lunes, 29 de noviembre de 2010

chispea


Me aburren las reuniones, pero me gusta la lluvia calma que se me enreda en el pelo como restos de diamantes imaginarios cuando nadie llega a tiempo con el paraguas o simplemente decido que es mejor así. Hablar de modernismo se hace difícil en una clase de cuarenta alumnos que sólo piensa en el próximo viaje a Gibraltar y en si iré o no con ellos. Pero abrazar el café con las manos heladas o sentarse a charlar en una mesa verde con brasero, probando mi suerte para arrancar una sonrisa, puede ser lo que preñe de poesía el ascensor. Las curvas son charcos rasgados por las luces de mi coche. Y, yo, bajo el parabrisas rítmico. Me parece que he estado días fuera de casa cuando vuelvo y todo está descaradamente en su sitio, retándome al desorden cuando entro tropezando, capturando mi voz con el teléfono para no olvidar cualquier idea. Hoy compartimos el ritmo de mi pensamiento con Lisandro Aristimuño, es fácil entenderlo si sabes quién es. ¿Sabes cuando la música te hace sentir llena de hilos y conforme las notas se derraman vas experimentando como tiran de unos o de otros para elevarte o hundirte? Sí, justo así. Porque tengo billetes de tren hacia Marta. 

sábado, 27 de noviembre de 2010

desde mi cueva de luz


Diluvia. Me ha despertado un dolor de cabeza horrible y, al ruido de la lluvia, me pregunté si seguía aún en el hormiguero y todo había sido un sueño. He remoloneado en la cama como no hacía desde el curso pasado y, frente al milagro del ruido de la tormenta, he subido las persianas del balcón -que es casi una pared de mi dormitorio-, y he vuelto a tumbarme observando mis macetas, el cielo gris, los árboles moverse. Es un lujo que no haya nada frente a mi ventana, sólo el cielo y yo. Un cielo plomizo y cargado, como mis ideas. Me estiro entre las sábanas y vuelvo a recogerme. Daría mi reino por que alguien me trajese un café a la cama, por que, junto a este milagro, todo oliese a café y a pan caliente y a promesas de invierno. Me gustan las promesas de invierno, me gusta andar bajo la lluvia, mojarme el pelo, saltar charcos, ver las luces reflejadas en el suelo húmedo. Pero también disfruto de este momento, calentita en mi cueva de luz, refugiada de la intemperie como si fuese una niña inventando un refugio entre sábanas tendidas. Es sábado. 

miércoles, 24 de noviembre de 2010

calendario adviento 2010



CALENDARIO 2012 (pinchando aquí)

Aquí os dejo el calendario de propósitos de Adviento que he preparado para este año. Para que el que quiera lo cuelgue en su frigorífico y prepare el corazón. También lo ofrezco para el que lo quiera compartir. Y al que no le interese, pues que vea, simplemente, lo bonito que me ha quedado. 

martes, 23 de noviembre de 2010

llovió y quise hacer pan


Cuando todavía no sabía ni hablar, mi madre llenaba cuencos de la cocina con diferentes ingredientes, cada uno con una textura totalmente sorprendente con respecto a los demás. Entonces, con la paciencia y la ternura que sólo mi madre tiene, iba metiendo mis manitas en uno y en otro recipiente al tiempo que descubría mis respuestas. Quizá por eso hoy, cuando comienzo a mezclar el agua con la harina y mis manos se afanan en amasar el pan que me he decidido a preparar, no puedo evitar acordarme de aquella costumbre y de ella. 

Volvía de dar la catequesis con unos niños de doce años y había comenzado a llover. Las calles se vacían en esta ciudad en cuanto caen cuatro gotas, por eso aprovecho para pasear despacio y en ese deambular recuerdo la harina para pan de arándanos que compré este verano. Llego a casa con esa molestia del invierno que nace de saberse llevando encima más ropa de la que soporta el cuerpo, así que me quito los zapatos, me pongo cómoda y me lavo las manos para empezar. 

Mi cocina no es muy grande, pero tampoco es pequeña. Al pensar en amasar vuelvo a la casa de mi abuela, a su enorme mesa de la cocina en la que hemos hecho dulces, bolitas de coco, pestiños, pasteles, tartas con fresas, bombones de fruta... La mesa de la casa de mi abuela es perfecta para cocinar todo lo rico, todo lo bueno. Suele tener un hule de frutas rojas y, antes de nada, pasa el estropajo con gracia, seca con el paño y reparte la harina con sus manos arrugadas. Sin quitarse los anillos. Si alguna vez se los quita, se acuerda a mitad del proceso. Como yo, que me he quitado el reloj cuando ya estaba perdida y he decidido que mi anillo se quedaba junto al pan.

