sábado, 31 de julio de 2010

personas interesantes de la orilla del mar (I)

Hay un padre gordo de pelo largo que ha cavado, en la orilla, un gran pozo en el que ahora se ha sentado con su hija. La niña es muy pequeña y ayuda poco, pero están haciendo una muralla para que no entre el agua del mar en su agujero. Si entrecierras los ojos, parece que van los dos en una barca.

Me pregunto con qué soñará este hombre que invierte el atardecer en cavar junto a su hija, lleno de arena hasta las orejas, pálido y sonriente. Es sin duda un buen hombre -y creo que me lee el pensamiento porque ha alzado la mirada hacia mí con curiosidad mientras escribo. Su sonrisa se ha ensanchado cuando le he devuelto la mía. 

Creo que imágenes así, de la felicidad sencilla, me hacen recuperar un poco la perspectiva. Es hermoso que un adulto sea un niño con sus hijos. Seguro que él sí entendió que la serpiente se había tragado a un elefante. 

Su hija, con dos palas amarillas, una en cada mano, echa la arena hacia atrás por encima de su cabeza y le grita para que colabore en la muralla que está conquistando el mar. Su muralla es más alta que nunca. Un niño con gafas de bucear se detiene a observarlos. Quizá se pregunta por qué su padre está sentado bajo la sombrilla. 

Los niños, aunque no nos lo parezca, se hacen muchas preguntas así. 

Cuando recogemos las toallas para irnos, el padre de pelo largo, está poniendo hombreras de tierra a su hija que, a su vez, y con ayuda de las palas, lo corona de arena concentrada. Ya no se baña nadie, sólo juegan ellos, como si la noche no fuese a llegar nunca, por si alguno de los dos se hace mayor de pronto. 

Siento envidia y alegría, casi al mismo tiempo. 

shhhhh


(Silencio, Marta está pintando, hace meses que no dibuja nada, se pone nerviosa con los bocetos y le duele la barriga cuando coge los pinceles. Tiene miedo y es hermosa. Son sus deberes de hoy de camino hacia sí misma. No lo sabe, pero está muy cerca, porque pone voz de niña cuando me habla. Shhhh, silencio, nos mira con sus ojos azules, siente que la estoy describiendo).

viernes, 30 de julio de 2010

la araña, la cena francesa y la estúpida teoría sobre el cajón de melocotones


Marta quiere ir a la playa para volver a Madrid morena y alegre, por eso decido llamar a Chica y dejar que nos lleve a descubrir cualquier rincón de los que él ya haya conquistado, siempre con la promesa de acabar con una merienda de yogur griego con fruta y cereales. 

Acabamos en la playa de la araña, donde perdemos todo el glamour por culpa de las piedras y observo a Marta nadar, blanca y divertida, hacia los lugares del mar que nunca ha visitado porque es una cobardica. "Nunca había nadado tan hondo", exclama sorprendida, temerosa y dulce cuando siente sus pies aletear lejos de la orilla.  Después nos sentamos donde rompen las olas, elegimos tesoros, me divierto viéndola coleccionar restos pequeños de azulejos porque quiere imaginar cómo serían. Chica y ella se ven radiantes tan cerca del mar y es un regalo compartir el rato con ellos, aunque comencemos a pensar que la playa debería haberse llamado "la rata" por ciertos individuos de cola larga que se mueven entre las rocas lejanas... 

Tras la consabida merienda viendo pasar gente moderna por el paseo, Marta y yo volvemos a casa para preparar la cena francesa que compartiremos con Juan y Leticia para celebrar el santo de Marta. Crepes, vino, queso y paté de Francia, uvas y velas en la terraza de casa mientras hablamos de proyectos, de recuerdos y de Juan pequeño. Me gusta sentir que están en su casa, ver cómo Juan y Leticia se mueven por las habitaciones sabiendo qué hay en cada mueble, dónde encontrar tal cosa, dónde hace más fresquito o cuál es el mejor rincón para hacer una fotografía de grupo. 

La estúpida teoría sobre el cajón de melocotones llega con el fin del día, cuando ya la casa está en silencio y planeando irnos a dormir. Marta y yo comenzamos a descubrir gigantes. Por eso se acurruca junto a mí en el sillón, pequeña, racional, confundida. Y yo siento que como el sastre del cuento voy a enfrentarme desarmada, sólo con mi amor, a sus malvados enemigos. Porque cuando tienes un cajón lleno de melocotones pasados y metes melocotones nuevos, al principio parece que todo va bien, pero después los melocotones podridos van echando a perder todos los demás y, al final, sólo estás tú con el doble de melocotones pochos y unas ganas enormes de llorar.

Marta debería tener siempre melocotones naranjas, brillantes, jugosos y en su punto. Así que me voy a la cama preocupada por los kilómetros, su corazón y su miedo, preguntándome cómo haríamos para que la pequeña cajita donde duerme, vuelva a llenarse de luz.

jueves, 29 de julio de 2010

N de Marta


Marta está dormida. Ayer le dije que tenía derecho a despertarse tarde, tardísimo. Está cansada y hermosa. Sus rasgos son dulces y perfectos mientras me cuenta, con el ceño fruncido, algunas anécdotas. Llegó con su trenza en el lado, la última en el tren, arrastrando su maleta y el duermevela, clamando por un bocadillo cualquiera porque había olvidado llevar nada para cenar.

