viernes, 29 de enero de 2010

lobo



La historia de Lobo surgió a raíz de un sueño y de una larga conversación con mi hermano las navidades del año pasado.
Le comentaba lo que me agobiaba no estar escribiendo nada largo y relegar las novelas para algún momento impreciso cuando tuviese tiempo. Desgraciada o afortunadamente no sé escribir un poquito hoy y otro poquito mañana, soy impaciente, horneo la idea en mi cabeza durante meses y cuando todo está completamente controlado, me lanzo a las teclas y no soy capaz de hacer otra cosa. No acepto conversaciones, como por obligación, rápido y mal, y duermo pocas horas. Sólo quiero escribir, sólo sé escribir así.
En esa conversación Javi escuchó atento cada una de mis ideas, le confesé mis dudas, le expliqué mis teorías y él me iba corrigiendo o afianzando, según el caso. El tema le gustó, pero yo sabía que la historia de Lobo no podría nacer en quince días, así que decidí escribir Gris, que pretendía ser una novela corta de cien páginas como mucho –llegaron casi a doscientas, pero bueno, esas cosas suelen pasar-.
Hoy me desperté con Lobo en la cabeza, el personaje me fascina y me asusta, no sé por qué. Volví a repasar todos mis planteamientos, los iniciales y los que han ido tomando forma al dejarlos reposar en mi cabeza. La primera frase de la novela me asaltó mientras remoloneaba entre las sábanas.
El primer deseo fue saltar de la cama y sentarme frente al ordenador, pero luego me interrumpieron dos crueldades: la primera la del trabajo, tengo que ir al instituto; la segunda la de la continuación de mi primera novela publicada. Los lectores esperan impacientes que termine ese manuscrito y que la editorial lo lance, pero la editorial no tiene mucho interés en mi trabajo a día de hoy y me desanima y entristece escribir esa continuación.
Nacho dice que la deje aparcada y hable de Lobo, que si siento esa sed tengo que hacerlo y que, cuando él vuelva agotado del trabajo después de unos meses, me la pedirá sin aceptar un no por respuesta.
Me planteo hacerle caso, dejar a la inspiración trabajar, no cortarle las alas por lo que se espera de mí, sino hacerle un hueco a las ideas nuevas, lleven a donde lleven. Quizá sea una historia buena y cualquier otra editorial se interese en venderla.

jueves, 28 de enero de 2010

la luz


Cuando subo las persianas, al despertarme, la luz de la lámpara, amarilla, lucha con la gris y azul que entra por la ventana abierta. Entonces apago el interruptor y observo las sombras nuevas de los rincones mientras me envuelvo en la bata roja para no quedarme helada.

La luz de la cocina es marrón hasta que la electricidad subraya los colores tímidos de los muebles y el fuerte naranja del zumo que voy haciendo todavía sin tener muy claro si soy capaz de mantener los ojos abiertos. El olor de café me lleva a la luz del frigorífico y de ahí, al pasillo tímidamente iluminado en amarillo.

El salón, en semipenumbra cuando está nublado, aparece hoy malva mientras me siento, enredada, abrazada a la taza de café para mirar el correo. Poco a poco, el malva va dejando paso a un gris cálido y, de ahí, al amarillo que ocupará la habitación la mayor parte del día.

En el camino hacia la casa de mis abuelos la luz es naranja, en senderos estrechos que atraviesan las callejuelas diminutas cuando un edificio desaparece en perpendicular hacia otra ruta que hoy no seguiré. Sonrío, sonrío porque los niños andan por la calle como pájaros alegres, y un hombre se detiene sorprendido al verme, supongo que preguntándose por qué él anda gris. Cada vez que me atraviesa la luz, algo da un salto y Miguel –voy a llamarlo así-, que tiene cinco años, se sostiene sobre un pie mirando el brillo de un charco mientras su madre le grita amenazas sobre monstruos para que la siga. Pero él no hace caso, yo tampoco.

El aire promete primaveras y es muy pronto para que desaparezca el agua de las calles. Alborotada en mi abrigo, llego a la luz verde de la calle de mi infancia y entro al rojo tibio de la cocina de mi abuela.

Mientras paseo camino de vuelta pensando en estas palabras, reparo en que los jueves están siendo un regalo para los sentidos.

miércoles, 27 de enero de 2010

rituales


Este año tengo un horario infernal que me desquicia la vida, ningún día entro a trabajar a la misma hora, ni siquiera salgo de trabajar a la misma hora, la mayor parte del tiempo vivo con prisa y, en medio de todo ese ajetreo alocado, he construido pequeños remansos de paz que se están volviendo rituales.

Hacer la compra los lunes, abrazarme a María José y cotillear mientras fuma el cigarro de rigor en el balcón de la sala de profesores, la hora libre con Conchi en el brasero, escuchar a las abuelas decirme “hasta mañana” a la salida de misa, las conversaciones con Nacho con el café de la mañana o de la tarde, la pregunta de Jesús cuando anochece, el desayuno en el bar de los martes con mis compañeras, la hora libre en la que escucho hablar de lo que ha cambiado la enseñanza, leer a todos el horóscopo cuando llego por las tardes, la horrible guardia de recreo de los miércoles, el café con Paco donde Juancho, las clases de inglés, la limpieza de los jueves y el almuerzo con los abuelos, las cervezas de la noche y recoger de la cafetería el viernes a los que desayunan para ir juntos a clase… Pequeños detalles, pequeños momentos donde el tiempo deja de existir y no hay tanta prisa, ni tantas cosas que hacer, donde somos anécdotas, bromas y risas.

Esas cosas que harán que, el año que viene, donde quiera que yo esté, pueda pensar en este sitio con alegría.

-Maestra, ¿echarás de menos esto? –pregunta David mientras hace los ejercicios.
-A mí seguro que me echará de menos –responde Juan Carlos con descaro guiñándome un ojo.
-¡Tú sí que la vas echar de menos, imbécil! –se burla David tirándole la goma.
-¿No nos das clase el año que viene? –se preocupa Rueda y no sé cuánto voy a poder aguantar sin decirles que paso el día pensando en el rato que invierto con ellos en construir un poquito de felicidad de la gratis, de la de verlos crecer y leer El Principito.

lunes, 25 de enero de 2010

alicia a través del espejo


Hoy me desperté sin historia, libre completamente de mí. Jamás fracasé, no adornó mi cuerpo ninguna herida, nunca perdí ni naufragué. Libre de errores, recomenzada. No gané ninguna partida, ni fui feliz cualquier mañana, nadie abordó mis naves ni trazó senderos en mi espalda. Ni erré, ni acerté jamás. Nunca fui.

Olvidé de dónde venía, a dónde era. Olvidé todo de mí y, observándome, desnuda frente al espejo, me preguntaba “¿quién eres tú? ¿quién eres?”, restituido el virgo de la inocencia.