También me acordé de Karen, la amiga alemana de mi madre con la que hacíamos manualidades de pequeños. A Karen seguro que le gusta hacer pan. Como a Juan, que estaría disfrutando de lo lindo investigando en la cocina y proponiendo hacer panecillos con formas creativas. Como Marta, que hace galletas si voy a ir a verla. 

Ahora el horno está encendido. Sólo me queda aguardar. Mirar con ojos de niña mientras la masa sube y se dora mi pan. Qué extraña satisfacción la que se deriva de hacer algo por uno mismo, aunque el camino más fácil sea irlo a comprar. Me gusta. Me gusta esto de hacer pan. 

viernes, 19 de noviembre de 2010

un año y casi un mes

foto de Ángel 

Casi se me pasa la fecha del todo, aunque se me ha pasado ya bastante. Es noviembre y hace un año y algo más que existe este rincón que nació de la presencia de Marta y de las amenazas de mi tía si dejaba de escribir un blog de confesiones. 

Muchos días me replanteo continuar o no con este rincón que hace las veces de diario, de parte de noticias, de lugar de desahogo y reflexión. Me sorprende que muchos de vosotros me leáis, me inquieta que lo hagan los que me conocen porque deberían estar ya hartos de mis palabras, pero me fascina bastante más el que la mayoría no me conocéis de nada y aún así hacéis el esfuerzo de tragaros mis parrafadas. Hoy pido perdón por todas esas entradas interminables en las que simplemente me dejé ir sin ninguna censura ni medida. También doy las gracias, doy las gracias porque sois más de cincuenta seguidores, porque hacéis comentarios que son, al fin y al cabo, el alimento de un blog y, sobretodo, porque consentís que no visite la mayoría de vuestros rincones. 

En un año de palabras pasan muchas cosas. A veces me leo y no sé muy bien quién era yo. Es muy tonto cuando al leerme me gusto y muy bochornoso cuando ocurre todo lo contrario. Conocéis mi alto grado de dramatismo, no puedo ni quiero renunciar a él. Soy exagerada, teatral. Es mucho más divertido. El patetismo tiene esa parte a la vez vergonzosa y encantadora que no me deja de tentar. Hemos hecho una mudanza e iniciado nuevos caminos. Pero el reloj sigue siendo el mismo. 

Yo ya sabéis que no sé quién soy. Palabras, momentos, poesía, personas, recuerdos, teorías... Y que dure otro más.  

miércoles, 17 de noviembre de 2010

interruptores


Las nubes pasan rápido en mi terraza, las margaritas han explotado y el café está a punto de terminárseme. Queda poca luz y es una luz apagada, una luz color teja, casi rota, la que tiñe de colores esta tarde, la que guerrea con un cielo demasiado azul cuando aparece entre los jirones blancos y grises. Hoy parecía el primer día de otoño, con el mar plomizo, la lluvia tonta y el interruptor funcionando. Sí, sigue funcionando. 

Hay pájaros diminutos dando las buenas noches demasiado pronto y tengo una pila de ropa por planchar. Es el primer año, de los que llevo viviendo sola, en que me preocupo por que mi ropa no tenga arrugas. En que me hace falta alguien a quien conquistar por el gusto en la cocina. Será que me hago mayor o aburrida. Es esta sensación de estar cerca y lejos de mí al mismo tiempo, como siendo la eterna desconocida, la que estaba por llegar, la que se iba cuando comencé a mirarla. Y el interruptor funciona, sí, sigue funcionando. 

Tengo una de las mesas pequeñas llena de libros apilados, poesía con filosofía, teología y proyectos de novela, agendas de teléfono, libretas, facturas y propaganda. En medio la pequeña maceta reclamando un puesto, la que tengo que regar. Y luego esta otra mesa vacía. Con la taza de café. Anoche al entrar no sabía si me sentía o no me sentía en casa. Cuando te mudas muchas veces en muy poco tiempo, comienzas a hacer vínculos rápidos y superficiales con la gente para preparar la despedida. Parece ser que no quiero hacer vínculos demasiado fuertes con la casa. Es tan absurdo que el interruptor siga funcionando. Tan, tan absurdo. 