Me hubiese gustado preparar la casa. Poner un cartel en la puerta que dijese "bienvenida", arreglar su lado de la cama con especial esmero, tener lista su cena preferida y un postre increíble. Pero el día ha sido largo y cansado. Antonio y Alicia se han ido después de un largo almuerzo con trivial y he terminado de limpiar a las diez y media de la noche. Así que cuando Marta atraviesa la puerta de casa no hay nada especial salvo mi mal humor por el cansancio.

La recibo con besos y abrazos, pero en cuanto estamos sentadas me doy cuenta de que tengo un humor horrible. Doy respuestas rápidas y soy tajante. Imposible debatir, dialogar, conmigo. Así Marta no va a contarme por qué su voz enciende mis alarmas de preocupación por el teléfono. Le pido disculpas y me sonríe con cariño.

Antes de irnos a la cama, la escucho recortada a la luz de la luna, con la sombra del balcón oscureciéndole la boca, su piel pálida brillando con una claridad casi mágica. Me doy cuenta de que me alegro de que esté aquí de una modo infantil y a la vez sereno, como si la casa no hubiese estado completa hasta que ella no llegase con la botella de vino de Francia y el queso.

Ahora Marta está dormida. Se acurruca como una niña eterna. Y yo ya estoy nerviosa, aguardando en silencio a que se levante, para prepararle un fantástico desayuno que compense mi cansancio gruñón.

miércoles, 28 de julio de 2010

bandera roja


Las olas son enormes. Ahora entiendo algunos de los tópicos que he escuchado durante toda mi vida, sobre los corceles blancos invencibles del mar, entiendo algunas obras de arte, entiendo el concepto de naufragio, entiendo la tormenta como un eco. Las olas son enormes, se unen, se rompen, se suceden, en blanco de violencia desatada, feroces y magníficas, desafiando con su verticalidad la nuestra. Hoy el mar es del mar. La arena es del mar, el sonido. De este mar verde incontenible, tiznado de marrón por la marea, azul en lo profundo inalcanzable, humedeciendo mis mejillas como lluvia traída por el aire. Las olas son enormes. Los barcos se mecen blancos, diminutos. Yo observo, ensimismada, el baile indefinido, el nacimiento, el crecimiento, la muerte de olas sobre olas, del mar contra el mar.

(Antonio y Alicia están aquí, dormidos a la sombra de la tarde, parecen niños descubiertos en el centro de un jardín secreto).

martes, 27 de julio de 2010

últimas pinceladas


La estantería blanca de la poesía ya tiene libros. Quizá porque mi madre se empeñó en que comenzase a darle vida, porque yo me acabo acostumbrando a los vacíos y dejan de molestarme. Me resulta fácil vivir con las cosas tal y como están: la cómoda vacía, la estantería en blanco, los estantes huecos del aparador, el silencio en la terraza, el techo con los cables colgando... Pero ella llega, tempestuosa y alegre, poniéndonos a mi padre y a mí en marcha, obligándome con ternura a dar las últimas pinceladas.

Y ha quedado bonita la estantería de la poesía con las tazas de Marta. Y ha quedado bien el ventilador de techo en el salón.

A veces todavía me cuesta acostumbrarme a esta vida y, a veces, siento que siempre he vivido así -como cuando grito por la noche porque he descubierto a Carolina en mi cama y esperaba estar sola-. Parece mentira que lleve sólo un mes aquí y, al mismo tiempo, parece imposible que sea tan poco tiempo.

¡Qué pronto se ha llenado la casa de rutinas y tradiciones! ¡Qué pronto se ha convertido en un hogar! ¡Qué dulce poder acoger a mis padres y sentirlos en casa mientras bajamos al mar o colocamos un armario! ¡Qué milagro poder orar en casa de Pedro y Claudia en comunidad mientras Juan rueda en la barriga de Leticia como si todo tuviese sentido!

Y esta semana promete estar llena de frases por terminar, cuando Antonio y Alicia atraviesen la puerta, cuando espere emocionada la llegada de Marta -hermosa, asirenada- en el andén de la estación...

Sí, la estantería de la poesía, sí... Tantas cosas... Sí... Lo de siempre... Yo...

domingo, 25 de julio de 2010

cuando el mar ocupa todo mi tiempo (o vienen mis padres y Carolina)


Creo que desde que era niña, jamás había buceado en el mar con los ojos abiertos. El miedo a la sal, a las profundidades, los viejos consejos... Pero Carolina me reta e, impresionada, veo mis manos brillando bajo el agua, nítidas, cristalinas, como si la luz se partiese entre mis dedos y recorriese el camino hacia los cuerpos que conozco y que observo flotar sumergidos.

Tampoco recuerdo la última vez que hice un túnel en la arena, pero Quique se empeña y me lleno las uñas de tierra, la risa y las orejas. Salto olas, vuelvo a jugar a las paletas con Manuel, callado y concentrado, con su media sonrisa cuando la timidez le deja un lado. Mi tío y mis padres me acompañan, junto a Carolina. Es un día de paz. Un bendito día de paz para guardar, como dice Carolina, en el cajón de las cosas preferidas. Aunque acabase con las mejillas arrebatadas por el sol y las rodillas negras.