Un instante sólo, un segundo en el que no identifiqué en mí nada reconocible, absolutamente despojada de recuerdos, sin ser capaz de vislumbrar la nube de palabras que siempre me acompaña donde quiera que mire, sin ser capaz de argumentar cimientos, quiebros, perplejidades. Pura, absolutamente yo, sin serlo.

Y estaba ahí, desconocida, sin saber siquiera interrogarme, como un lienzo blanco donde inventar y sin pinceles para hacerme un velo. Y estaba ahí, desposeída, en plena ausencia de significados. Ni tan sólo mujer, ni mera idea. Cuerpo, algo, yo. Inidentificable.

Hasta que recordé que respiraba y una palabra irrumpió llena de vida –o de crueldad, eso ya no podemos saberlo- a despertarme el mundo donde existía –existo-, siempre latiendo. Y una serie de líneas, azules creo o rojas, trazaron su senda imposible desde la que era ayer hasta la que soy en ese preciso instante de reconocerme.

“Tú”, me llamé, sin saber siquiera si lo era.

detalles de un fin de semana cualquiera


La tentación era hacer una lluvia de ideas -una tormenta la de ayer tarde en Fuengirola- para recoger con pocas palabras y sin mucha complicación todas las vivencias del fin de semana. Pero la pereza es horrible y el cansancio monumental, la tentación es enorme y el sueño considerable, así que no sé si tan siquiera quiero escribir una catarata de palabras que no lleve a ninguna parte.

Os recojo, de la lluvia, las gotas que me mojaron los labios, las que me hicieron reconsiderar la suerte que tengo.

Claudia abrazando a Marta sonriente entre los brazos dulces de su madre.

Leticia emocionada con una canción de Brotes, emocionándome a mí.

La preocupación de Juan con sus abrazos.

Los "qué temazo" de Pedro.

Las risas con Carmen a consta de los "Jackob Black" del momento.

La voz de Almudena cuando nos vamos quedando menos.

Algunos dulces reencuentros, de miradas, pocas palabras y abrazos.

Pasear por las calles vacías de Málaga.

Sentirme Wendy con mi vestido, frente al espejo, con el cielo iluminando el camino hacia la estrella a la que no voy a volver.

Escuchar a la abuela de Carmen decir: "Tengo 18 nietos y una boca demasiado pequeña para dar tantas gracias a Dios como quisiera".

Pasear bajo el diluvio con Maria Jesús, escuchando nuevos planes y propuestas, para encontrar una librería de mapas y tesoros donde soñar.

Coincidir eligiendo un salón con Juan y Leticia.

Terminar un crucigrama y cenar en un chino recordando la cita sobre Mary Poppins.

Llamadas a deshora y sueños abstractos.

Conducir fantaseando.

El chico de la gasolinera salvándome de la desesperación como un caballero pelirrojo y sonriente.

Javi y papá jugando en el despacho.

La sobremesa de los cuatro.

Luis y una tarde de compañía y blog.

La llamada de Isra arrancándome alegrías y corazón brillante.

La llamada de Juan que -aún con las uvas de Luis- me llenó de calor el alma, poder compartir mis inquietudes con él y escucharlo reírse cuando le cuento las propuestas del párroco.

La última conversación con Nacho entre cotilleos, propuestas, planes de futuro y preguntas a libros extraños.

Y este momento, mientras mi madre y yo quedamos compartiendo un ratito de "final", cuando ya la casa duerme y yo como chocolate, aunque no sea hora.

jueves, 21 de enero de 2010

sonidos


El aleteo de un pájaro pequeño cuando inicia el vuelo. Un coche pasando sobre una alcantarilla. La voz de un niño anunciando sus notas. Aceite hirviendo. Un pellizco al pan. Mis zapatos sobre los adoquines. La puerta del salón que se bambolea cuando paso gravemente. Las tripas del frigorífico. Un ladrido. Los radios de una bicicleta. El loro sobre mi garaje, silbando. Arrastran una silla. Las sábanas cuando me doy la vuelta. Tos. El reloj del salón. El reloj de la cocina de mi abuela. El timbre cascado. La respiración de un niño subiendo una cuesta. Un señor escupe. Chistan. Una hoja cayendo contra el suelo. Las teclas del ordenador. Mi propia respiración. El aire contra las ventanas. Otra vez la silla. Un beso. El sofá al acoger un cuerpo. Pisar un charco. Música desde una ventanilla bajada. Teléfono. El lápiz contra el papel. Ascensor abriéndose, ascensor cerrándose. Escaleras en la calle. Caminar sobre tierra y grava. Llamar con los nudillos en la puerta. Un perro con prisa, jadeando. Neumáticos, coches, frenos. La risa de una señora dentro de una casa. El televisor. Una caricia. Las llaves resonando en el bolsillo del vestido. Conversación adolescente, tumultuosa. Pelar una naranja. Tragar. Interruptor. Abrir y cerrar un cajón. La lavadora. La cremallera de mis botas mientras ando. Atar el cinturón del abrigo. Los muebles, solos. Pasar la página. Remover el azúcar. Hacer café. Cerrar el bolso. Los rizos contra mi cuello cuando me muevo. El estómago vacío. Agua.

Es casi milagroso detenerse un instante a escuchar el mundo, todo tiene un sonido, cada lugar tiene una música particular. Mi casa con su propia melodía, yo con la mía. La calle, el silencio… Investiga, cierra los ojos un instante, detente a escuchar… escucha los sonidos de los que viven contigo, nota cómo el tiempo se detiene un instante en cada uno de los pequeños detalles, identifica la respiración de la persona a la que amas mientras duerme, colecciona latidos mientras andas. Hemos aprendido a apagar la música del mundo con el ruido de nuestros propios pensamientos. Pasea conquistando sonidos. Es un regalo increíble.

miércoles, 20 de enero de 2010

hoy breve y cansada


Lo mejor del día: la sonrisa de la mujer en la iglesia y la risa de David al proclamar: "la maestra no es como parecía, nos trató de vender que era un sargento, pero sólo es corazón".

Lo peor del día: verme postrada de esta manera.

El poema del día:

La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que se verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esta soledad inmensa
de quererte sólo yo.

(de mi Pedro Salinas)

martes, 19 de enero de 2010

nos salvó sonatina

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Entro a clase desinflada, sabiendo que nada va a funcionar. Contagiada de su apatía, dejo la carpeta en la mesa, esparzo los papeles, los escucho sentarse pesadamente, sin abrir las mochilas, recorro el camino de vuelta hacia la puerta porque nadie se ha molestado en cerrar, comienzo a pasar lista con voz monocorde y saco de la carpeta la antología.

Será una tontería, pero me parece tan atroz tratar la poesía con esta sensación gris… Diluvia fuera y ellos quieren irse a casa. No sé cómo salvaré la voz del poeta en este aula privada de emoción.