Se enciende y yo corro a apagarlo, en un parpadeo, con un solo gesto, apagado. Pandora ya no construye cajas, construye interruptores, los vende al por mayor, pero a mí con uno me basta. Porque todavía puede salvarnos la belleza, ¿verdad? Todavía puede salvarnos la belleza. Y yo tengo que planchar. 

martes, 16 de noviembre de 2010

hablar y escuchar


El secuestro, al que me somete Carmen este fin de semana, tiene como premio escucharla en concierto y reencontrarme con Ana. La cosa es que, lo que se presentaba como un fin de semana de locura, se convierte en un tiempo para las confesiones, por eso las casi cuarenta horas de nuestro viaje desembocan en seis horas de conversación en un coche con Carmen y en seis horas de conversación con Ana por una ciudad lluviosa. 

Me gusta descubrir la luz en las personas, mi yo de narradora tiene la obsesión por desentrañar los misterios de los demás y como Carmen ha despertado mi curiosidad desde el principio, su propuesta desquiciada de un viaje sin preparar se convierte en una oportunidad perfecta para saber quién es o quién puede llegar a ser. Las personas somos casas llenas de puertas sin abrir, podemos ver cómo es la casa por fuera, cómo son los pasillos, los rellanos de las escaleras, descubrir cómo incide el sol sobre las paredes... pero para entrar en esos cuartos, necesitamos permiso y palabras. Hay quien es incapaz de abrir siquiera la puerta de la despensa, hay quien sabe llevarte a los cuartos que está preparado para mostrar. Carmen me guía y me pide disculpas por sólo pasear por los pasillos de mi casa. 

Con algunas personas tengo la necesidad de escuchar y de no decir nada. Con otras tengo la necesidad de hablar hasta el aburrimiento sin ser capaz de escuchar la menor señal. 

Y Ana necesita que hable. Ana necesita abrir mis puertas, comprobar que todo sigue en su sitio, justificar sus recuerdos, entender el vacío de los sótanos, la luz de la buhardilla, descubrir dónde he dejado sus cosas. Ana  irrumpe en mi casa con su pragmatismo y, poco a poco, va preguntando. Va preguntándolo todo. Se merecía más de una explicación.
 -Lo bueno de ti -me dice mientras nos diluvia y los paraguas nos enmarcan la panorámica de una ciudad en domingo- es que lo analizas todo y eres capaz de verbalizarlo, eres capaz de llamar a las cosas por su nombre aunque te tiemble la voz. 

Sabe que hoy puedo darle las explicaciones que se merece y, por eso, ha esperado con una paciencia abrumadora a que yo estuviese preparada para hablar. Además, al responder, ocurre la magia de las palabras. Renombro el mundo, lo reordeno de manera gramatical, lo reconozco. Me reconozco -aunque no todo lo que vea sea de mi agrado ni lo vaya a cambiar a día de hoy-. Con Ana hago inventario de la emoción y recuerdo lo que me dice siempre: "te hago bien, yo te hago bien". 

El viaje en sí me hace bien. Escuchar a Carmen. Venderme a Ana. Dejar que la música recorra los rincones prohibidos a las palabras y que la lluvia me empape los zapatos. El viaje me acerca a saber quién soy, aunque tenga claro que en el momento en que me alcance, volveré a desaparecer. 

miércoles, 10 de noviembre de 2010

tres preguntas en tres momentos


Suena Sinatra y no está lloviendo. Tengo el pelo empapado después de la ducha y decido escribir antes de que los exámenes que tengo que corregir o la serie que me ha robado el alma por unos días, me quiten de nuevo la razón. 

Hay un coche mal aparcado en el garaje de la comunidad. Lleva más de veinticuatro horas así. En el limpiaparabrisas hay ya tres carteles en diferentes tonos pidiéndole que se coloque bien. A mí me hace gracia pararme a leer las nuevas notas, aunque su aparcamiento inadecuado me obligue a maniobrar más de lo necesario. La primera carta que le dejaron era educada, se daba por supuesto que el dueño del vehículo había llegado con prisa o algo parecido. La última nota contiene insultos y no puedo evitar reírme cuando la leo. Qué ridículos somos los seres humanos, a veces parecemos un mal invento. Nos enfadamos por cualquier tontería y somos capaces de decir a un desconocido lo peor que se nos ocurre, ¿estamos bien? A veces, cuando alguien se crispa de esa manera, me apetece preguntarle: "¿qué ocurre? ¿qué te preocupa?". Vivimos demasiado tiempo al límite. Como una cuerda a punto de romperse de tanto tirar. 