Para terminar la receta, el día acabó coronado por una cena con actores, por conversaciones de las de antes, por carcajadas de las de antes y caminos y mojitos y encuentros de los de ahora. Recuerdo a Roca en las ruinas del teatro romano, las largas caminatas, las prisas y la guitarra. La noche aparece llena de luz y de propuestas y se ríe de los bostezos que Carolina y yo dejamos escapar rumbo a su casa, cuando la madrugada vuelve a conseguir hacernos un hueco y el río deja de llevar agua.

Sí, efectivamente, un día para guardar en el cajón de las cosas preferidas, como va prometiendo ser éste mientras escribo tras la sal y observo a mis padres en la terraza, morenos y contentos leyendo y curioseándome el mundo.

jueves, 22 de julio de 2010

por qué escribo


Ayer, antes de salir pitando para una cena mexicana en casa de unos amigos, cuadernodebitácora -me habría gustado enlazarte a algún sitio, pero en tu perfil no puedo entrar a ningún blog- me preguntaba por qué escribía aquí y por qué no me costaba hablar de mí.

La respuesta, aunque no lo parezca, es bien sencilla. Escribo como parte de una penitencia. O quizá sería mejor decir: comencé a escribir sobre mí como parte de una penitencia. Hace un año y medio, más o menos, viví uno de esos momentos que todos tenemos en que un terremoto echa abajo los pilares de la vida que llevabas mucho tiempo construyendo. Entonces sólo queda un precipicio y tú. Lo que ocurrió fue simple. Me bloqueé y era incapaz de escribir nada. Me aterrorizaba la idea de llevar el lápiz al papel, los dedos a las teclas... Un cura amigo, un mes después de la catástrofe, mientras le contaba todo en confesión, me preguntó simplemente: "¿estás escribiendo?".

Después de escucharme, con una sonrisa enorme, José Luis dijo: "Tu penitencia es comenzar un blog en el que hables de ti, de lo que sientes y vives ahora, de todos estos cambios".

El blog se llamó naufragada, algunos lo conocisteis e incluso os enfadasteis cuando lo cerré. ¡Pero es que yo ya no me sentía naufragada! Entonces, cuadernodebitácora, me obligaron algunos lectores amigos a crear otro blog en el que poder cotillearme. Así nació trampas y cartón, en Madrid, en casa de Marta.

¿Y por qué no me cuesta hablar de mí? No tengo ni idea, quizá porque soy exhibicionista o porque también he hecho teatro como tú o porque durante muchos años fui un secreto y ahora quiero ser un grito o porque amo o porque los que me aman están lejos o porque tengo siempre el mundo lleno de palabras y necesito describir y describirme.

Lo único que puedo decirte es que resulta absolutamente liberador dejaros aquí todas estas tonterías y continuar viviendo sin el peso de las palabras dentro. Porque cuando no dices lo que tienes que decir, o por lo menos, cuando yo no lo digo, siento que tengo el estómago lleno de cadáveres de verbos, adjetivos, nombres, determinantes... y que no me dejarán flotar en el mar.

miércoles, 21 de julio de 2010

muebles de terraza


Ya están aquí los muebles de la terraza, se ven bonitos desde mi dormitorio por la tarde, cuando salgo del sueño y asomo la nariz al mundo, a este mundo nuevo y blanco que parece estar por escribir, cuando los visillos se mueven con el aire tratando de conquistar mi cama, tratando de esconder mis pies.

Esta mañana me desperté tarde con la necesidad de rescatar mis acuarelas -cosa que se convirtió en una odisea porque recordaba haberlas visto antes de la mudanza, pero para nada después-, así que instauré el reino de las manualidades en la mesa del salón mientras Montoto me hacía tararear divertida.

Levantaba la cabeza y pensaba: "qué bien se está aquí". Trataba de imaginar cómo será el invierno, cuando mi toalla de la playa no esté colgada en la terraza y los días sean más cortos. ¿Será fría esta casa?

Cuento los días para que llegue Marta.

martes, 20 de julio de 2010

uno de tres


Después de escribir aquí, anoche me acosté de madrugada terminando la novela que había empezado por la mañana. Me alegró poder tener una de esas lecturas de prisa, de esas que te aceleran el corazón y que no puedes pensar, ni por un momento, en dejar por algo tan vulgar como el sueño.

Pero el problema ha sido levantarme sin un libro que morder. Así que, aunque podría haber releído algún título de los que tengo en la estantería, me alegró la idea de acercarme a la librería para encontrar algún ejemplar interesante.

Conozco la librería de este pueblo desde hace años, porque he venido mucho a veranear aquí y, siempre, una de las mañanas de mis veranos estaba destinada a recorrer con los ojos, con las manos y la curiosidad las estanterías verdes de este rincón del mundo. Por eso, al llegar, me sentía como en casa, observando los volúmenes bien apilados y también a las personas que entraban y salían a buscar. Es genial observar a la gente en las librerías, imaginar por qué van a decantarse, intuir por el aspecto que tienen a qué sección van a dirigirse y sorprenderte porque el tipo que parecía que buscaba un mapa ha acabado en la sección de novela rosa.