Para librarme del primer encuentro, les pido que ellos vayan leyendo estrofas de Divagación que contiene algunos de mis versos preferidos del poeta. Comienzo a corregirlos y el buen humor parece hacer su entrada en la clase despertándolos un poco cuando se critican los unos a los otros y se espolean para leer. De todos modos, es un circo y miro horrorizada que el siguiente poema es Sonatina.

-Si eres tan chula –me reta Joaquín que a veces abandona las formas sin darse cuenta-, ahora lo lees tú y nos demuestras cómo se hace.

Los observo a todos valorando si merece la pena el esfuerzo, ¿voy a dejarme la piel leyendo un poema que no les interesa? Estoy cansada y desmotivada por las clases que hemos tenido de literatura.

Pienso en la primera vez que recité Sonatina en voz alta, a un Roca abrazado a su guitarra, sentado en el suelo en la estación de autobuses de Málaga en un día de despedidas.
-Niña, léeme un poema del libro que arrastras –me dijo y yo, que deseaba compartir con alguien la alegría que me embargaba al leer a Darío, me arrodille a su lado y comencé a hablarle, olvidándome de todo, con la voz del poeta.

Así que, sentada hoy sobre la mesa del pupitre de primera fila, me recojo sobre mis rodillas y olvidándome de todo, recordando cómo Roca me escuchaba, empiezo a recitar. Y ya no estoy allí, aunque los mire, ni tampoco necesito el papel, ni que se calle la lluvia…

Cuando termino un silencio reverente se ha hecho en el aula. Rubén me mira sin dar crédito, Diego se quita las gafas, Cristina sonríe al fondo de la clase y Jose Carlos me observa tras sus ojos negros consciente de que he sido feliz por un momento.
-Como vuelvas a leernos poesía, vas a terminar de enamorarnos –sonríe Diego mirándose las manos.

A partir de ahí todo es fácil, he ganado credibilidad, no les vengo a vender teoría hueca, vengo a regalarles un poquito de lo que amo y, al parecer, hoy comienzan a entenderlo.

lunes, 18 de enero de 2010

modernismo y buen amor


Tengo una clase de vampiros que me van desangrando la paciencia, la pasión y la poesía.

Me miran, apáticos y tristes, mientras hablo emocionada de la crisis de fin de siglo que daría luz al Modernismo y a Darío. He pasado una mañana trabajando en material con el que motivarlos, he releído eligiendo poemas para crear una antología que los interrogue concretamente a ellos. Y he llegado a clase con el alma ilusionada, recordando que fue el primer encuentro con la literatura que viví el año pasado con mi tutoría, recordando nuestras lecturas al sol y la curiosidad que despertamos juntos.

Pero esto no es Alcalá.

Me siento una torturadora mientras hablo y observo sus caras de hastío. Poco a poco me van mermando las fuerzas y lo que era una explicación llena de exclamaciones sorprendidas, de ritmo, de alegría, de gestos y expresión, se va convirtiendo en un sabor amargo entre mis labios.

Me siento incapaz de recitar a Rubén Darío, es más, no lo merecen. No merecen que resuene la voz del poeta en este aula rancia por su aburrimiento crónico, por su desencanto constante por la vida.

¿Qué siente esta generación? ¿Qué late entre sus costillas?

Estatuas mudas, rostros impasibles, apagados a cualquier tipo de comunicación.

Salgo de clase desnutrida y me dirijo desanimada al aula de primero de bachillerato, suponiendo que, igual que las semillas más fértiles no han tenido fruto en segundo, los próximos alumnos serán incapaces de disfrutar de la literatura medieval que es mucho más complicada y aburrida, más distante de lo que sienten y viven.

-¡Profesora! –sonríe Isaac desde el fondo de la clase-, ¡conseguí el libro del Cid! ¡Es muy difícil, pero me gusta!

Y me despierta, y les hablo del Buen Amor como si les estuviese descubriendo la panacea, y sus ojos me siguen, y responden y preguntan y se ríen cuando descubrimos en los textos las ideas del Arcipreste. Entonces todo vuelve a tener sentido y descubro que a ellos sí podré salvarlos, que los engañaré, que les llenaré la mente de poesía.

Y descubro también que a los otros los cumpliré con apuntes y los examinaré pronto.

domingo, 17 de enero de 2010

las tardes de domingo


Las tardes de domingo nunca me han gustado demasiado. Todos sabemos de ese regusto agridulce de final.

Cuando era pequeña mi casa estaba llena de gente que contaba anécdotas, bebía café, se enredaba –si había suerte- en una cena… Y después se iban yendo con la pena de Javier y la mía. Después de la mudanza, las tardes de domingo se convirtieron en vuelta de viajes, con el tiempo pasaron a ser tardes de película tras película en el salón. Más adelante eran de parque y, años más tarde, de café, creciendo más, de cine. Algunas tardes de domingo fueron de silencio. Luego volvieron las de regreso de viajes aunque diluviase. Esas terminaban pronto, porque a las diez estaba ya muerta de sueño.

Hoy he tenido una tarde de domingo de las típicas, supongo, de las de estar en casa viendo una película, después tomar café con los abuelos, y volver a casa a ver pasar el tiempo, a conversar, a perder el rato con cualquier tontería.

Ay, definitivamente no me gustan estas tardes interminables que ya huelen a lunes y a semana. Que son un reloj absurdo.

Voy a ponerme ropa cómoda, a coger una buena novela e intentar salvarle el pellejo a las pocas horas que me quedan antes de caer rendida al sueño.

sábado, 16 de enero de 2010

¿cómo es tu caja de cerillas?

Dice John –Laura Esquivel a través de él en Como agua para chocolate- que todos tenemos dentro una caja de cerillas y que, como el fuego, cada uno de los fósforos necesita de oxígeno y de una vela donde permanecer. Los demás, cada gesto de ternura, una canción, una caricia, una oración, una buena taza de café son nuestro oxígeno y nuestra vela. Pero nos advierte del peligro, si no encendemos nuestra caja de cerillas, se irán humedeciendo y nuestra alma se nos escapará entre los dedos; y si las encendemos todas de golpe provocaremos tal incendio en nuestro interior que seremos arrastrados a la muerte. Delicado asunto.

Mis alumnos de segundo de bachillerato se examinaron el jueves de este libro que yo me resistía a leer. El martes comencé con la tarea de acercarme a un texto que no me interesaba demasiado y quedé sorprendida. Atada, como Tita, a la cocina del rancho, a las pasiones.

Elegí el texto de John como base del examen y he pasado la tarde leyendo sobre las cajas de cerillas de cada uno de mis alumnos. “'¡Pobre desgraciado el que nunca haya sufrido por amor!”, decía Diego con su caligrafía perfecta. Me han sorprendido, cada uno con sus velas y su oxígeno, con las manos negras de intentar prender el fuego, de haberlo hecho arder a veces demasiado.

