animales


Hoy tenía examen con primero de la ESPA, hemos estado repasando un poco de morfología y quería examinarlos ahora que lo tienen todo fresco en lugar de dejarlo para más tarde. Además, la morfología es quizá algo de lo que menos me gusta de mi especialidad, así que cuanto antes me la quite de encima, mucho mejor.


Cuando hago examen vienen muchos más de mis chicos, así que nos repartimos como pudimos por el aula y los obligué a montar el "mercadillo" debajo de la pizarra con todas sus mochilas, carpetas y demás.
-Maestra, ¡qué desconfiada! -se quejan.
Pero no hace tanto tiempo que era yo la que se sentaba donde ellos. Así que escucho marcial sus críticas y los mando callar para repartir los exámenes. Pronto empiezan a resoplar y eso que yo consideraba que era bastante fácil.

Mientras pasan los minutos no me puedo resistir a dar alguna pista inspiradora, intentan picarme para que les responda más, pero me niego a entrar en sus juegos. Ramón me mira muy serio:
-¿Puede venir a solucionarme una duda?
-No -me río-, desde aquí y en voz alta que me lías.
-¡Por favor...!
-Que no Ramón, que nos conocemos y vas a querer que te diga la respuesta.

Los demás se ríen y comienzan a levantar las manos. Impongo orden rápidamente y escucho que Alberto murmura: "ya está la sargento". Sonrío y sigo paseando a la caza de chuletas. Uno de los alumnos que termina antes me enseña un justificante para hacer el examen que perdió, el primero que hicimos. Le indico que suba a sala de profesores y pida que le den los folios sueltos que hay en mi taquilla.
A los dos minutos vuelve con las manos vacías.
-Dicen que subas tú, que no saben cuáles son.
Resoplo y le digo que vuelva e insista. Al poco rato aparece seguido de una compañera que lleva todos mis folios. Se lía un poco de revuelo en la clase mientras mi compañera me explica que no se fiaba. Sin pensármelo dos veces me vuelvo para la clase y doy una voz. Todos se callan y vuelven a sus exámenes.

-Si necesitas que te eche una mano... -propone servicial y compasiva mi compañera, arrancándome una carcajada.
-No... no te preocupes... -me río y la acompaño a la puerta.

Juanma no es capaz de esperar a que cierre:
-Ni que fuésemos animales, maestra... -se queja por el comentario de la otra profesora.
Y me hace pensar, me hace pensar en la imagen que dan y en lo que de verdad son, en lo brutísimos que pueden llegar a ser y en lo que puedo llegar a reírme con ellos. No son malas personas, sólo estaban sin domesticar y, poco a poco, se dejan hacer.

martes, 17 de noviembre de 2009

en el ring


A veces necesito decir la última palabra, ser la que acaba la conversación, imponer mi voz, mi verbo. No sé qué tipo de defecto es, pero mi madre dice a veces que es hereditario.


Yo creo que hay algo de nacimiento y algo de aprendido. No sé cuándo comencé a sentir la necesidad de defenderme, de utilizar personajes, pero qué bien entrenado tengo lo de los roles sociales. Quizá por eso soy la profesora con la que más firmes están los de primero de la ESPA, porque me pongo el disfraz militar y enfilo la palestra con energía. Quizá por eso nunca me catalogaron como líder o apoyo, sino como la voz en la sombra. Quizá por eso pude ser brillante o inexistente, triunfé y fracasé.


Por eso hubo un tiempo en que me quedé muy sola. Juan y yo teníamos la misma necesidad de decir la última palabra, hasta reducir nuestras cartas a pequeños papeles doblados con palabras en clave, hirientes y molientes, contra las palmas cerradas hasta el silencio.


Es mentira que en las discusiones trate de llegar a un acuerdo, la verdad es que siempre quiero llevar razón.


La vida me está enseñando a fracasar, a equivocarme, a caer, a ceder, a aceptar, a abandonar cuando el barco se hunde si quiero salvarme -a veces uno no tiene muy claro que no quiera naufragar-.


Me siento en un continuo aprendizaje que aún no comprendo, pero versa sobre la paciencia y sobre mis limitaciones. Nada de grandes preguntas, sólo aprender, como en el boxeo, a encajar cada golpe sin cuestionar quién va a ganar el torneo.


Sola en el centro del ring, luchando contra mis continuas equivocaciones.

lunes, 16 de noviembre de 2009

daiquiri blues


Descubrí a Quique González cuando mi hermano irrumpió corriendo en mi cuarto para ponerme una canción. "Aunque tú no lo sepas" despertó algo dentro de mí que conectó sus letras con mi manera de sentir.


Esa Navidad, Javi me regaló toda su discografía y unas medias de rayas. No sé durante cuántos meses sólo escuché a Quique. No sé durante cuánto tiempo le puso voz a mis vivencias y, ahora, cuando lo escucho en el último disco, siento todo lo que tengo por vivir, todo lo que se rompió, lo que está por romperse y lo que va a sobrevivirme.


Su voz se hace con los rincones de mi casa, con los rincones de mi cuerpo. Parece que me conociese como los poetas. "Nadie puede contigo", me canta, "nadie puede salvarte y te daba la impresión de que no iba a dejarte a ti".


Hay una frase por canción que me dedica a mí, podría coleccionarlas todas y hacer mi canción, describirme con sus palabras rotas con aire a Madrid y a local lleno de humo. Sólo lo he visto una vez en concierto y no me atreví a gritar por mi canción preferida en aquel teatro pequeño. Yo me abrazaba las rodillas y él lucía unas gafas de sol para ocultar sus ojeras.


Siempre me avergonzó conocer a los autores de mis letras preferidas, no hubiese encontrado nada inteligente que decirle, porque ¿cómo corresponder con una frase el mundo de palabras que desencadena dentro de mí cada vez que coloniza mi vida con su música? Así que lo dejé pasar y me llevé en el bolso su discografía.