Sin prisa, husmeé entre las novedades sabiendo que sería difícil de convencer, repasé la limitada sección de poesía y miré por encima la literatura juvenil. Por último me acerqué a los libros de bolsillo que son los que más se dejan leer en la playa. Y, lógicamente, acabé en los clásicos. De pronto, horrorizada, me encontraba ante el dilema de elegir entre Joyce, Ovidio o Woolf.

Escribí el mensaje en el móvil con los nombres de los autores y la pregunta consiguiente: "¿cuál?".

Pero me sentí tonta porque no tenía a quién mandárselo.

Así que pregunté directamente a cada uno de los implicados: "Señor Ovidio, Señor Ovidio, ¿por qué debería llevarme su libro?", "Señora Woolf, Señora Woolf, ¿por qué debería llevarme su libro?" y por último, "Señor Joyce, Señor Joyce, ..."

Ulises respondió: "las gracias muy cordialmente" y eso lo llevó a mi bolso mientras me dirigía a por pinceles de acuarela, olvidándome del mensaje y preguntándome quién me habría recomendado esta elección.

lunes, 19 de julio de 2010

sobre leer en verano


Recuerdo cuando Eugenio me hablaba de los libros de piscina, de los libros que eran para el verano por ser ligeros o divertidos o lo que normalmente se tilda de mala literatura o literatura comercial. Desgraciadamente nunca he sido lo suficiente intelectual como para leer únicamente buena literatura, de hecho creo más bien que soy una lectora increíble de literatura de segunda. La verdad es que, simplemente, no me gustan las distinciones. Recuerdo también aquel debate en clase: "¿Quién decide lo que es buena literatura?" -creo que me estoy desviando del tema-. Lo que quería decir es que, para mí, la única división que existe es la del placer, es decir, el que un libro me guste o no me guste, lo haya escrito quien lo haya escrito.

Es curioso que normalmente no me gusta leer el nombre de los autores, no me gusta saber quienes son ni los pormenores de su existencia. No suelo recordar los nombres de los escritores de las novelas que leo, aunque es difícil para mí olvidar un título. Sé que es una crueldad indecible y que peco incluso contra mí misma, pero ésta es la que soy.

En verano los libros encuentran cualquier momento oportuno para llamarme la atención y hacerme curiosa. Especialmente me gusta leer a la orilla del mar -sé que muchos me odiarán por estar presumiendo de este modo de mi nuevo destino, pero cuando se cumple una expectativa, simplemente se comparte la alegría-, pero también por las mañanas: despertarme, estirarme, llegar con los ojos todavía semicerrados al salón, abrir la ventana, ronronear en el sofá y abrir la novela de turno hasta que mi cuerpo entero pide café. Es un placer tan sencillo...

Recuerdo las horas en el sótano de la casa de mi infancia leyendo Los cinco para sobrevivir al calor de la siesta antes de la piscina. Hay títulos de novela que me evocan un momento determinado, un lugar determinado del mapa, como una canción que suena y me transporta a cualquier curva de la carretera.

Leer en vacaciones supone que no tienes que consultar el reloj para acostarte a una hora decente, que no tienes que sentir el libro en el bolso latiendo nervioso durante las clases, que no tienes que mendigar cualquier rincón del tiempo para acabar ese párrafo que has dejado a medias. Leer en vacaciones supone también que junto a mi toalla vaya siempre una novela, un libro de poesía y mi moleskine, los tres amores que se me clavan en las costillas mientras enfilo mi camino cuesta abajo bajo el sol, rumbo a la sal.

Leer en verano es como que todas las cosas estén donde deben estar, aunque suene a tontería.

domingo, 18 de julio de 2010

es muy dura la vida de una moderna


Algo que tenía pendiente desde que comenzó la mudanza, era la visita de rigor a Chica y Carolina que son, quizá, de los que más se alegren de que vaya a estar por aquí disponible para hacer planes de esos locos que sólo apetecen a los actores. Planes como ir a cenar a un sitio de "modernos" para brindar con una botella de vino y unos margaritas por la noche y el camarero.

Chica está exultante y su alegría se nos contagia en forma de besos y achuchones cada vez que se lo llevan los nervios. Criticamos, compartimos, confesamos al ritmo de las tostas y las copas, descalza en una banqueta alta mientras Carolina va inaugurando ese brillo mágico en los ojos. Ya no existen los secretos, o por lo menos ya no existen los secretos a voces, y llamamos a las cosas por su nombre sintiendo que, por fin, podemos respirarnos tal como somos, no como éramos, no como se esperaba de nosotros. Es muy liberador cuando los que amas dejan de esperar nada más de ti que lo que eres: una caja de defectos con un lazo increíblemente puesto, una apuesta cobarde por la felicidad.

La noche continúa en Botica, haciendo demasiado ruido para el silencio frente a la música. Quizá por eso bebes tu -mi primer- mojito demasiado rápido, quizá por eso Chica quiere que te quedes hasta que le amanezcan las calles de vuelta a casa, quizá por eso también decida quedarme y decirte tonterías aunque no te dejes engañar. Y quizá también por eso, acabamos en un local de modernos, riéndonos a carcajadas mientras me convierto en la amiga exigente que hace la ficha correspondiente al ligue de turno, mientras unos italianos intentan conquistarme un rizo para que baile con ellos y Chica me sale al paso en un abrazo a Carolina.