Mi caja de cerillas tiene de todo. Hay fósforos con los palitos cortos, otros tardan en prender, los hay que encienden demasiado rápido, quedan cerillas mojadas y algunos guardan palabras diminutas no sé muy bien dónde. Tengo muchos todavía y no los pienso gastar como Tita enredada en su manta en las últimas páginas de la novela.

Según John, según su abuela, es básico descubrir cuál es la chispa que necesita nuestra caja de cerillas, hay que dedicar la vida a encontrar la fuente de ese fuego y, una vez hallado, incendiar, poquito a poco, todo nuestro cuerpo.

¡Ah! Es importante. También hay que aprender a esperar entre fogonazo y fogonazo, porque arder de continuo consume demasiado.

por decir algo



No sé lo que escribir.


Pero no porque no tenga ideas, sino porque no sé si su sitio es aquí o allí.


Esta semana he vuelto del trabajo, por las noches, saltando charcos y convirtiendo en aventura cada paso: “oh, nuestra protagonista se encuentra ante el gran lago de la frutería, no sabe si saltarlo cogiendo carrerilla o rodearlo arriesgándose a pasar entre dos soldados con abrigos de punto y permanente, ¡cuidado! ¡uno de los temibles monstruos que acompañaba al caminante solitario se ha escapado en dirección al charco!".


También he observado a la gente, como solía hacer, inventándome sus vidas, Manuel es un señor mayor que va todas las tardes al estanco a hacerle compañía a Ricardo, el hijo de Don Benito, que en paz descanse. El bueno de Manuel llevaba toda su vida contado sus anécdotas en aquel mostrador y cuando su amigo, el Beni, el de la Paquita, murió de viejo, siguió yendo a relatar sus historias al pobre de Ricardo, que se las sabe todas de memoria y no sabe ya que inventarse para que el pobre viejo deje de darle la lata. Aunque claro, siempre que le funciona el plan para despistarlo, acaba sintiéndose culpable por no haberle dado un poco de felicidad al viejo amigo de su padre.


Y, después de todo, me he esforzado en hacer las cosas con amor, con ternura por los pequeños detalles más cotidianos, intentando convertir cada momento en un diminuto placer. Entrenándome en la felicidad, para que lo vaya inundando todo como antes.


Así que, no sé lo que escribir, mejor me acuesto.

jueves, 14 de enero de 2010

olores

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El olor de la naranja en mis manos me recordó los largos inviernos de consejos de Rubén, de zumos con café y un Javi de ojos pegados, me recordó los diez kilos a diez euros y, no sé por qué, a mi abuela. La cáscara de naranja olía a las tardes de biblioteca con Ramón y a Diana, a Manuel gritando “naranjas” cuando aprendía a andar, al brasero de La Carolina con los gajos en fila y preparados para asaltar mi boca.

El olor del jabón, por un instante, me trasladó a un momento impreciso de mi infancia y cerré los ojos, mareada, intentando descubrir dónde estaba, si aquí o allí. Me apoyé en el quicio de la puerta e intenté quedarme ahí en ese instante indefinido que me calentaba el corazón.

Al salir de la ducha, al volver a utilizar un viejo bote de fijador, desperté mis instintos en medio del verano pasado y el sol calentaba de promesas y todo cambiaba hacia mí, mi piel oscura y los vestidos con tirantes traidores, el pelo recogido y la mariposa que he vuelto a perder apareciendo siempre en cualquier sitio inesperado. La sal, el mar, las duchas a última hora de la tarde después de haber disfrutado de un día intenso sobre arena.

Y después mi jersey olía al suavizante de mi madre y de la tuya, así que irremediablemente estuve un segundo en un escalón. Pero tenía el pelo empapado y el olor del secador caliente me llevó a la silla frente al espejo, cuando era niña y sentía los tirones del cepillo para domar esta cabellera de leona quejica.

Así, sin darme cuenta, llevo toda la mañana viajando, de mí hacia mí, hacia el recuerdo y hacia nosotros, todos nosotros.

miércoles, 13 de enero de 2010

topé con un canalla

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La primera vez que lo vi, fue en un escalón en la calle antes de que empezase la NAO de Murcia. Y, al día siguiente, cuando desperté, nos llevó a un acantilado a ver el mar inmenso y turquesa.

Yo no sé muy bien cómo, si fue poco a poco o lo quise, así de pronto, de golpe y sin remedio. La cosa es que Juan Susarte entró en mi vida por pura providencia y sin casualidad, trayendo consigo a Rocío, a Triana y a Luis.

Y hoy, que cumple años, sólo puedo regalarle una lluvia de recuerdos que guardo con cariño como lumbre en invierno:

La primera vez que lo escuché cantar, su estofado de carne, las zapatillas de Triana para la fiesta del cole, los abrazos de bienvenida y los de despedida, la tabla de surf del rubiales, el café con guitarras en su casa, la cena bajo el castillo, la emoción escuchando a Brotes, los celos de Triana, el día que Luis me pidió un cuento, los baños en el mar, sus ronquidos en Mollina, el partidillo de baloncesto aquella noche, los jaleos con la guitarra, las conversaciones a deshora, los “dolores de cabeza”, el paseo por los jardines fríos en Almansa, su mirada nublada en la oración, cuando me compró chocolate, cada vez que me llamó regalo, compartir a sus hermanos, las risas en el silencio, la botella de vino en la terraza de Manolo, aquel ensayo, la risa de Rocío cuando está contenta y se le nota, la vez que me dedicó “consagrados”, su cara de pícaro cuando se mete con Curro, la noche que nos convenció para viajar por sorpresa, la oración a la que iba a venir aquel director famoso, cada una de sus dudas y su sentirse pequeño y amado, cada uno de los recuerdos que me trae verlo con su familia, su fe…

Felicidades, Juan, ¡qué lejos y qué cerca! ¡qué grande Dios!

lunes, 11 de enero de 2010

tres años

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Tres años llenos de milagros, ternura, cuentos, canciones, gritos, besos, carreras, lloros, risas y siestas cortas.

Tres añitos.

Las palabras siempre se me quedan cortas si tengo que hablar de ellos o de Lucía y Marina, son, simplemente, abrumadores. Uno se pregunta como unas personitas tan pequeñitas pueden general tal nivel de felicidad con gestos tan sencillos como acariciarte la cara, sonreírte con guiños, abrazarte fuerte fuerte con sus bracitos delgados, acurrucarse en ti buscando refugio.

Son un regalo, un verdadero regalo transformándose hacia lo sorprendente. Y hoy me ponían los deditos de “tres” a través del teléfono.

domingo, 10 de enero de 2010

nieva sobre nosotros

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La nieve lo iguala todo, viste de belleza los objetos absurdos, detiene el tiempo mientras cae como plumas sobre el mundo inconsistente, porque la nieve lo vuelve todo irreal.