Recuerdo que Roberto siempre decía: "¿que vaya yo a pedirle un autógrafo? ¡que venga él a buscarme!". Lo mío no es tan de película, nunca me sentí tan importante. Me sorprende esta conciencia mía de lo minúsculo...


"Si vuelves a pensar en mí, ya no estaré en aquella ruta, ni haré una hoguera con tu corazón".

¿Quién no la conoce todavía?



Hoy cumple años Marta, la sirena de luz.


Recuerdo el primer cumpleaños de Marta en la Escuela de Artes y Oficios, nos imagino por los pasillos, en aquella bendita equivocación. Tengo cerca otros de sus cumpleaños, en su casa, con la mesa llena de dulces y canela y sus amigos. Aquella vez que perdimos la cabeza en su sofá, mis chicos, ella y yo.


Después llegó Madrid y los cumpleaños se hacían a distancia entre un ¿cuándo vas a subir? y un ¿cuándo vamos a vernos?


Este año Marta quería su cumpleaños aventurero por Granada y allí nos lanzamos para alegrarle un fin de semana de besos, abrazos, risas y sol.


Todo el mundo sabe que cuando Marta está alegre el mundo es mucho más bonito y cualquier detalle pequeño se convierte en un motivo más para sobrevivir. Hacer feliz a Marta es una empresa tan sencilla y gratificante, que sus ojos azules como el fuego brillan divertidos ante nuestros intentos complicados. Marta sabe de lo pequeño, de los detalles en forma de caricia o de cancioncilla por el Paseo de los Tristes.


Con su sombrero y sus trenzas, mi sirena iluminó una ciudad de piedras y té, coleccionando imágenes con el regalo de Pablo y transformando su alegría en nuestra fe.


Felicidades, Marta, gracias por dirigir tu destino hacia mi sur y compartir conmigo tu risa.

domingo, 15 de noviembre de 2009

mi hermano chico


-Me gusta tenerte aquí -me dice Javi cuando me abraza para darme las buenas noches en un bar lleno de gente porque mi pequeña Marta se nos cae de sueño.


A mí también me gusta estar con él, compartir a los suyos, descubrir sus rincones preferidos, robarle anécdotas, sentirlo cerca y mío. Llevaba tiempo sintiendo que las cosas no estaban igual entre nosotros, las distancias, mi pena, habían construido una muralla extraña entre los dos. A veces me preguntaba si el verme tan delgada le daba miedo, si temía encarar mi dolor o si sólo se sentía avergonzado de mi fracaso.


Estos dos días a su lado me han servido para volver a sentirlo mi pequeño, poder abrazarlo y refugiarme en su pecho grande, hacerme diminuta dentro de sus brazos de hermano mayor -cuando ese es mi papel cronológico-, colonizar su casa, brindar y recibir sus premios... Simplemente lo necesitaba.


Y el viaje culminó con una comida cerca del río, con mis tres enanos dándome baños de cariño en forma de besos, dibujos y abrazos chiquititos con sus bracitos tiernos. Los ojos de Marta brillando al sol, Pablo y Antonio como hombres con barba y mis tíos compartiendo con nosotros unos rayitos de otoño que ya había llegado, desnudando árboles amarillos, a su pueblo de montaña.


Abracé a Javier antes de escapar, hasta la próxima vez, no sé cuándo...

sábado, 14 de noviembre de 2009

Salvemos otro sábado (y el día está sin acabar)


Granada amanece de frío y al levantarme para escaparme del dormitorio para tres (preludio de una montaña), descubro en el patio de atrás de la casa de mi hermano una estampa para fotografía con tres hombres desayunando al sol, descalzos, con un perro y ropa tendida, dos sofás y la luz.


Esta casa respira un aire distinto, por fin nos ponemos en marcha y tras despertar con un café, Javi nos encuentra y nos conduce como general de la aventura. Primero me lleva a una tienda de libretas y tipos de papel, sabe que me enamoran estas cosas y me resisto sobremanera para no comprarlo todo. Lo que sí tengo que comprar es la nueva Moleskine para este invierno, tengo ganas de empezarla, de contar las historias desde la yo que soy ahora. Después miramos escaparates bonitos y nos encaminamos al encuentro con Antonio.


Tras callejear, nos sentamos frente a la catedral escuchando guitarras, Marta disfruta su cámara nueva y llega la primera parada en busca de una tapa. Bea nos sorprende unos segundos, pero después escapa. Tanteamos distintos lugares hasta que nos asaltan Juan y Leticia con besos, abrazos y noticias. Tenía muchas ganas de ver a Leticia, de escuchar su crónica del último puente, leer en sus ojos la alegría. Nos equivocamos de bar y tropezamos por callejuelas hasta llegar a una tetería.


Piden un narguile. Definitivamente no sirvo para fumar y parezco un dragón enfermo hablando mientras el humo me raja la garganta y se me escapa por todos los poros de la piel arrancando las risas de Marta. Charlamos, contamos anécdotas, y a quien madruga, "patada en los cojones" (probadlo, cualquier primera mitad de un refrán se convierte en algo magnífico si después lo acompañas de esa estúpida frase). Javi me salva la ilusión y corre a su casa, bastante lejos, aunque no me lo dice -él asegura: "si está muy cerca, muy muy cerca"-, para traerme el regalo de Marta. Este año tiene una caja de tesoros con poemas, fotografías, besos y escrituras. La tetería es el lugar ideal para descubrir los pequeños detalles de sus veinticinco años.


Cuando nos despedimos de todos, cuando sólo quedamos el equipo de la mañana, nos encaminamos al paseo de los tristes en la noche de Granada. Canturreo una canción y mi hermano me enseña los gatos, nos quedamos helados y decidimos volver a su casa, para aprovechar los sofás, la música que ahora suena inspirándome, para observar a Marta leyendo mis comentarios en nuestras fotografías, para sentirme libre y feliz, rodeada de los que amo.


