martes, 23 de noviembre de 2010

llovió y quise hacer pan


Cuando todavía no sabía ni hablar, mi madre llenaba cuencos de la cocina con diferentes ingredientes, cada uno con una textura totalmente sorprendente con respecto a los demás. Entonces, con la paciencia y la ternura que sólo mi madre tiene, iba metiendo mis manitas en uno y en otro recipiente al tiempo que descubría mis respuestas. Quizá por eso hoy, cuando comienzo a mezclar el agua con la harina y mis manos se afanan en amasar el pan que me he decidido a preparar, no puedo evitar acordarme de aquella costumbre y de ella. 

Volvía de dar la catequesis con unos niños de doce años y había comenzado a llover. Las calles se vacían en esta ciudad en cuanto caen cuatro gotas, por eso aprovecho para pasear despacio y en ese deambular recuerdo la harina para pan de arándanos que compré este verano. Llego a casa con esa molestia del invierno que nace de saberse llevando encima más ropa de la que soporta el cuerpo, así que me quito los zapatos, me pongo cómoda y me lavo las manos para empezar. 

Mi cocina no es muy grande, pero tampoco es pequeña. Al pensar en amasar vuelvo a la casa de mi abuela, a su enorme mesa de la cocina en la que hemos hecho dulces, bolitas de coco, pestiños, pasteles, tartas con fresas, bombones de fruta... La mesa de la casa de mi abuela es perfecta para cocinar todo lo rico, todo lo bueno. Suele tener un hule de frutas rojas y, antes de nada, pasa el estropajo con gracia, seca con el paño y reparte la harina con sus manos arrugadas. Sin quitarse los anillos. Si alguna vez se los quita, se acuerda a mitad del proceso. Como yo, que me he quitado el reloj cuando ya estaba perdida y he decidido que mi anillo se quedaba junto al pan.

También me acordé de Karen, la amiga alemana de mi madre con la que hacíamos manualidades de pequeños. A Karen seguro que le gusta hacer pan. Como a Juan, que estaría disfrutando de lo lindo investigando en la cocina y proponiendo hacer panecillos con formas creativas. Como Marta, que hace galletas si voy a ir a verla. 

Ahora el horno está encendido. Sólo me queda aguardar. Mirar con ojos de niña mientras la masa sube y se dora mi pan. Qué extraña satisfacción la que se deriva de hacer algo por uno mismo, aunque el camino más fácil sea irlo a comprar. Me gusta. Me gusta esto de hacer pan. 

1 comentario:

Superviviente dijo...

Mi madre nunca me enseñó a cocinar y es una de las cosas que le reprocho contínuamente, pero cuando hace frío siempre pienso: cuando viva sola me compraré un libro de cocina y aprenderé a hacer cosas riquísimas.