Mientras tirito en la gasolinera, los copos caen lentamente, como flores de cerezo en primavera, se posan con dulzura sobre los árboles, en las farolas, en las líneas de la carretera. Cuando me monto en el coche y arranco, el viento enloquece la magia primitiva y la nieve se arremolina con prisa a mi alrededor.

Tengo que concentrarme para no dejarme hipnotizar. Escuché una vez que el espíritu del invierno, por amor, es capaz de arrebatarte la conciencia si miras demasiado hacia el cielo mientras nieva. Así que me concentro en la carretera, tarea bastante más necesitada de mi atención, porque no para la ventisca.

Asombrada descubro transformados los paisajes de mi infancia, un mundo nuevo, en blanco, todo por colorear, se muestra tras los cristales, en esos espacios que la nevada me deja observar. El cielo está helado también, plateado y cercano, haciéndose con las montañas que desaparecen bajo los mantos de pintura blanca.

“Qué siga nevando, por favor, que siga nevando hasta que llegue a casa, que nieve en mi casa, por favor”, voy recitando alegre y ensimismada mientras la carretera va desapareciendo.

Y el milagro se hace realidad. Con la maleta azul y el pelo lleno de nieve, trastabillo por la calle y uno de los camareros del restaurante chino me sonríe con dulzura cuando nos miramos a través del cristal. Los dos compartimos la pasión inmediata por lo que está pasando y, de pronto, me siento llena de calor por dentro y salto un charco.

Entro al salón, enciendo la estufa y subo las cortinas a lo alto, llamo a María José y las dos chillamos por teléfono. Ella es de Málaga y es la primera vez que ve nevar así, salto en casa de los nervios y viene corriendo a tomar té mientras la nieve cae incansable. Compartir su cara de ilusión y sus voces cada vez que mira hacia la ventana es, simplemente, un regalo.

Estar sentadas en el salón, calentitas, mientras todo pasa, me recuerda a mi invierno de Alcalá y, cuando despido a María José, lo hago llena de alegría dulce e infantil.

¡La nieve todo lo transforma!

sábado, 9 de enero de 2010

a piano

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Mi mejor amiga, cuando era pequeña, tocaba el piano. No sé cuántos años, meses o días llevaba en el conservatorio, pero a mí me parecía que tocaba mejor que nadie.

Me encantaba ir andando hasta su casa y, en primavera, escuchar la música antes de doblar la esquina, incluso sentarme en el escalón de su puerta, sin llamar siquiera, sólo para disfrutar de sus ensayos. Podía pasarme horas allí, hasta que se hacía de noche y sonaba el teléfono: mi madre reclamándome. Mi amiga siempre se preocupaba por si me aburría, pero a mí me resultaba tan increíble tener el privilegios de escucharla… Intentó enseñarme, pero nunca tuve la paciencia suficiente como para hacerle caso y, la verdad, siempre preferí ejercer de público privilegiado.

Supongo que algo me viene de herencia, porque mi madre es una enamorada de la música. Nunca olvidaré la primera vez que fuimos juntas a la ópera.

Copying Beethoven se nos tropieza casi por casualidad en el centro de mi aburrimiento cuando cambiamos de cadena. Había oído hace años hablar de esta película, pero nunca tuve el placer de verla, cosa extraña, porque me encantan las películas sobre compositores o músicos. Mi curiosidad siempre está enredada en los entresijos de los creadores, ¿cómo surge una idea? ¿es primero la música o la letra? ¿suena primero el ritmo en la cabeza y después se traslada a las manos o viceversa?

El argumento es bien sencillo. El maestro, casi sordo por completo, se enfrenta a la composición de su novena sinfonía y Ana, una joven muchacha que quieres llegar a ser compositora, le hace de copista. La relación entre ambos caracteres es la que sustenta la historia.

En un momento, cuando el artista ha recibido ya un golpe irreversible de la vida, Beethoven dicta a Ana las notas de una nueva pieza desde la cama y los violines se deshacen detrás de las imágenes.
-Es un himno –señala ella sorprendida.
-Sí, una acción de gracias… –murmura el compositor emocionado desde el lecho.
-¿Una acción de gracias?
-Sí, a Dios, por permitirme vivir para componer mi última obra.

Ana mira por la ventana cuando el silencio se hace con la casa y yo siento el deseo de volver a escuchar música clásica en directo, de sentarme nerviosa en un teatro mientras la orquesta se va colocando, de esperar a que la luz baje y el sonido se eleve…

De la última vez hacen ya bastantes meses y quiero, deseo, volver a sentir que las notas entran dentro de mí, pura emoción hecha sonido cargado de historia.

viernes, 8 de enero de 2010

Filípica de mi tía cerca de la hora de comer

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Hoy cuando volví a casa del trabajo me encontré un largo e-mail en azul de parte de mi tía Mari, la madre de los niños preciosos de los que muchas veces hablo, la hermana pequeña de la mía.
Mari lee mi blog desde que escribía en naufragada y cuando cerré aquel espacio, me mandó enseguida una carta pidiéndome que no dejase de escribir por nada del mundo. Complacerla es fácil.
En su mail dice que a veces no me entiende –creo que no es la única, a veces no me entiendo ni yo-, me regaña porque ya ha pasado mi periodo de duelo y sigo triste. Ella vivió una historia semejante y leerla me emociona, porque la siento muy cerquita. Me insta, con mayúsculas y a gritos, a que viva, a que viaje, disfrute, grite, experimente, a que sea feliz de todas las maneras imaginables.
Creo que la he desesperado mucho –al pensarlo me entra la risa en casa-.
El problema fundamental es que Mari no me conoce más allá del ámbito familiar y de mis palabras en estos rincones, y es una pena, la verdad. Cuando esta tarde se lo contaba a Nacho le decía que me había acordado de él porque siempre me dice que soy muy dramática al contar las cosas, que las intento poner tan bonitas que suenan terriblemente tristes y eso no es verdad. Yo siempre le digo que esto es literatura y que, por lo tanto, no hay que tomarme en serio. Nacho me conoce y lo asume enseguida, pero supongo que aquellos que me quieren y me leen por aquí a veces se asustan sin motivos.
Mirad, yo soy drama, teatral, poeta, desde muy pequeña. Me encanta una escena, es connatural a mí buscar la belleza de lo triste. Y cuando escribo aquí, olvido contar los millones de tonterías que me han hecho reír a lo largo del día. Por eso muchos me conocéis mutilada.
Por eso mi tía recibe sólo lo triste y se desespera conmigo.
Claro que mi periodo de duelo pasó. No imaginas lo que disfruto con un café en casa, con la soledad de mi pasillo, con los pies sobre la mesa y los rotuladores esparcidos por el suelo. Si de verdad estuviese triste, este sitio no existiría. Simplemente no podría escribir.
Soy feliz, pero impaciente. Y no tengo término medio. Soy visceral, pura tripa, grito, chillo, lloro, me tiro en la cama como un saco, (no rompo nada porque sé que luego tengo que recogerlo…) y después, me lavo la cara, canto una canción, me río de un chiste… ya se me ha pasado.
Tengo la extraña capacidad de hundirme en la miseria tan rápido como salgo de ella. Es fácil hacerme feliz y yo me dejo.
Sólo que aquí escribo muchas veces lo que más me gusta: el puro drama desgraciado y de rajarse las venas –me vuelvo a reír-.
(Tita, tienes que aprender como Nacho a no leerme en literal, sino más bien por debajo. Te mandé dos mails y no te llegan, así que te lo digo por aquí: GRACIAS y TE QUIERO).
Foto tomada por Marta

jueves, 7 de enero de 2010

mis nuevos-viejos errores

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Confieso que volver a casa me asustaba casi tanto como me asustó el irme. Ha acabado la navidad, por fin.