La razón, la verdad, yo no la sé. Pero cuando Chica se acerca a nuestra cama de madrugada, con la sonrisa enorme de cómplice victorioso, Carolina y yo nos reímos adormiladas y todo parece estar totalmente en su sitio, hasta la idea de ir a pasar todo el día en el mar saladas y sirenas, hasta la idea del yogur con fruta y chocolate, hasta los tropiezos ocasionales y las promesas para la próxima semana. Todo parece estar en su sitio.

Y qué maldita paz da eso.

viernes, 16 de julio de 2010

un tren


"cuentan que construyeron la vía férrea
sobre los Alpes entre Viena y Venecia
antes de que existiera un tren
que pudiera realizar el trayecto"

Es una ironía terrible a la vez que esperanzadora -sobretodo cuando no sabes si eres esa vía o si eres el tren que no existe, sobretodo si no sabes que, cuando ya parecía imposible, ese tren fue-. A todos nos ha pasado eso de estar buscando algo -una palabra por ejemplo- y que no aparezca por ningún sitio, pero justo en el momento en que nos hemos olvidado de buscar -justo cuando estoy a punto de cerrar por fin los ojos-, esa cosa -la palabra- aparece elemental, como si siempre hubiese estado ahí esperándote. Aconsejan olvidarse de buscar, para que las cosas te encuentren -o atar un lazo a la pata de una mesa-. Aconsejan muchas cosas. Demasiadas cosas. Y a veces una está cansada de escuchar consejos, llega a ese punto en que, simplemente, está cansada de escuchar las leyes elementales del curso de la vida. Porque la teoría, la teoría sobre las leyes de la cotidianidad, de la desidia, de los sinsabores y las alegrías, ésa me la sé de carrerilla. Así que cuentan que construyeron la vía férrea sobre los Alpes antes de que existiera el tren y yo voy a darme una ducha, voy a ponerme mi vestido blanco, voy a pintarme los labios y voy a beberme una botella de vino con Chica y Carolina, por lo que pueda pasar.


Bajo el sol de la Toscana

jueves, 15 de julio de 2010

anochece en el 2ºN


Mientras suena la música de Violeta en mi ordenador y la brisa entra por la ventana enredándose en mi pelo mojado, me siento como un indio sobre el sofá marrón y miro cómo la noche va conquistando los rincones del mundo con su ritmo cotidiano de sonidos y arrullos. La noche arrulla en los lugares como yo.

Parecería que una casa va siendo una casa cuando la gente a la que quieres aparece abriendo muebles, conquistando la cocina, curioseando entre los libros, poniéndolo todo patas arriba. Mi casa es más mi casa cuando, después, queda el eco de la risa de Juan, o el calor de Leticia en el sofá, los restos de ceras de colores de Pablo en el suelo, el olor de la pequeña Ana, los consejos de Pedro en la terraza, la sonrisa dulce de Claudia y la mirada cómplice de Ana frente a mi espejo. Todo eso trasciende el sofá y la mesa y las puertas y las ventanas, las estanterías, las sillas, mis silencios.

Así, cada uno, ayuda, a su modo, a instaurar las costumbres cotidianas, las pequeñas tradiciones rituales de esta casa y me descubro en otra yo, posible, hacia la que vago, a veces más huraña, más valiente, más torpe y decidida, más dulce, siempre más salada. Hacia esta flaca que sigue leyendo poesía, escribiendo declaraciones y encendiendo una vela para rezar.

miércoles, 14 de julio de 2010

¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida!


Habíamos quedado para frikear toda la tarde en el local de ensayo del grupo heavy del pueblo. Seguía haciendo calor en el mundo y se apuntaba un chico nuevo que estudiaba informática. Llevábamos las cartas Magic y fichas para iniciar una partida de rol. Lo vi aparecer de lejos, alto y serio, vestido con un pantalón gris de chandal y una camiseta de manga corta. Informático.

Yo no sé cómo empezó todo, pero la cosa es que pronto comenzamos a hacer planes porque nos entendíamos. Nos entendíamos realmente bien. Nadie me ha defendido nunca como Rubén, cuando le hervía la sangre y apretaba los puños. Con nadie he invertido tanto tiempo intentando pasarnos un video juego para después ir unas horas a la piscina municipal en época de exámenes. El compañero perfecto de estudios en la biblioteca, mis mismos ritmos, la misma pereza y las mismas ansias por perder el tiempo.

La ciencia ficción llegó de la mano de Rubén y de la mano de Rubén llegaron las novelas por nuestro cumpleaños, las confidencias, las confesiones, la paciencia, las naranjas, los almuerzos improvisados en su casa, el tío Nono de los jueves, las horas muertas charlando de todo y de nada en su habitación, las visitas a Madrid, las canciones absurdas de gatos, cyberdark y todo tipo de frikismos.

Pero de la mano de Rubén, sobretodo, vino el sentirme comprendida y protegida. ¿Y por qué hablo de él hoy? Porque además de echarlo de menos, él vuelve siempre para decirme: "eres mi mejor amiga, aunque suene feo decirlo, así que a mí no me tienes que engañar, yo sé que eres una cría chica, como yo".