Y una trompeta acompañada de piano me recuerda que la noche está por empezar.

viernes, 13 de noviembre de 2009

adivinanzas


Cuando era pequeña, en otoño, iba al colegio con los bolsillos llenos de castañas o mandarinas. Nunca salía de casa sin mis reservas y paseaba al sol sobre los charcos para llegar contenta a ese rincón lleno de amigos.


No sé por qué me acordé hoy de esto, supongo que porque vine a casa de mi madre y me ofreció castañas, porque buscamos mantas en los armarios, porque mi tía me escribió esta mañana para contarme cómo están mis tres tesoros, porque Mariano insiste en que no puedo esperar más para ser madre, porque voy a ver a Marta hoy y conecto con todos mis recuerdos bonitos, porque al bajar del coche me encontré con viejos amigos a los que no veía desde febrero y di abrazos que me supieron bien y tristes, porque voy a pasar el fin de semana con mi hermano Javi y eso me hace acordarme de nuestras viejas aventuras, porque jugué en clase, porque compré mandarinas...


Me da vértigo imaginarme de niña, lo he dicho mil veces, pero es como imaginar a una sobrina, a la hija de otros.


No sé cómo concebiría Patricia esta proyección, pero es noviembre y ella correría con la bicicleta, subiría a los árboles, tiraría piedras a la fuente, pintaría y bailaría en el sótano de casa, dormiría con mantas feliz bajo su peso, ella estaría deseando ir a casa de los abuelos, estaría jugando en la calle.

jueves, 12 de noviembre de 2009

sargento sin corazón


Carlos me para en la sala de profesores para contarme que una alumna de primero salía comentando que la profesora de lengua era una sargento. Me hace gracia el dato porque ya he subido de piso en los cotilleos y no son sólo los de la ESPA los que critican mi nivel de exigencias.


Hace dos semanas que han vuelto a mi clase de primero de bachiller un grupo de chicos que, tras la primera semana, dejó de venir. Se sientan todos juntos en pandilla al fondo del aula y se dedican a lanzar todo tipo de comentarios cuando me doy la vuelta para escribir en la pizarra, creyendo que no los escucho. Tengo mi claro preferido entre esa tropa de holgazanes y, no porque saque buenas notas, sino por la cara con la que atiende a cada una de mis explicaciones. Las clases en primero se me abarrotan ahora que he comenzado con la sintaxis y de la cantidad de voluntarios para salir a la pizarra me estoy aprendiendo por fin sus nombres. Así que salgo del aula sargento y satisfecha.


En primero de la ESPA hoy toca leer el Principito y hablamos de la tristeza y los atardeceres. Cuando toca leer todos se alegran. Me siento bien en esa clase, después de tanta guerra, cuando por fin han aceptado mi orden de las cosas.


-Eres la única que se preocupa por que trabajemos –me dice Juan Pedro, sentado justo delante de mí en primera fila, en una de las pausas entre ejercicios mientras canturrea: “déjame ser tu príncipe azul” y yo evito reírme a carcajadas.


Ángel, que me recuerda muchísimo a mi hermano, se acerca con su libreta llena de tachones y con unos puntos y finales del tamaño de manzanas.


-¡Pero hombre, así no puedes rellenar un documento oficial, ni escribir una carta a tu novia! –le digo.


-Ay, cartas a las novias, maestra… –se burlan-, qué anticuada está usted.


Intento no reírme y me hago la ofendida.


-Hay que recuperar las buenas costumbres –insisto tratando de mantenerme firme, me miran como si estuviese loca. Menos mal que Ramón sale a defenderme:


-Pues la verdad es que me saldría más barato que tanto mensajito al móvil…


Definitivamente me encanta cuando están receptivos y podemos trabajar y comentar y gastar bromas. Me encanta que comiencen a comportarse, a respetar los turnos de palabra, que no se griten, que me sonrían sin malicia.


Claro, que eso no quita que, cuando termina mi jornada y salgo, mientras todos mis alumnos, de los tres cursos, fuman en la puerta, mi grupo de ESPA me reciba a gritos y, frente a mi mirada de “esto no es lo correcto”, se cuadren firmes con la mano en la frente, como mi propia tropa de soldados.


-Descansen –les digo con una sonrisa y los de los bachilleratos nos miran con los ojos como platos.


-¡Hasta la semana que viene, maestra! –me gritan y me siento feliz, feliz, feliz.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

tú siempre puedes entrar


Conocí a Ramón cuando montábamos una comedia de Woody Allen y él se convirtió en diferentes personajes. Al principio era sólo un compañero más, pero poco a poco, Ramón se fue haciendo un hueco en mis preferencias.


Ramón es muy desgarbado, alto y delgado, con el pelo moreno lacio y semilargo que le cae sobre los ojos dándole un toque personal. Tiene los ojos negros y las manos delgadas de dedos largos. Ramón siempre me ha tratado como si fuese un gato o como si fuese Wendy.


Ramón nunca me da besos, sólo tiene para mí dedales.


Recuerdo una mañana en la biblioteca, de esas en las que acabábamos sólo los dos. Yo no me encontraba nada bien, me dolía la barriga, pero no quería volver a casa. Ramón se ofreció a ir a su casa a por ibuprofeno y yo lo esperé ovillada en un banco de la segunda planta.


-Lo siento –me dijo cuando volvió jadeante, no había encontrado lo que buscaba, pero en su lugar me había traído un huevo kinder para que disfrutase de un poquito de chocolate.


Ramón siempre me hacía sentirme especial, convertía pequeños detalles en aventuras maravillosas y con él podía ser absolutamente insoportable. Entonces me revolvía el pelo y pasaba de mis gruñidos, me abrazaba aunque me pusiese recta y fría, pasaba pro alto mis impertinencias, como si no hubiesen sonado. Me perdonaba hasta el infinito, para él mis pataletas eran motitas de polvo.