Estos días han sido bastante diferentes a como los imaginaba, aunque decir que los imaginaba es mentir un poco. La verdad es que no era capaz de plantearme como sería esta primera navidad después de tantos años. Desde anoche tengo la certeza de que en algo me equivoqué.

Es cierto que durante estos días me he concentrado en vivir a mi familia y a los que tengo cerca desde la ternura, también me he esforzado en mantener viva mi fe. Pero sería demasiado hipócrita ocultar que no he sabido resistirme a la tristeza. Y rezaba pidiendo fuerzas para ser feliz, porque sigo convencida de que es una opción vital, una actitud, aunque yo no haya sido capaz de verlo estas vacaciones.

Recuerdo defender, no sé si aquí o en cualquiera de mis otros espacios, la idea de que había conseguido alcanzar una tristeza serena, incluso un tanto dulce, que me permitía vivir en paz. Ahora puedo decir que estaba equivocada.

Asumir la tristeza es rendirse.

Y aunque al principio encontraba paz, que quizá era una de las cosas que más necesitaba, pronto todo se fue volviendo gris. La tristeza adormece la emoción y cuando la dejas entrar, ella se queda como si estuviese en su casa.

A lo tonto y en poco tiempo, nada me hacía verdadera ilusión. Aceptaba las situaciones, reía cuando eso era lo que se esperaba de mí y, a cambio, la tristeza mantenía a raya los recuerdos, los vacíos, las ausencias. No sirven las treguas con este enemigo. Olvidarse de soñar es un precio demasiado alto para evadir el dolor.

Han sido los primeros Reyes de mi vida que he vivido sin ilusión. No envolví mis regalos en cuentos como todos los años, ni dibujé tarjetas, ni preparé adornos, no regalé cartas, ni poemas… Sólo quería que pasase cuanto antes sin detenerme demasiado a pensar.

Y me sorprendió que Javi diese con cada uno de los detalles de mi carta y los trajese bajo el árbol como si fuese lo más natural del mundo. Me sorprendió la ilusión de los demás…

No lo sé… supongo que estaba bajo el agua.

Me entristece mucho, no de esa tristeza pacífica, si no de pellizco, mirar cómo he vendido mis días a la apatía y la desesperanza. Sobretodo porque esos sentimientos se comen lo que más valoro: mi imaginación, mis sueños, mi capacidad para encontrar magia en los pequeños detalles.

La tristeza me impide ver lo milagroso de cada instante de vida.

Y hoy se acababa todo y tenía que volver a casa… y desde esa posición cómoda e indolora, tenía miedo a mi soledad. ¿En qué se convertiría ese monstruo gris cuando estuviese en esta casa vacía?

Pero, de pronto, por sorpresa, casi sin darme cuenta, se despertó algo pequeño y alegre que miraba las montañas mientras conducía pensando en el regalo de la belleza, y mi casa olía a mi vida y todo era hermoso y no se había muerto la maceta y estaba calentito mi hogar aún sin mí… Y mi café sabía a mi café y Roca me había escrito dulzuras…

Así, sin ser consciente siquiera, sonreía simplemente porque me resultaba más cómodo que asumir la derrota.

Recordádmelo, por favor, si vuelvo a decir que encuentro la paz en la pena, recordadme que la melancolía se ha llevado ya demasiados rehenes de mi inconsciencia.

miércoles, 6 de enero de 2010

la aventura del rey mago

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Lo de ser Rey Mago tiene de malo que te desvelas un poco. Siempre quiero llevar mis regalos al salón antes de que los lleven mis padres, así que, desde que tengo un sueldo, soy rey mago de madrugada cuando me suena el despertador.

Anoche ni siquiera hizo falta que sonase. Como acostumbro últimamente, me desvelé por culpa de una pesadilla, así que me levanté y, tras abrazarme en la bata, me puse a preparar los regalos. Hacía tanto que los había comprado que no sabía ni siquiera dónde estaban la mitad de ellos. Para colmo descubrí que el juego de mi padre estaba sin envolver, así que me puse a buscar cualquier papel en que pudiese liarlo… dormida y sin celo… Tampoco había preparado cartelitos con los nombres y hace años que no ponemos los zapatos debajo del árbol.

No sé cuánto tarde, pero cuando por fin lo tenía todo preparado, cartelitos incluidos, abrí levemente la puerta para agarrar todas las cajas con las dos manos –cajas pesadas, sobretodo por el tocadiscos de mi hermano- y abrir del todo con el pie porque el dormitorio de mis padres está frente al mío y los desvela la luz.

Justo en el momento en que he conseguido, previos malabarismos, abrir la puerta y cargo hacia la ele del pasillo, escucho la puerta de la calle. “Mierda”, pienso, y vuelvo reculando y de puntillas a mi dormitorio porque Javi acaba de llegar de madrugada de la fiesta de anoche. Suelto sin hacer ruido los regalos, cierro la puerta y refunfuñando me meto en la cama.

Mi padre seguro que ya se ha despertado y yo no sé si reírme o dejarlo todo para mañana. Apago la luz y soy incapaz de volver a dormirme. Me siento en la cama. Escucho la casa. Javi se ha encerrado y no se oye nada en el pasillo.

Ésta es la mía.

Vuelvo a levantarme, me vuelvo a poner la bata, vuelvo a abrir la puerta un poco, vuelvo a cargar los regalos, gruño, malabarismos, entreabro la puerta con el pie, saco medio cuerpo, vuelvo a usar mi pie para tirar de ella y entornarla tras de mí, enfilo el pasillo, por fin me veo cerca del salón, ya estoy llegando, estoy llegando… ¡Entro por las primera puerta!

Comienzo a felicitarme, soy un felino en la noche, no hago ningún ruido, me siento en mi territorio, me relajo y... ¡crack, plum, crrrr! Paso haciendo un ruido terrible por encima del scalextric.

Ya lo debe saber toda la casa, sólo espero no haberme cargado nada. Así que me da igual soltar con ruido las cajas en el suelo. El problema es que no veo nada, no puedo encender la luz y no veo los letreros que he hecho, me choco con un sofá, se me enreda un pie en un cable… sólo me falta tirar el árbol de navidad y caerme sobre el portal de Belén.