¡Ay de ti, Corozaín! Qué millonaria y qué absurda a veces.

martes, 13 de julio de 2010

libélulas verdes


Hace algunos veranos, paseando con Gastón por Portobello un sábado de mercado, descubría un puesto lleno de sellitos de madera y me enamoraba de una libélula modernista carísima que no me podía permitir comprar. Así que la dejé allí y continué fotografiando puestos de botones y a Gastón vestido de soldado mientras soñaba con un sombrero para pasear.

Unos días después descubría en nuestro barrio, por la zona del Museo Británico, una pequeña tienda, diminuta y encantadora, que vendía material para hacer postales y millones de sellos. Seguían siendo carísimos, no puedo mentir. Por eso sólo me pude permitir una pequeña libélula, chiquitita y humilde, para nada modernista, pero hermosa en su simplicidad. Como los niños, dejé mi libélula besando todos los trozos de papel que encontraba y estampé con ella las postales que regalé a mi vuelta.

La semana pasada, cuando pasé por casa de mis padres, la recogí para sellar mis libros nuevos. Porque esa es la función que tiene desde hace años mi libélula, marcar los tesoros de papel de mis estanterías. Como diciendo "es mío", como subrayando para Javi "éste no te lo puedes llevar que es de tu hermana" o mejor, para poder decir: "me has robado" cuando voy a su casa y descubro mis novelas en sus estanterías.

Por eso, mi tarea de esta mañana después de despertarme a las mil, ha sido ir acariciando los libros que han llegado ya a esta casa, ir recordándolos con las manos para besarlos con mi libélula en la esquina superior derecha de la primera página. Y así me he encontrado, en esa plana, con poemas escritos a lápiz, con dedicatorias a bolígrafo, con precios y fechas, con gritos, suspiros y deseos, recordándome a mí misma ayer, mañana, incluso hoy.

Qué capricho heredado de mi abuelo y de mis padres, qué capricho más fundamental.

lunes, 12 de julio de 2010

sábado


-Tú, disfrutando en el agua, sirena -me dice Leticia cuando salgo, riendo y empapada.

No soy capaz de permanecer a la orilla del mar sin sumergirme una y otra vez en el agua, me cuesta mantener conversaciones, quiero mirar al azul impertinente de esta tarde y dejarme perder la razón por lo único que acaba teniendo sentido.

Hoy hemos llegado cuando ya casi nadie se bañaba, así que he nadado y nadado y nadado sin temor a chocar con nadie, con el miedo a las profundidades perdido de manera sorprendente, en las corrientes frías y las olas pequeñas, bailando y buceando como si nada más pudiese pasar. Hoy he enterrado a cinco niños en arena y he cavado con las manos y me he apartado los rizos de la cara llenándome de tierra las mejillas, porque cualquier excusa es buena para volver a nadar aunque los edificios dejen en sombra la playa, aunque el socorrista esté a punto de marcharse, aunque la brisa comience a mandar a los demás a casa. Hoy mi moleskine se ha llenado, como yo, de arena para cazar a Jaime en su toalla impoluta, para cazar un horizonte indeterminado.

Hoy, ayer, mañana, todos los días en el mar son sábados.

sábado, 10 de julio de 2010

el movimiento de las olas


Me gusta este olor desenfrenado de sol, de sal, de arena y de piel ardiendo, de crema y renuncias que se regodea entre mis brazos cuando observo el mar inmersa en los versos de Ana Martín Puigpelat y las olas rompen incansables en la orilla, mientras me estiro en la tumbona y mi cuerpo recuerda, por su cuenta, los días más torpes de mi infancia, las viejas lecturas de tierra y caracolas, tus caricias más tímidas. Un arrullo este olor, una promesa, un para siempre entre la mar y yo, agotada después de haber nadado al centro inexplicable del misterio donde contemplé al hombre, al titán negro recortado contra el cielo inmaculado sobre el malecón, mirándome como un punto inexacto en movimiento entre las olas.

Me quedo en este olor de sal y crema, de sol, de arena quemada que desata mis palabras con la impronta absurda del deseo. Me quedo en este ritmo de mi pelo mecido en su elemento antes de leer "si mi amor fuese viento..." y recogerse. Me quedo en el trazo de las ondas del fondo al que me acerco, profunda en la distancia, boca abajo. Me quedo en esa risa incontenida tras el consejo bien pensado de un turco que ronda mis brazadas y no sabe cómo hacer para acercarse a descubrir su derrota entre las aguas. Me quedo con los niños que sonríen si los miro sonriendo, con el hombre que lee de su libro secreto, con la belleza inabarcable de Leticia cuando es Juan el que la mira.