Si Ramón tenía que decirme: no me gusta lo que estás haciendo. Él me lo decía, sin enfadarse, sin permitirme hacer un drama, sólo se quitaba el pelo de la cara y mirando al infinito confesaba su desacuerdo. Siempre he agradecido su manera de quererme.


Su amor es por entero gratuito y no me lleva las cuentas.


Es difícil olvidar su mirada cuando volvió de París, su grito de júbilo cuando encontré un beso rodando por el suelo y se lo entregué con devoción, su abrazo delicado cuando ese domingo aparecí en el ensayo, abrazándome las costillas, porque me habían roto, su manera de quitarse la chaqueta y rodearme con ella como si hiciese un frío horrible dentro de mí.


¿Por qué hablo de él hoy? Porque hoy Ramón me dijo, sin complicaciones, como si el tiempo no existiese, “tú siempre puedes entrar”. Y me salvó saber que tiene su ventana abierta para mí cuando soy, de nuevo, Wendy.

martes, 10 de noviembre de 2009

el niño pelirrojo, el corazón de cristal y Diego

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Tesoros rescatados de un martes como los demás.

Cuando salgo de la sala de profesores durante mi hora libre, me encuentro a un chico pelirrojo sentado en el escalón y jugueteando con un rosario de cuentas moradas. La verdad es que está guapísimo con su cara de pecas y su nariz de pillo, recibiendo la luz de la ventana que lo hace parecer de fuego.

-¿Estás rezando? –bromeo al pasar a su lado.

-No sé rezar –me responde encogiéndose de hombros y me acerco a su lado para charlar un rato. El rosario tiene las bolas mordidas y cualquier les encuentra un sentido.

-Aquí faltan… –indico.

-Es que me quedaba grande, maestra, y se las he quitado –me explica señalándose el pecho-. Sólo lo llevo para que me de suerte.

Me doy cuenta de que bajo esa sonrisa infantil hay un corazón enorme de elefante y me quedo un ratito bromeando con él antes de volver al trabajo.

Antes de volver por la tarde, incordio un poco a Ana para saber cómo está. Está siendo valiente y justa con sus sentimientos, pero eso siempre implica un riesgo –que me lo digan a mí-. Cuando uno sigue a su corazón puede encontrarse con dos tipos de fronteras, las del miedo y las de lo que esperan los demás. Ana había llegado tras la primera, pero topaba hoy con todas esas voces en desacuerdo.

-¿Qué es lo peor que puede pasar? –le recuerdo-. ¿Que te rompan el corazón otra vez? Ya hemos pasado por eso y no estamos muertas.

No sé si le estoy dando el mejor consejo del mundo, no sé si la estoy lanzando de cabeza al precipicio. Pero algo de temeridad me recuerda con ironía que lo importante es escucharse y escucharse bien.

No me siento tan en posesión de la verdad cuando Diego interrumpe el nacimiento de un verso llamando mi atención. Ha terminado los ejercicios que le he mandado y quiere que le de algunas citas bibliográficas para continuar formándose por su cuenta. Me frustra que el mejor de mi clase se sienta el menos preparado. Charlamos un rato, me sorprenden sus fuentes, y le doy algunos trucos para perfeccionar su redacción.

-A veces me faltan las ideas –confiesa acompañándome por las escaleras una vez terminada la clase.

Y memorizo su gesto de curiosidad y desgracia, de rozar casi con la punta de los dedos la manzana más alta del árbol.

Los martes, cualquier escusa es buena para seguir respirando.

lunes, 9 de noviembre de 2009

el amigo de Carolina




Carolina tiene un amigo que todos los días manda un mail a los suyos para decirles qué es lo mejor que le ha pasado y qué ha sido lo peor. Después acompaña todo eso de una canción. Me dio envidia hoy, así que, a falta de grandes aventuras...




Lo mejor que me pasó en el día fue la cara de Ramón cuando le di su examen con un nueve, que Ana se compartiese conmigo y el frío haciéndose con todo.




Lo peor del día fue el dolor de cabeza, fregar los platos, discutir con dos alumnos de la ESPA y los exámenes por corregir.




La canción que os dejo, se la dedicó un lector a Carolina y, desde que la escuché la semana pasada, no puedo pasar sin ella, por lo menos, una vez al día. Me hace feliz: "first day of my life" de Bright Eyes.

que hoy sea domingo


Me encanta despertarme mientras todos duermen, abrazarme las rodillas en el sofá mientras la luz de la calle va inundando la casa y el silencio se va rompiendo por el ruido de los vecinos.


Después de una noche en la cama de Carolina, me levanto a escribir en el salón. He cazado algunas imágenes bonitas mientras estaba aquí y no quiero olvidarlas. Elijo el color verde porque últimamente es mi preferido y colecciono palabras mientras los demás se despiertan. Estoy preparando café cuando amanece Carolina. Recogemos la casa y nos sentamos con las tazas humeantes a hablar de la vida. Es entonces cuando suena el teléfono y salto a la ducha para encontrarte. Alecciono a Chica muy seria mientras bromea conmigo antes de salir de la casa.


Subirme a tu coche me resulta cotidiano. Sopla un viento increíble que me revuelve el pelo y me llena de felicidad mientras brilla un sol de andar con los ojos cerrados. El palacio de congresos está aún más abarrotado que ayer, así que volvemos pronto a casa de Carolina y Chica. Me voy poniendo nerviosa por momentos, me resulta inquietante conectar estas dos partes de mi historia.


Jachi(s) se suma también al plan de la comida con sus pantalones a la italiana. Charlamos de todo un poco y después de comer vuelve a sonar la guitarra. Hacía tantos meses que no te escuchaba... Miro la cara de Chica, entre celosa y alegre. Piden canciones y no quiero irme. Pero llegan las despedidas y prometo a Miguel que Manoli le responderá siempre que necesite que le alegren el día.


Después de unas vueltas con el coche nos encontramos con los tuyos, y estoy empezando a preguntarme si va a ser una tradición esto de aparecer tras las bodas. Como siempre, noto la distancia a punto de recomponerse y comienzo a sentirme triste. Hasta que acabo en una rotonda atestada, diciendo adiós y hasta no sé cuando.