A las seis de la mañana vuelvo a estar acostada. Si la pesadilla me desveló, la aventura nocturna me ha dejado aún más espabilada.

Menos mal que al final caigo rendida y no es hasta el estruendo que montan mis padres llevando sus regalos que vuelvo a despertarme. Está claro, de pequeña dormía mucho mejor que ahora, ¡porque me he enterado de todo!

(Ah, he sido muy buena y me han traído todas las cosas pequeñas que pedí).

martes, 5 de enero de 2010

noche de reyes

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Cuando éramos pequeños, Javier y yo corríamos detrás de la cabalgata de los reyes magos. Yo he sido siempre soñadora y bastante tonta, Javi es muy práctico y mientras que yo gritaba: “Melchor, Melchor”, él me corregía diciendo:
-Tonta, si es la cajera del másymás –mientras me miraba con incredulidad.

Dejé de creer en los reyes casi con doce años. Yo quería creer. Yo quería creer que la magia existía.

Los amigos de mis padres eran voluntarios en cáritas y todas las noches de reyes repartían por las casas más humildes los regalos que habían estado recopilando durante las navidades. Después de aquello, iban a mi casa a brindar y a comerse todo lo que Javi y yo habíamos preparado para los reyes. Nosotros estábamos ya más que dormidos, tras haber colocado los zapatos limpios y relucientes debajo del Belén. Todos los años sus amigos rogaban a mis padres que los dejasen subir a darnos un beso de buenas noches, y todos los años mi madre se negaba porque aseguraba que los conoceríamos y que dejaríamos de creer.

Pero ese año no. Ese año mi madre cedió y uno por uno, los reyes magos fueron pasando por nuestros dormitorios sin que nos enterásemos o, por lo menos, de eso se trataba. Porque Baltasar, mi rey mago preferido, y el amigo de mis padres al que más conocía, se tropezó con la alfombrilla junto a la cama y se me cayó encima.

Mi sorpresa fue tremenda, no daba crédito y recuerdo la sombra de mi madre recortada en la entrada haciéndome un gesto de silencio para que no despertase a Javier. Me volví a dormir siendo la niña más feliz del universo.

¡A la mañana siguiente lo recordé y llamé a todas mis amigas! Nadie me creyó. Lógicamente, yo tenía fama de fantasiosa.

Esta noche de Reyes no salí a ver cabalgata, por primera vez en mi vida. Los regalos del amigo invisible están abiertos sobre la mesa y Javi se ha encargado de que tuviese todos los detalles pequeños que pedí. La música inunda la casa y mi padre y él juegan al scalextric que ha regalado mi madre.

“Nada me puede separar de ti, mi Señor”, me tranquiliza cuando quiero alimentar al monstruo de la tristeza con demasiado pensamientos hasta empacharlo.

Os dejo como imágenes tres pequeños regalos que mañana regalaré a mi familia. Quedan muy bien en marquitos pequeños.

Supongo que habéis sido buenos, felices reyes.

lunes, 4 de enero de 2010

de una vez por todas: los reyes no existen

desierto[5]

Este año la carta a los Reyes se me resiste interminablemente y mañana es el día. Ana ya colgó la suya la semana pasada, las de mi familia penden en el frigorífico y Javi ha sido capaz de hablar de su corazón, hoy tú has colgado la tuya también, y yo sólo puedo pensar que no quiero nada. O que quiero tanto que soy incapaz de pedir.

¿Miento? ¿Digo la verdad? Esto es trampas y cartón. Yo ya no creo que los Reyes…

¿Voy a limpiar los zapatos y a dejarlos brillantes debajo del árbol con la esperanza de que junto a las cosas que este año no he pedido, aparezcan las que sí deseo, esas que no pueden envolverse, que nadie puede tocar salvo yo con la imaginación de puntillas?

Mi imaginación sueña contigo. Mi imaginación querría una nueva yo, nuevecita, toda por estrenar, sin historia, con el alma limpia, querría que este amor a Dios, este Amor de Dios que siento a cada minuto fuese suficiente. Desearía un destino junto al mar y también hacer amigos en el lugar donde trabajo. Desearía no sentirme sola. Desearía no sentirme rota por dentro. Sólo desearía ser feliz un poquito, lo suficiente, para asumir lo otro. Desearía que se firmasen todas esas paces que se presuponen entre los que amo y que no existen. Desearía que el Espíritu nos guiase a todos hacia el mismo sitio. Mi imaginación querría ser capaz de escribir de nuevo dos palabras seguidas que no me supiesen tan amargas, ni tan vacías. Que todos recordasen que el amor no lleva cuentas. Querría que mis padres fuesen felices, aunque se hayan quedado solitos, que supiesen que estoy bien, que tengo corazón de abeja. Querría que Javi sonriese más veces por mi culpa como la noche de año nuevo cuando me vio de madrugada y se le iluminó el gesto porque podía compartir algo conmigo. Querría que el sueño de Juan y Leti se hiciese realidad y que fuese agosto y estuviésemos celebrándolo ya. Querría que Ana tuviese el corazón curado, grande, limpio, valiente y libre, que las dos supiésemos esa otra manera de sumar que se nos da de pena. Desearía que Marta dejase de aprender de los tropiezos con las mismas piedras, dejar de tener miedo por su corazón de sirena.

¿Pero cómo me van a traer todo esto?

Queridos Reyes Magos, no me lo tengáis en cuenta este año, a veces una se cansa de soñar, aunque sea lo que mejor se le de. Se cansa de soñar y de que no merezca la pena.

(Me vais a perdonar los demás, sé que a veces se me mezcla la alegría con la pena. Los que me conocéis sabéis lo que estoy viviendo y podéis hacerme la vista gorda, los que os habéis tropezado conmigo, estad tranquilos, tengo un corazón fuerte y alegre bajo tanta pena inútil, y mi Dios me serena con nanas).

tres días dan para mucho y algo más

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Hay un refugio con una chimenea en el campo de mi abuelo. Yo no me quedaba a dormir allí desde que me peleaba con mis padres por la hora de llegada a casa y, este fin de semana, lo colonizamos con esperanzas de grandes cosas.

Hay otro refugio, también con chimenea, en el corazón de Juan y Leticia, y, arropada en la cama, en ese salón de mantas y estampados donde dormíamos los tres, me paraba a pensar en todo lo que me han acompañado durante el último año y en lo feliz que me hacen.

Este fin de semana tuve de los dos refugios.

Quizá a veces los tres hacemos grandes planes, tenemos grandes proyectos de encuentros y de resucitar sentimientos que nos unían con nuestro antiguo grupo; y por eso a veces nos llueven pequeñas desilusiones aunque comprendamos los argumentos. Pero las desilusiones se borran con risas y de esas cultivamos junto a la chimenea intentando descubrir las semejanzas entre una nutria y un bisonte, o cuando simplemente “te encanta”.