Me quedo en este olor, en la sombra espigada que se acerca al tobillo izquierdo mientras leo con media risa "tengo este puto modo de quererte, / igual que el movimiento de las olas".

viernes, 9 de julio de 2010

desubicada


El mundo gira 360º y mientras lo hace, tú no notas, aparentemente, nada. Tus pies siguen sobre la tierra, respiras, sigues siendo capaz de moverte aunque el mundo gire 360º y de pronto vivas en China o Dios sabe dónde si hacemos los cálculos. La cosa es que pasa. Cualquier día. Sin avisar. Tu mundo gira 360º. Y sigues leyendo los mismos libros y acudiendo a prácticamente el mismo sitio a trabajar. El café te sigue gustando con dos cucharadas de azúcar y los besos en la nuca, en el cuello, en las muñecas, te siguen descomponiendo. Pero está pasando, ha pasado, y tu cuerpo, aunque facilita el cambio adhiriéndose a todo lo cotidiano, no es el único que tiene que acostumbrase.

Si giras 360º a mucha velocidad te da vértigo, pero recuperas pronto el pie, es como una voltereta fugaz, tener el mundo un segundo patas arriba para después asentarte trivial sobre tu propio eje. Si giras 360º despacio, bien despacio, muy despacito, notas todos los cambios, eres consciente de todos los planos, de los milagros y las catástrofes, como si la cámara lenta de la película se hubiese hecho con tu alma de elefante y rotases un milímetro cada tres días, como Alicia cayendo por el pozo. Y resulta que girar así, también da vértigo.

A veces imaginas: "bien, por fin, acabo de llegar, deshago la maleta en tu boca, bajo tu lengua, sobre tus sueños y tus proyectos", pero no ha sonado el click universal que te anuncia que el giro ha terminado y pronto tienes que despedirte. Hasta que piensas de nuevo que tus pies se han detenido: "menos mal, ya era hora, estoy cansada, que me quemen la maleta, todo nuevo, quiero recostarme en tu espalda para contemplar las constelaciones desde el hueco donde anido", pero las estrellas no han dejado de moverse contigo y debes girar, tienes que girar de nuevo.

Desubicada. Con un anhelo heredado del momento en que tus antepasados dejaron de ser nómadas para soñar con hijos, con el peso del vacío en el centro del estómago y la conciencia de la línea que han sido los minutos de tu vida que te han traído hasta aquí. Y te gustaría preguntar como una niña "¿cuánto queda?" en el asiento de atrás, pero vas conduciendo. Presa de esa intensidad mientras los dados parpadean sobre la ruleta, mientras la peonza no termina de rotar, mientras la flecha se mueve contoneándose hacia la manzana sobre tu propia cabeza. "¿En qué grado andaré a estas alturas?". "¿Se ve ya la muralla China desde aquí?".

Milimétrica. Segundera. Sobreviviendo al cambio con el vértigo de aceptar cada minuto que trae lo que Dios quiera, a veces demasiado concentrada en mirar al horizonte, tropezando con todas las piedras. A veces coleccionando tesoros en el mar y mirando en el espejo del ascensor cómo se me riza el pelo, mientras el lector de poesía de la esquina de los muertos susurra versos de García Montero, y Juan y Leticia aguardan a que su giro traiga a la luz a Juan.

(No se lo digas a nadie, pero a veces me siento la narradora más afortunada de la historia contemplando el mundo como si yo sólo tuviese que copiar. Es la mejor manera que tengo, por ahora, de respirar cabeza abajo)

jueves, 8 de julio de 2010

palabras


Tibo era así. A veces le ocurrían estas cosas. Sin motivo aparente le venían palabras bellas al pensamiento. "Siroco" era una de ellas y "cariátide" otra. Cerúleo, siroco, cariátide. Luego, otros días, tenía que esforzarse mucho para recordarlas. El buen Alcalde.

Leía anoche ese pasaje y me acordé de mis palabras preferidas. Me gustan las palabras, me gustan cómo suenan las palabras divorciadas de sus significados. Repetir mentalmente una palabra hasta que se desvirtúa, hasta que pierde su vínculo con el mundo y ya no sabes lo que simboliza, no sabes de dónde llegó ni lo que contiene, pero resulta extraña y mágica, como un dulce prohibido o un primer beso con las luces apagadas mientras el suelo tiembla.

Me gusta la palabra "calamidad" de una manera sutil que me emociona, la palabra "ridículo", decir "caleidoscopio" y susurrar "transparencias". Bailar tarareando "curiosidad" evocando "crisálidas", sonreír al sonido de "mercromina" como si fuese un chiste infantil incomprendido. Como en Caperucita en Manhattan adoro inventar palabras o rehacerlas al estilo de Marta para exclamar "estupéndico" y decir con Nacho "tremebundo".

Encontrar en un sitio insospechado una palabra sorprendente, en un poema "subliteratura", en una canción "entretelas", en la voz de un hombre "disciplinado", bajo mi almohada "mediocridad". Y, así, ir coleccionando los términos secretos del mundo, como subrayaba con catorce años las palabras desconocidas en El cartero de Neruda sabiendo que jamás iba a buscarlas en el diccionario.

martes, 6 de julio de 2010

no más besos


Hoy sólo puedo decir que estoy cansada de los besos de amor de Walt Disney, de las historias románticas y de aventuras, de los secuestros, sin razones y rencillas. Ni hablar, no más besos de Disney. Me cambio a la competencia.

lunes, 5 de julio de 2010

interrogantes


Leo en un blog que suelo seguir: "a mí me gusta hacerme preguntas" y me quedo paladeando la frase un tiempo, tanto que llega hasta aquí.