El viaje se hace cortísimo y descubro que voy a coronar el domingo con Isra y Nacho, que han acudido a mi territorio. Los acompaña Antonio y, divertidos, cenamos juntos celebrando habernos visto tan de seguido dos fines de semana. Los invito a visitar mi casa y me gusta observarlos aquí, mirándolo todo. Antonio y yo comentamos algunas lecturas, me avergüenzo de las bolsas de la compra en medio de la cocina, recojo rápido la ropa que tenía en la silla y les explico que soy feliz en este hormiguero.


Es fácil este domingo, lleno de encuentros, reencuentros y recuerdos. Podría ser ayer siempre... o quizá sea pedir demasiado...

domingo, 8 de noviembre de 2009

Carolina, Chica y Miguel


Los planes salen siempre como menos te lo esperas y lo que empieza siendo un striptease de miércoles, acaba coronándose como un sábado estupendo de reencuentros.


Carolina me invita a pasar el fin de semana en su casa y la verdad es que, frente a otros planes, decido que al final necesito venir a jugar. A jugar con ella, a jugar con Chica, a conocer a Miguel. Mis padres madrugan y voy dormida en un coche de nieblas, llegar a Málaga, coger el tren, aparecer en el centro después de un paseo con buena temperatura, me trae recuerdos y me llena los pulmones de aires nuevos.


En seguida parece que el tiempo no ha pasado. Comenzamos por anécdotas, me enseñan la casa y aparece Miguel recién levantado, ya le he tirado los tejos por web cam, así que nos reímos mucho cuando nos encontramos. Pronto me siento como en casa y, después de unos cuantos cotilleos, decidimos salir a pasear por el centro.


Creo que nunca había paseado de día y sin feria por el centro de Málaga, así que la experiencia está llena de imágenes bonitas y echo de menos mi cámara de fotos. Terminamos comiendo de tapas y brindando con rivera en una pequeña tasca no sé dónde. Comienzan las bromas, los recuerdos, el volver a entonces y encontrarnos ahora. Acabamos yendo a una tetería a pasar la siesta sentados en el suelo, con té de regaliz. Es entonces cuando conozco a Miguel, cuando me acerco a él y podemos hablar de todo y de nada. Yo hago preguntas y él las responde, es fácil y el tiempo pasa volando.


Al salir jugamos a hacernos los dormidos mientras llega Chica. Hacía tanto tiempo que no salía con actores que me divierto muchísimo. Jugamos al escondite, a las persecuciones, al pasaje del terror y descubrimos a la Manoli que llevo dentro cuando el Barrio firma discos y bajamos las ventanillas para gritar.


El palacio de congresos se suponía lleno de ofertas y andorreamos entre gente dispuesta a gastarlo todo. Los vestidos de lentejuelas están demasiado caros, así que volvemos a casa sin brillos, pero dispuestos a comparar una botella de vino y seguir riendo. Vemos antiguas fotografías, videos de hace tanto tiempo que no me encuentro, intentamos arreglar el mundo y Chica y Carolina acaban a gritos en el sofá, mientras Manoli vuelve a protagonizar un video.


¡¡Qué divertido volver a salir con actores!! Me siento tan yo hoy...

viernes, 6 de noviembre de 2009

el abuelo Juan




Mi abuelo murió cuando yo era muy pequeña, pero guardo recuerdos suyos que me asaltan en estas calles que le pertenecen.

Después de hacer la compra, de dejar el encargo de que me lo lleven a casa como si fuese una dulce señorita, me dirijo al instituto por un camino nuevo. Nuevo y viejo, porque conforme me voy familiarizando con los naranjos y las casa blancas, me voy haciendo consciente de que mis pies pasaron por estas aceras, hace muchos años, cuando aún andaba de la mano por necesidad -justo como ahora-. Me doy cuenta de lo lejos que debía parecerme aquel barrio del de mi abuelo, busco con la mirada el puesto de chucherías y un perro negro me mira con ojos profundos, disimula un poco y decide seguirme.

Es extraño seguir teniendo tan presente a mi abuelo Juan. Ayer recordaba aquel libro de cuentos que me mostraba con sus manos arrugadas y podía verlo a contraluz frente al balcón del salón. Sé que si hago un esfuerzo podría recordar el tono de su voz entrecortada, el olor de su chaqueta marrón, las cosas que me contaba mientras paseábamos por este pueblo para vivir las aventuras que preparaba para mí. Es raro no guardar recuerdos de mi abuelo Andrés durante esa época inicial, sólo recuerdo a Juan llevándome a la pequeña bodega de la cochera, cogiendo naranjas de los árboles para mí, comprándome caramelos en la plaza, con su ceño fruncido y mi camión de bomberos.

A veces me pregunto qué pensaría él de mí. Sé que tenemos muchas cosas en común y que me devocionaba. ¿Cómo habría vivido conmigo estos años?

Me resulta algo incomprensible este sentirlo tan cerca aquí, el echar de menos a alguien que no conozco.

jueves, 5 de noviembre de 2009

los jueves por la mañana terminan en tardes interminables


Echaba de menos el aire frío de Alcalá y hoy, al salir del trabajo por la noche, me tropecé con las corrientes heladas que anuncian el otoño.


Ha sido un día más. Limpieza, puesta en orden, largas conversaciones, lavadoras, exámenes que al final no se realizan, complicidades, enfados, cansancio. Poco a poco la monotonía se hace con todo, regalándome mis tópicos, como el hombre de mono azul en bicicleta que me cruzo todos los días a las tres de la tarde, como los nombres de los alumnos que siempre vienen.


Esto no es Alcalá, el frío no obliga a buscar los abrigos ni hay que ir siempre armado con un paraguas. No conozco a mis compañeros ni me he enamorado de un camarero, el café no viene a buscarme a las seis de la tarde en Casablanca ni juego largas partidas de trivial mientras nieva fuera.