Antonia y José Miguel nos acompañaron el sábado para comer. A Josemi creo que no lo veíamos desde la cena de septiembre en casa de Juan y Leticia y fue genial volverlo a tener cerca. Antonia sigue siendo una de las nuestras y llegó con su coche nuevo y su risa divertida a encontrar con nosotros puntos intermedios para nuestros proyectos de volver a reunirnos, de volver a ser un equipo, de volver a orar.

El domingo decidimos desayunar a las doce y media de la mañana papas a lo pobre con filetes, ¿por qué? Pues porque durante la hora del almuerzo íbamos a estar metidos en un coche rumbo a Humilladero. La idea, por extraña, nos pareció encantadora y preparamos nuestro “desayunoalmuerzo” con mucha ilusión mientras recogíamos la casa.

El viaje fue lluvioso, pero se hizo corto. Ixcís tocaba en el nuevo salón parroquial de ese pequeño pueblo que ni sabía que existía. Así que te abracé, sin saber muy bien cómo comportarme, controlando todo el tiempo lo que debía y no debía sentir.

Mientras Leti y los demás ensayabais , Juan y yo nos lanzamos a la búsqueda de un café porque el hambre estaba amenazando con doblarnos. No recuerdo la última vez que hablamos los dos solos, de “hombre a hombre”. Con las cosas claras, sin disfrazar nada, llamando a los sentimientos por su nombre. Me gustó escuchar sus consejos, oír sus opiniones y compartir sus experiencias.
-Creíamos que ibas a estar peor –me dijo ya con el café en la mano-, pensábamos que esta navidad…
-Estoy triste, Juan –confieso con una sonrisa-, lucho con todas mis fuerzas por estirar cada momento de alegría todo lo posible, a veces no me sale demasiado bien. Pero he aprendido a aceptar el momento que me toca vivir, a asumir la pena con serenidad y me resulta más fácil. Por eso estoy mejor, porque no estoy batallando contra mí.
-Cuando vuelvas a Andújar será peor…
-No lo sé –suspiro encogiéndome de hombros-. Aquí también está siendo difícil, allí estoy en mi casa, tengo trabajo que hacer, aunque esté sola.
-Tiempo.

(Tiempo. Estoy en paz con esta espera, sólo quedan seis meses para el próximo cambio. Me horroriza pensar que ya estoy en 2010).

Llegamos cuando el concierto está a punto de empezar y me sorprendo, descubriendo entre la gente, a la niña que cazaba lobos, con la boca y las uñas rojas. Cazo sin darme cuenta varias ideas para una nueva historia y me detengo a orar. Me resulta tan sencillo hacer silencio en mi corazón para acoger las melodías y las letras de las canciones… Juan se desespera porque las ha oído mil veces, le dan ganas de hablar, Virginia bromea… Me hacen reír y enseguida vuelvo al silencio. Necesito alimentar mi corazón del fuego de Dios para mantenerme serena.

La noche termina escuchando en primicia el nuevo disco de Ixcís que será el regalo de reyes el día seis. Me siento pequeñita allí, pero feliz, acogiendo también esas palabras dentro de mí, emocionándome al escuchar a Leticia cantando “nada”. Más cerca de algunas canciones por el preciso momento que vivo. Sintiendo las guitarras abrazándolo todo.

Y a la vuelta, hacia casa de Juan y Leticia, secuestrada por no llevar mi coche, feliz por encontrarme con ellos, continuamos escuchando contagiados de la alegría de Leticia, el cd que tanto han deseado.

Ahora la casa está silenciosa y duermen. Yo me desvelé de pesadilla y busqué el remanso de paz de las palabras, donde suele sucederme lo bueno.

viernes, 1 de enero de 2010

madrugadas de uno de enero

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Vale, definitivamente los planes nunca salen como tú te los habías propuesto y mi intención de cenar y acostarme me salió bastante rana.

Cuando Juan P me encontró a las seis de la mañana comenzó a abrazarme gritando: “ceno y me acuesto, ceno y me acuesto” entre carcajadas. Javi aseguró que verme era la mejor manera de comenzar el año. Abracé a Jaci con tanta alegría que me sentí agradecida por volver a encontrarme entre ese grupo de gente al que ya no pertenezco. Di besos de compromiso y besos de verdadera ilusión. Se me olvidó mirar el reloj.

Juan D me recogió después de las uvas –que como siempre me comí a mi ritmo y haciendo trampas, así me va-, y nos fuimos a celebrar el año nuevo con sus amigos. Celebraban el “amigo invisible” y Juan D quería que nos fuésemos a un pub en lugar de quedarnos allí. Pero cuando has vuelto desde fuera del país, me parece importante compartir estas cosas con tus amigos de toda la vida, así que me empeñé en que nos quedásemos y me reí bastante con las ideas que se intercambiaron.

Sorprendida, entre sus amigos, me reencontré con Bibi y con Irene. No hizo falta que explicase nada, que explicase mi desaparición durante un año, no hizo falta que ajustase cuentas con el no haber llamado, no haber estado, no haber aceptado ninguna de sus propuestas de café. Ellas no sentían que tuviesen nada que perdonarme.

-Sonríe más –me dijo Juan D una de las veces en que se cruzó conmigo dentro del pequeño local-. Eres demasiado bonita para estar tan triste.

A las dos de la madrugada yo tenía intención de irme a casa. Lo prometo. Pero cuando ya estábamos en la calle y teníamos puestos los abrigos, nos preguntamos si nos tomábamos la última en el bar de siempre. No sé si fueron, al final, las cuatro o las cinco últimas, porque me sentía tan cómoda charlando de todo, hablando por fin de nosotros mismos, que no me di cuenta de que pasaba el tiempo.

En uno de esos momentos fue cuando Ana P vino a avisarme de que todos estaban por llegar y poco tiempo le dio, pero no importaba. Llegaron esos encuentros tras un año, ese sentirme lejos y cerca. Juan D se quitó de en medio para no dar de qué hablar y le regañé por ello, estamos en un pueblo pequeño y nos vamos a largar, ¡qué más da!

Ana y Antonia me abrazaron con ganas de cotilleos y después llegó mi hermano, guapo como él se pone con vaqueros y la chaqueta del traje de novio de mi padre, para acompañarnos entre anécdotas y risas. Estaba tan contento de que fuese tarde y yo estuviese allí, de que estuviese sonriendo y brindando…

Cuando por fin miré el reloj, aunque hubiese podido seguir celebrando, decidí que era mejor una retirada a tiempo que perderme del todo en el amanecer. Juan D me acompañó a casa bajo la promesa de que lo llamaré cuando vuelva del fin de semana.

-Gracias por salvar mi noche –le dije ya en la puerta, porque comenzar el año así era lo que menos me esperaba del mundo.
-No tienes que darme las gracias –se rió abrazándome-. Pasar contigo la noche ha sido increíble.