lunes, 24 de octubre de 2011

a la orilla del manzanares


Estamos sentados en el parque que han hecho a la orilla del río Manzanares. Este parque enorme con los mejores toboganes del mundo, lleno de bicicletas y patinadores, de risas de niños que transforman la visión de urbe de Madrid en otra cosa mucho más ligera y cercana. Estamos sentados bajo una farola en un banco de madera interminable, cerca hay un bar con terraza iluminado en colores fuertes que la noche se va tragando poco a poco. La gente sigue paseando, como hemos paseado nosotros hasta cansarnos. Ahora tienes tu guitarra, nos tienes a las dos pendientes de ti. 

Preparas tus canciones, miras lo que vas a elegir, afinas. Entonces empiezas a cantar La historia de Febo y Dafne y, ensimismada, me pongo a grabar este momento. Giro con la cámara en la mano para captar el ambiente del parque cuando una bicicleta pequeña se cuela en mi campo de visión. Una niña sonriente dice hola a la cámara vestida con su camiseta fucsia. Tiene los dientes perfectos de los niños y esa inocencia feliz en la mirada que tanta envidia me da. Sigue conduciendo hasta pararse a unos pasos de ti. Me mira y te mira, como pidiendo confirmación. 

Y se queda allí. Escuchándote cantar. De pronto la veo luchar con su bicicleta. Se ha bajado e intenta poner la patilla para que se mantenga de pie sola. Se le cae encima, la vuelve a levantar, vuelve a intentarlos, siempre sonriente, aunque con el ceño fruncido. Lo consigue al fin y triunfante, se gira para mirarte y, sorpresa increíble, se pone a bailar tu canción. Y baila y hace palmas, absolutamente encantada por disfrutar de ti y de tu guitarra. 

Cuando terminas, sale disparada hacia el bar donde deben estar sus padres. Imagino que va a contarles su aventura y tú y yo comentamos el momento. Estoy un poco emocionada, así que me sorprendo cuando noto una mano pequeña en mi rodilla y, al volverme, la niña de la bicicleta está frente a nosotros otra vez, mostrándome una brillante moneda de cincuenta céntimos. Me la tiende sin hablar, sosteniéndola con dos dedos. Como una niña de la selva me hace gestos. 
 -No, cariño, no canta para pedir dinero -le explico abrumada-. Quédatelos y gástalos en chucherías. 

Pero ella niega e insiste. Así que, para no decepcionarla, tomo su moneda. Nos da la gracias asintiendo con la cabeza y vuelve a correr para alejarse. Más tarde descubrimos que se llama Claudia. 

Tú vas a guardar la moneda porque es uno de los objetos más cargados de magia que tienes, después de mí, claro. 

martes, 18 de octubre de 2011

como yo me lo explico a través de Holan


El libro de Holan es el libro de poesía más caro que tengo. Me costó treinta euros. Esos son muchos euros aunque sea un libro gordo y en edición bonita. Además, cuando compras poesía siempre te da rabia pagar tanto por palabras en folios casi blancos -y esto lo digo también como poeta que piensa vender sus libros caros-. Entendedme, no me apedreéis. Lo que quiero decir es que, a pesar de que Holan era muy caro, yo quería a Holan en mi librería. ¡Y eso que sólo había leído once de sus poemas en internet de los que sólo me habían gustado cuatro! 

Pero esos cuatro me había gustado mucho. 

Primero fui a mi librería habitual sabiendo que Holan no iba a estar -la sección de poesía es pequeña-. Después fui a una librería más grande. Miré en la estantería y, al no verlo, incluso pregunté. En Madrid lo vi en una de las tiendas y lo dejé pasar. Hasta la segunda estantería del segundo comercio no me decidí a comprarlo por fin. Eran treinta euros. Con treinta euros se pueden comprar tres libros de bolsillo no muy gordos. Sí, Holan era gordo, pero eran treinta euros -aunque al final sea una metáfora sé que sueno capitalista y el precio del arte y todo eso, blablablabla-. 