He ido a comprar unas botas que necesitaba. El centro comercial me da somnolencia, atravieso las puertas y me siento gris, numeral, automática. Lo quiero todo y no necesito nada. Necesito todo y no quiero nada. Y las familias pasan. ¿Será que no es la vida que imaginamos la que más nos conviene? No deberían vender flores en los centros comerciales. No deberían. 

El mejor momento del curso, por ahora, tiene lugar en diversificación. Cuando en un poema de Bécquer descubrimos las preguntas "¿De dónde venimos?" y "¿A dónde vamos?". Cuando sus cabezas se incendian de dudas y Manuel confiesa que, en su vida, hay noches en vela y vértigo por no encontrar respuesta a esos eternos interrogantes. Les leo el fragmento de Gaarder en el que dice que cada vez que ha volado una flecha, nuestras posibilidades de existir han estado en peligro. Y toda la conversación tiene lugar mientras desayunamos en secreto el pastel que Mireya ha hecho con su madre. 

Soy arenas movedizas. O algo así. No sé. Son tres ideas. Son tres instantes. Son lo que no tengo a quien contar. Información aburrida y adicional. Filosofía. 

lunes, 8 de noviembre de 2010

lo que trae el otoño


Siempre he sentido que la inspiración venía a mis ventanas con las hojas amarillas de los árboles y quizá es por eso por lo que este año se retrasa hasta que conduzco de camino a casa de mis padres. Es abandonar las fronteras de la costa, acercarme a las montañas, y las ideas comienzan a asaltarme haciéndome sentir deseos de parar el coche para tomar notas. 

Casi soy incapaz de prestar atención a la carretera durante la última hora de viaje. Mientras los árboles dorados van recorriendo los márgenes de la autovía, el personaje que se va diseñando dentro de mí, toma la palabra para relatarme su historia. Se mezclan los detalles más irrelevantes con los datos que realmente tendrán cabida en la posible novela. Puedo recordar un hecho de su infancia al tiempo que la contextualizo en un presente desconocido, intuyo incluso su futuro, aunque no pueda enfrentarme a él todavía. Es curiosa esta imaginación casi arquitectónica que eleva de la nada, de la más remota idea, la historia completa de alguien que existe únicamente en mí. Como un edificio que se va culminando conforme lo miro y se cubre de detalles, así va creciendo ella cuanta más voz le doy. Su tarea es confundirme. 

Cuando llego a recoger a mi hermano, el aire gélido, que todavía no había conocido este año, me besa las mejillas haciéndome sentir que la piel se me estira. Sé que palidezco y que el pelo me olerá a invierno y a promesas de diciembre aunque todavía sea pronto. A Javi le toca reírse de mi cuerpo tembloroso y burbujeante de palabras mientras le relato, sin darle tregua, las ideas que me han ido anidando. Así que el último tramo lo conduce él, para dejarme las manos libres dispuestas a recibir el otoño, para convocar a los gigantes de piedra y escapar a donde todo es como yo quiero que sea. 

(Bienvenida inspiración, siéntate mientras termino de ordenar la casa)

sábado, 6 de noviembre de 2010

quiero ser un niño


Quiero ser un niño y bailar bajo la lluvia de hojas amarillas y luchar con espadas de peluche y coronar árboles convertidos en cabañas. Quiero comer con las manos, limpiarme los mocos en la manga, vestir ropa vieja en el campo y tirar mis cosas en cualquier lado. Quiero caber en un abrazo, que un beso me ocupe toda la mejilla, que se me encienda la piel por una carrera o por luchar con los mayores que se parten de risa. Quiero partirme de risa por una tontería soberana: que me hablen en otro idioma, que me maten a cosquillas, que el columpio se distraiga y te estrelle contra el árbol. Enfadarme y sentarme en una silla con los brazos cruzados esperando a que vengas con caricias a solucionarlo todo. Quiero ser fácil como un niño, difícil como un niño comiendo pimientos. Y mirar a mis abuelos como seres imperecederos y creer que la muerte es una palabra y que debajo de la barba de mi padre hay otra boca y que el collar que me da mi madre no es de plástico sino de oro, de oro puro. Quiero escribir mal en un papel y convencerte de que digo algo importante. Quiero creer que mi príncipe azul es mi novio y no el de mi madre, que Javi tiene tanta fuerza como un oso, que debajo de las piedras grandes puede haber lagartos gigantescos. Que los cuentos son verdad, porque me los sé de memoria. Quiero ser un niño y lanzar la pelota con toda mi energía y que caiga a mis pies y me de la risa hasta aflojarme y dejarme zarandear por un ataque de cariños de los que ahora les damos a Lucía, a Manuel y a Carmen, pero que antes recibimos nosotros tan gratuitamente como los repartimos. 