De alguna manera, cuando te embarcas en la rutina de la no-pregunta, del no cuestionarte nada y aceptar las cosas tal y como vienen, puedes caer en el error de vivir en una falsa burbuja donde nada ocurre, nada pasa, no hay que elegir. La verdad es que a mí no me gusta hacerme preguntas, más bien me gusta conocer respuestas. Sé que es lo que le gusta a todo el mundo, pero es que tengo muy mal perder.

Estos días con mi madre no ha parado de recordarme mi exceso de imaginación y quizá eso tenga la culpa de que las preguntas me fastidien tanto. Los interrogantes abiertos, las ecuaciones por solucionar, las partidas a medias, las palabras por completar... despiertan de tal manera mi imaginación que soy capaz de crear monstruos del mismo tamaño de los mundos más fantásticos.

Así que "hacerme preguntas" es para mí la peor enfermedad, es tirar de un hilito delgado, delgado, casi con inocencia, casi inocente él, y acabar tirando de cadenas atadas a bufandas atadas a guirnaldas atadas a sogas atadas a... como en esa escena de en la que Chihiro salva al espíritu en los baños -tengo que volver a ver esa película-.

Por eso, a mí no me gusta hacerme preguntas, pero a la vez me preocupa no hacérmelas porque... ¿y si debajo de tanta basura se esconde el espíritu que me regala las magníficas piedras que salvan al cometodo?

(qué ganas de tumbarme al sol, de leer y de apagar esta imaginación o enfocarla a cuentos bonitos)

domingo, 4 de julio de 2010

aplausos


Señores y señoras, por orden de aparición en escena....

¡Un aplauso para María José e Inma que se presentaron hace más de una semana en mi viejo piso a las diez de la mañana para cargar cajas en mi coche!

¡Un aplauso GIGANTE para mi madre que ha estado al pie del cañón como una bendita durante la mudanza, lo mismo fregando el suelo que sujetando el mueble del ikea que dándome un cosqui cuando me quería parar ya para ir a la playa! Sin su esfuerzo, empeño, insistencia, energía y buen humor, esta mudanza no se habría hecho en menos de dos semanas. Porque una madre es una madre y la mía, simplemente, es la mejor -los que la conocen, lo saben-.

¡Un aplauso para Pedro y Claudia por acogernos en su casa mientras que no teníamos luz, por la botella de vino de la primera noche, por el partido de España, por las herramientas -sobretodo el bendito atornillador, Dios lo conserve para la gloria-, por el apoyo moral y por las lámparas y estanterías que Pedro pudo colgar antes de quedarse hecho una alcayata!

¡Un aplauso para Pablo por preocuparse tanto porque yo tuviese una cama y una casa digna, sin sus múltiples preguntas y sin sus destrozos en la terraza jamás habría recogido los cartones!

¡Un aplauso MONUMENTAL para mi padre que dirigió "el otro lado de la mudanza" y se encargó de todos los agujeros que una casa requiere -que no son pocos: cuadros, lámparas, cortinas, estanterías colgadas, perchas...-, sin su inestimable colaboración y ayuda en mi casa no habría nada en las paredes y sin sus trucos de Macgyver no habríamos podido avanzar!

¡Un aplauso gritado para Javier por cargar con mis cajas en "el otro lado de la mudanza", por montar las sillas y el zapatero y mantener a mi padre alimentado mientras que yo tenía a mi madre secuestrada!

¡Un aplauso a Rafa y Cristi, por ser unos vecinos estupendos regalándome una maceta y prestándome herramientas para poder terminar de colgar las cortinas, empezar teniendo buenos vecinos ya es un triunfo!

Y, por último, pero no por eso menos importante...

¡Un aplauso para los monos del zoo, sin sus gritos mañaneros me habría sido imposible levantarme y madrugar!


sábado, 3 de julio de 2010

jueves, 1 de julio de 2010

desórdenes nuevos


He terminado un libro y comprado una jaula, sé que no hay una relación directa entre una cosa y la otra, pero esta es una de esas entradas en las que estoy desordenada. Por fin suena música en mi casa, después de ocho días me he sentido lo suficientemente aquí como para que la música de allí pudiese encontrar su sitio en esta luz. Todas las mañanas me levanto tarareando una canción y descubro que me regalan otra. Las sillas son blancas y junto al reloj, sobre la estantería que hace las veces de cómoda, hay un juego de café y un faro. También está el poeta, el poeta me acompaña desde hace cuatro años. Se llama Pablo y es un bañista, no sé por qué me recordaba a Neruda, más bien a El cartero de Neruda quizá de ahí su nombre. Tampoco importa, costó un euro en un almacén de decoración y me dio pena su precio. Yo creo que el poeta sabía que, en algún momento, su atuendo tendría sentido porque viviríamos junto al mar. Menudas tonterías estoy diciendo hoy. Mi cama es blanca y verde, sobretodo blanca y produce sueños muy dulces que ojalá fuesen premoniciones de futuro, porque saben a besos y a sal. No quiero decir nada más. No quería decir nada desde el principio, sigo sintiéndome desordenada, quizá porque todavía no hay cortinas en las ventanas o porque aún no sé dónde guardar los manteles. Cualquier cosa. Ya sabes.