Pero estoy bien, aprendo cosas nuevas, hay una calma sin emoción que agradezco. Y la monotonía de los jueves a las diez, cuando salimos cuatro gatos a buscar un tema de conversación sin sacar las uñas.

llueven las dudas


"El peso de un pajarico..."


Primero su corazón pesaba, después ya no.


La mañana me recibe con malas noticias y mis ánimos para poner la casa patas arriba se desnudan de intenciones. Sólo me queda el silencio de la incógnita, la crueldad de mi imaginación.


Yo no la conocía, pero él me la describe con palabras entrecortadas y siento cómo algo se va encogiendo dentro de mí. Me aterroriza, me aterroriza envejecer, hacerme tan pequeña como ella.


Leo sus palabras, comparto sus lágrimas desde aquí. Me llueven las dudas, diminutas frente a las suyas. ¿Qué pensó antes, qué pensaría después? ¿Qué herida sentía tan insoportable?


Reconstruyo sus manos, reconstruyo sin remedio cada paso, la luz, la casa que no conozco. Lo reconstruyo a él, ahora, mientras me habla, su corazón herido de poeta.

noviembre



él tiene esa manía de dejarme fuera de todo lo que lo preocupa, supongo que tiene miedo de dejarse ver, es su guerra, no sabe que yo podría hacerlo más fuerte, tiene mucho que aprender.



cuando le dije la verdad, él ya la sabía, como sabía qué funda nórdica iba a elegir o cómo iba a sentirme en tal momento. A veces me da vértigo que sepa tanto, no poder ser sorprendente. es como salir a interpretar un texto que él ha escrito para mí, se mezclan la satisfacción de complacer al director con el vértigo de saberse programada.



pero estoy programada al amor al fin y al cabo, eso no lo duda nadie.



desde que lo conocí me gusta conducir, pero odio los kilómetros, sobretodo los que nos separan, esos me saben tan mal que dejaría de probarlos para siempre. también desde que lo conocí supe que lo quería, estas cosas suelen pasarme y puedo elegir ser valiente o ser cobarde, con él fui absurdamente valiente –le pese a quien le pese.



sé que hay demasiada gente que no lo entiende. que no me entiende. a veces pierdo la paciencia con su incomprensión y con la mía.



tiempos, espacio, convenciones, lo que se espera y lo que no.



él me hace sentirme libre, lo entienda quien lo entienda. y duele, todo me duele en este corazón venido a menos, yendo a más. pero a mí me sirve, desconfiados, a mí me hace feliz que es lo que importa.



claro que preferiría un ritmo de diario. yo no puedo negar todo lo que decís, hay muchas cosas en las que no puedo defendernos. pero, ¿y qué si estoy resultando temeraria? ¿y qué si no estoy mirando por mí?



vuestra forma de sumar ya no me sirve. no me servía. ¿nadie puede, simplemente, apartar el miedo -yo estoy luchando por no quedarme anclada atrás-, y alegrarse, como yo me alegro, por mí?



él no es ningún poeta, y todavía no mide lo que sabe de mí, pero nos estamos dando la oportunidad de querernos.



y a mí me sirve –cuando no lo echo demasiado de menos-, a mí me sirve el cómo nos queremos.



al final de todo y simplemente, pase lo que pase, duela lo que duela, cueste lo que cueste, él lo sabe, yo lo quiero,

miércoles, 4 de noviembre de 2009

dónde colocar el amor cuando no sirve para nada


¿Cómo le explico a Carolina que no debe sentirse avergonzada, que no tiene la culpa, que no debe condenar al fracaso la emoción que experimentó sólo porque él no supiese valorarla?


Conocí a Carolina cuando empezamos a dar traspiés en el teatro. La recuerdo con su pelo largo y su ropa hippie, su sonrisa enorme y las ganas de divertirse. La primera vez que hablamos de verdad de mujer a mujer fue cuando nos sentamos juntas sobre uno de los cajones de Cabaret porque la directora había tirado por tierra todo su trabajo del año con una frase el día del estreno. Sé de quién estaba enamorada Carolina entonces y cuánto le dolió el fracaso.


Después comenzamos a estudiar juntas, en la facultad de magisterio, porque nos quedaba cerca de Peritos para los ensayos de las tardes y porque nos gustaba vernos. No se me olvidará jamás aquella tarde en que la paleografía nos llevó a hablar de amor y nos descubrimos igual de estúpidas. Por aquel entonces ya se había cortado el pelo y preparábamos un texto de Woody Allen mientras yo me lanzaba en los descansos a la carrera hacia el hospital de al lado, para ver si Rubén se había recuperado de una falsa alarma de meningitis. También sé quién ocupaba el corazón de Carolina, quién lo rompió.


Íbamos a vestirnos de novias cuando conocí al Chico del Jersey Rojo. Estudiábamos todos juntos en la segunda planta de la biblioteca del campus. Charlábamos, inventábamos y descansábamos más de lo que estudiábamos. Yo renombraba a todos los asiduos a la sala, inventaba cuentos sobre ellos que escribía mientras los demás memorizaban biología, historia medieval, matemáticas o sistema de datos. En las pausas, leía en el corro mis encontronazos con el amor de mi vida, atado a un cascabel y a una sonrisa perfecta. Recuerdo las risas de Carolina cuando él se sentó cerca la primera vez. Recuerdo a Carolina con el vestido de novia y las botas moradas en su entrada al escenario. Sé a quién amaba entonces y quién a ella no.


Carolina sacudió mis debilidades con su ternura cuando Valle Inclán me destrozó el amor y descubrió mis debilidades. Recuerdo las campanas, el velo de novia, la cárcel. El descubrimiento más feroz y desgarrador de mi vida. Carolina me acogía, con paciencia. Ojalá hubiese sido ella Mari Gaila, ojalá me hubiese librado yo de aquellas verdades encerrada en el abrazo de Jesús poco dispuesto a querer. Sé cómo soñaban las manos de Carolina, cómo se rompían a veces sus murmullos.