Me llevé mi libro de Holan que pesaba un muerto. Leí en el metro esperando encontrar la respuesta a todas mis preguntas. Pero el primer libro de la antología hablaba de la muerte y de cementerios y de la muerte y de cementerios y una y otra vez. No fue una muy buena primera experiencia. 

La verdad es que conforme leía a Holan me daba cuenta de que me gustaba uno de cada diez poemas. ¡Y habían sido treinta euros! Pero al llegar a ese poema que me hacía vibrar, me olvidaba del precio. O sentía que había merecido la pena. 

Estoy tratando de decir que no devolvería a Holan a la tienda aunque me devolviesen mis treinta euros. Asumo que me gustará de la misa la mitad. Acepto que sólo subrayaré algunos textos. Es más, acepto que puede que en unos años entienda más a Holan que ahora. Y sólo lo llevo a la mitad. 

La cosa es que yo sabía que existía Holan y que quería a Holan. Sabía que no me gustaban muchos de sus textos, pero aún así lo deseaba por algunos versos. Porque me dijo: "porque la oscuridad me da miedo como a todos los hombres" y yo lo tomé de la mano y lo amé. 

jueves, 13 de octubre de 2011

de la terrible autosatisfacción que encuentro en hacer "cosas" de escritor


Bebo lentamente el té mientras corrijo los capítulos que escribí este verano y que dejé sin terminar porque la actividad me sacó de casa. Bebo el té, leo y miro la luz alejarse. Hoy sentada en el sillón rojo para estar más concentrada y más recta. Utilizando mis rotuladores bonitos para corregir, escuchando música que me gusta, haciéndome en este rincón mi casita para jugar a la escritora, como cuando era pequeña y hacía nidos bajo las mesas. 

Nunca me dejo disfrutar demasiado tiempo de esto porque no puedo vivir de ello. Porque después tengo que salir a practicar como seño de lengua y me entristece alejarme de las tazas de café. 

Pero hoy me he dedicado la tarde, hoy que por fin me di permiso para fantasear, me encierro entre mis propias palabras con el ceño fruncido, corrigiendo y corrigiéndome. Feliz por sentirme escritora en mi despacho improvisado, descalza, con el pelo mojado y mi té (pensando en ti de vez en cuando). 

jueves, 6 de octubre de 2011

brillar


Un niño de ojos azules corre sentado en su monopatín mientras habla solo cuestabajo. Lleva el pelo de punta y se ríe sin que nadie le responda ni le de conversación. Como descubre que ha llamado mi atención, me sonríe y dirige su diálogo hacia mí. Yo tuerzo el gesto avergonzada al ser descubierta alimentándome de su felicidad. Él brilla. Me cruzo con sus padres unos pasos más adelante, van discutiendo, insultándose y diciéndose barbaridades, andando lejos el uno del otro. Pienso en los ojos azules del niño y pienso en el heroísmo que demuestra engañándose a sí mismo hablando en voz alta para no escuchar las voces de sus padres. Es triste. De alguna manera también es esperanzador. 

Ayer vi a una chica preciosa esperando al autobús. Era como si toda la belleza de la ciudad se hubiese concentrado en ella. También brillaba. Creo que me descubrió mirándola brillar. 

Hay veces en las que me siento como un arqueólogo. Recorro la ciudad, mis horas, atenta a lo que el mundo muestra para demostrar que la esperanza sigue viva en muchas partes. Nunca estamos atentos. O quizá nunca estamos lo suficientemente atentos. Y ellos brillaban. Muchas personas brillan a lo largo del día, resplandecen en gestos cotidianos y diminutos, pero están ahí. Pasan desapercibidos. Cada vez que descubro uno de esos pequeños milagros, siento que he metido mi nariz en una cueva llena de tesoros y, como si se tratase de una energía vital, sonrío durante un buen rato sin saber muy bien por qué. 

Sé que es mi narradora la que habla, pero es que... ¡a veces sois tan sorprendentes, tan geniales, tan brillantes, seres humanos!