miércoles, 3 de noviembre de 2010

ideas idiotas encadenadas de manera idiota porque tengo ganas de hablar de algo pero no quiero decir nada idiota de más


Tengo una lista de cosas prácticas por hacer, una lista de sueños por cumplir, otra de defectos. El café espera sobre la mesa a que me decida a reaccionar. La limpieza es también terapia emocional aunque siente mejor salir y comprar una falda de tubo. Mi maceta ha dado margaritas blancas y tengo las sillas patas arriba y la ropa por recoger. Ojalá la belleza pudiese salvarnos de todo. Invoco -convoco- a las palabras mágicas. Por favor. Gracias. Ábrete, Sésamo. Y la puerta se abre y, detrás, todo el desorden. Esta camiseta en este cajón, la rebeca para planchar, los libros a las estanterías -¿en qué orden? hoy da igual-, esto es para tirarlo y esto ya no importa, déjalo donde está. Poquito a poquito, ordenando la casa y a mí. ¿Sabes esos rincones donde se van acumulando las cosas que no consigues ubicar? Hoy no me voy a sentar en el suelo a mirar. Las cajas cerradas están cerradas por algo. Almorcé croquetas de mamá. No, deja, eso lo he limpiado ya. Me siento coloquial, artificial, en el sofá. Cuando volví a soñar con él, me trajo las promesas de siempre, y esta vez le dije que sí. Creo que voy a acabar en el infierno, me lo pienso inventar. Mi hermano dice muchas cosas inteligentes sobre la felicidad y yo digo muchas tonterías para compensar. He ganado una hora más de vida. Venga, deja eso ya. Tengo una lista de cosas prácticas por hacer -todavía no he tachado nada-, una lista de sueños por cumplir -clausurada-, otra de defectos -siempre dispuesta a engordar-. Pero vuelvo a pesar sesenta kilos, debe ser felicidad. 

lunes, 1 de noviembre de 2010

mi croupier


No me da tiempo siquiera a desabrocharme el cinturón cuando para el coche delante de la puerta. Antes de que me de cuenta, se ha bajado y me siento lenta al seguirlo. Veo cómo su silueta, recortada bajo la lluvia, se detiene frente a los focos encendidos. Es de noche y, torpemente, bajo yo también y me dirijo hacia él. Sé lo que voy a encontrar al hallarlo desde el momento en que escuché la manivela de su puerta, cualquier ruido, la mecánica del movimiento que lo ha llevado hasta donde está, era sólo el prólogo necesario. Al enfrentarme a él recibo lo que tanto he estado necesitando. Quizá simplemente porque es él. Eso no puedo decirlo. Porque es grande y, aunque es pequeño, me hace sentir una niña. Porque aprieta, porque tenía ese abrazo guardado en el mejor de los cofres sólo aguardándome a mí. El abrazo más tierno, el abrazo más fuerte, el abrazo más largo. El abrazo que se llamaba como yo y que aguarda con paciencia a que todo mi cuerpo se decida a recibirlo. Y él, mientras tanto, no cesa en su empeño y me repite, una y otra vez: te quiero, te quiero, te quiero, eres buena, te quiero, eres bella, te quiero, te quiero, te quiero. Como un mantra, como la lluvia, como los focos del coche y el ruido del motor. Te quiero. Y entrar en su abrazo es como entrar en el hogar y encontrar la mejor alfombra y encontrar la chimenea encendida y el café caliente y sentirse cansado. Cansado como alguien que ha estado durmiendo a la intemperie durante años, como quien no ha parado de caminar, como quien no ha bebido nada. Entrar en su abrazo es rendirse a la paz de saberse a salvo. 
 -Que no se te olvide -me dice cuando estamos empapados- que yo soy tu croupier, pequeña.