Fuimos soldados y aprendimos esgrima, con coletas altas y ensayos a deshora, con bibliotecas sin chicos del jersey rojo. Yo me hice de hielo después del miedo, me volví inasequible. Lloré desconsolada en las escaleras y volví con ella, en los descansos, a dejar entrever alguna tecla pulsada del dolor que me asediaba. Carolina compartió palabras, hizo bailes, rió y reímos. Pronto se iba a acabar todo, su sueño se hacía realidad, era lo único que iba a importar.


La graduación de Carolina conducía a Málaga, a la escuela de arte dramático. De pronto era todo fuerza y brillo, luz, ilusión. Recuerdo llamarla cuando salía el resultado de las pruebas, recuerdo su loca ilusión, su ausencia en los primeros ensayos de aquel año cuando ya no éramos los mismos, cuando no podíamos escapar a Huelva para bañarnos desnudas en el mar o gritar en un autobús de madrugada de camino a Burgos.


Después yo dejé el teatro. Y a Carolina. No sé muy bien por qué, son las cosas tontas de la vida. Perdí las cuentas de los saltos de su corazón y de sus caídas. Nos veíamos de vez en cuando, en una firma de libros aparecía aunque estuviese recién operada, brindábamos en un bar de mala muerte porque había venido con Chica, cruzábamos cuatro confesiones y nos queríamos como siempre, pero menos seguido, supongo.


En mayo me acerqué al estreno de la obra de mi grupo de teatro. Carolina, todas estaban allí. Al principio nadie me creyó. Luego todas acudimos al servicio y me abrazaron, me miraron de cristal y las eché de menos, como nunca. Después volví al silencio. Por esas tonterías de la vida, Carolina y yo nos encontramos hace dos semanas a través de las palabras. Supe de quién estaba enamorada. Recé para que no le rompieran otra vez su corazón de mermelada.


Pero yo no sé qué más tiene que aprender mi pobre niña. ¿Cómo le digo dónde colocar el amor ahora que no le sirve para nada?

martes, 3 de noviembre de 2009

hacer las paces


A veces se echa de menos a la seño que te obligaba a acercarte a tu enemigo para firmar una paz de recreo con un abrazo infantil. Se echa de menos que te pidan las palabras mágicas, porque ya no creemos en nada. Se echa de menos la ternura, simple y llanamente, la que arrasa las puertas y los instintos, la que destroza fronteras y despinta uniformes.


Vestimos demasiado de lo fácil, de cerrar puertas, de analizar al otro para encontrarle la metralla en el centro de la boca.


Pero la boca se creo para hablar y firmar besos.


Adrián trabaja toda la hora recordándome su esfuerzo. Está acostumbrado a que no lo perdonen, a que lo encasillen y lo juzguen como el más revoltoso de la clase. Hoy sólo tengo las ovejas negras y se defienden con sus lápices completando ejercicios sin hablar. La música de mi ordenador llena el aula vacía. Él es el primero. Recuerdo que tengo, de mi visita a Madrid, una bolsita de chucherías. Así que decido asaltar sus prejuicios, abro mi bolso y cojo su premio.

-Adrián -lo llamo desde el otro lado de la clase y le lanzo el sencillo regalo que no espera.

-¿Esto qué es, maestra? -desconfía mientras vuela el paquetito y suena contra su mesa.

-Por terminar el primero -explico con una sonrisa enorme y vuelvo a mi mesa sin hacerle caso. Sé que si le atiendo demasiado, creerá que lo estoy comprando, desconfiará de mis intenciones, se sentirá frustrado. Y yo quiero que se sienta grande, que sepa que lo quiero, aunque le regañe.


Adrián reparte los caramelos con todos sus compañeros. No es egoísta, los comparte todos, y eran pocos. Corrijo un nuevo examen cuando lo escucho decir:

-¿Alguien tiene fiso?

Levanto la cabeza y lo veo con el trozo de papel que envolvía las chucherías en la mano. Está precioso con sus ojos claros perdidos de emoción. Me pregunto si alguna vez se habrá sentido favorito y se me rompe un poco el corazón.

-¿Para qué quieres fiso? -le increpa marimandona Cristina.

Adrián se encoge de hombros, se siente incómodo, no quiere mostrar debilidad.

-Para pegarlo en su carpeta -explico con una sonrisa, defendiéndolo con chulería.

-¡Claro! -se alegra él-. Para tenerlo de recuerdo... de la seño...



(Qué repetitiva soy, pero qué fácil, qué terriblemente fácil hacer felices a los demás... ¡Qué horror! ¿Por qué nos cuesta tanto? Explícadmelo).

lunes, 2 de noviembre de 2009

los tejados de París


-Voy a enseñarte algo –promete Milou cuando asalta a Dulce en la calle y la conduce hasta la azotea del teatro para enseñarle las vistas de París.

Nunca he estado en la ciudad de la luz, la he visitado entre canciones, de la mano de una imagen de película, la vislumbré entre unos versos y de la boca de Ramón cuando me prometía paseos en francés. Grité por el amor de un poeta en su cementerio, observé a Carolina con su sombrero rojo, degusté deliciosos platos en un restaurante diminuto, paseé tras comprar el pan hasta mi casa, un apartamento no muy grande con vistas a un árbol que me tapa la ventana. He escuchado hablar de las mujeres de París, vi a Ana bajo la torre Eiffel con su abrigo y su bufanda, soñé bicicletas y recorrí Notre Dame un ocutubre no sé cuando. Marta desea besar a Pablo de camino hacia el Louvre y yo la imagino bajo un paraguas porque chispea. Nunca he estado en París y creo que nunca iré.


Pero, por lo poco que he entendido de la vida, si al final me confundo, si aparezco en plena calle en un otoño cualquiera en un rincón de ese sueño, debo subir a un tejado lleno de chimeneas y observar las antenas y los ruidos de una ciudad que atardece, para dar lugar al milagro eléctrico de una noche de estrellas artificiales.

Y, si al final me confundo, no negaré el beso a Milou, cuando me lo pida.


(París, París)

domingo, 1 de noviembre de 2009

la capital eres tú



Madrid existe por Marta, si no, seguiría siendo simplemente la capital, no importaría nada. Sería anecdótico y conceptual.



Por cambios de planes inesperados, Antonio y yo acabamos montados en un coche de camino a Marta. El viaje nos ofrece la posibilidad de ponernos al día, llevamos a nuestro laboratorio del cotilleo cada detalle y compartimos risas y reflexiones mientras las luces de los coches parpadean en la carretera. La entrada a Madrid vuelve a ser por subterráneos, pero la duda acaba en el número exacto.



Marta prepara una cena exquisita con un aperitivo que le cuesta un duro trabajo de fermentación de quesos. Hacemos planes, nos contamos, mirándonos a la cara, las nuevas noticias y sin casi darnos cuenta es hora de acostarse. Dormir en el cuarto de Marta es susurrar, reír y soñar, es mirarla mientras lee poesía y saber que tienes la culpa. Es sentirme en tierra.



Para disgusto de Pablo, retrasamos muchísimo el despertarnos, apagamos las alarmas y nos damos la vuelta, las duchas se hacen entre anécdotas y llegamos tarde a la cita. Marta me tiene preparada una mañana de librerías y descubrimientos. Encontramos libros fascinantes, no sé a dónde mirar, las libretas, los colores, las ilustraciones y las frases nos llaman a hacer proyectos mientras Pablo y Antonio aguantan estoicos nuestras aventuras. “El amor también puede ser utilizado para calzar una silla” o cuadernos con líneas dobladas, libretas japonesas o nuevos pasaportes y bolígrafos como pincel para probar con palabras nuevas.



La llamada de Rubén llega cuando estoy eligiendo su regalo en La Casa del Libro. Vamos a volver a encontrarnos, vamos a romper esa frontera imaginaria, ese vértigo que he sentido pensando en estar con él de nuevo. Siento que se me agarra un miedo pequeño en el estómago hasta que lo veo esperando en la esquina de la calle, hasta que nos abrazamos y somos nosotros, los de siempre, haya pasado lo que haya pasado. Es Rubén. Es mi Rubén. Comemos todos juntos en un mexicano, nos reímos y nos ponemos tímidamente al día, andando en el campo de minas de nuestros recuerdos, con mucho cuidado. “Que no pase tanto tiempo” o “que la siguiente sea antes” son las frases con las que nos decimos adiós.



La tarde del sábado está llena de fotografías, de boca de Marta mientras pinta y trabaja, de Antonio leyendo en el sofá y la luz de la ventana. Pablo nos trae la botella de vino y tras brindar y cenar cogemos un metro para encontrarnos con Nacho e Isra. Volver a verlos después de tantos meses, después de haber compartido tanto con ellos me llena de alegría. Los abrazos son como si no llevásemos ni dos días separados y pronto llegaron las risas por las anécdotas del portátil rosa, por los chistes, los patines y la pesca. ¡Qué lejos estamos y qué cerca!



El domingo amanece con una Marta escapando con prisa hacia el trabajo. Antonio y yo aprovechamos su ausencia para acercarnos al Prado, pero nuestro paseo acaba en los Jerónimos escuchando hablar de los pequeños milagros, de los fantásticos regalos que recibimos cuando una persona genial se nos cruza en la vida. Y yo me sentí millonaria en amor, millonaria por todo lo que tengo. El sol nos acompañó de vuelta a casa y viajar en metro me volvió a llevar al Londres que conocí.


Comemos con un amigo de Marta que me sorprende por su transparencia y nos reímos recordando anécdotas de la infancia, los traumas y las peloteras, mientras descansamos hasta que vuelve Pablo. Intento concentrarme para corregir exámenes, pero comienza a dolerme la cabeza. Es una idea genial que comience a dolerme la cabeza porque me gano un supertratamiento relajante de los de Pablo y me quedo amodorrada en el sofá pensando lo bien que se está cuando se está con Marta.



Ahora escucho las conversaciones en el sofá. Nos sentamos en el salón con los compañeros de Marta. Las conversaciones vuelan de las rodillas al deporte, de los vuelos, a las macetas, de las manualidades a la educación. Miro a Marta en su contexto, la imagino en su día a día, evalúo si van a cuidarla como yo quiero, si son conscientes del milagro con el que viven.



Siento cerca las despedidas y decido dejar de escribir. Mejor no hablar de las cosas tristes, como tampoco hablé de las ausencias. Mejor mirar la luz mientras se pueda.

justificando


Trampas y cartón sigue la línea de Naufragada, pero nace para dar solución a un conflicto interior de terminología. Yo y los nombres, es una continua lucha. Gracias a Dios las palabras no cambian tan rápido como deberían.


Mi primera intención era cerrar estos rincones que se han ido convirtiendo en un anecdatario, en una mezcla de vivencias con viajes y encuentros o encontronazos. No sabía hasta qué punto podía ser relevante seguir anunciando a voz en grito -que es lo que es esto- cada una de las cosas que me pasan, pero ayer Isra fue bastante claro:

-Ni se te ocurra dejar de escribir.


Me explica que así es como sabe de mí, cómo Nacho y él van siguiendo mis aventuras y desventuras, me sienten cerca de esta manera. Me hacen caer en la cuenta de todas las personas que han estado sabiendo de mí a través de este rincón que ha acabado siendo motivo de encuentros. Pienso en Marta, en Laura, en Ana, en Juan y Leti, en Antonio, en Nacho, en Carmen... Ellos vienen aquí para comprobar que respiro. Y lo hago.


No puedo negarme. Aquí estoy. Para vosotros, por si os interesa.