miércoles, 25 de noviembre de 2009

peleas callejeras


Cuando volvía a casa del trabajo, había un grupo de tres niños que jugaban en la calle. Conforme me acercaba me fui dando cuenta de que el juego no era igual de agradable para todos. Uno de ellos era un mero espectador, mientras que sus dos compañeros se enfrentaban en una lucha un poco desproporcionada. El niño moreno le daba patadas a su amigo en la espinilla al tiempo que gritaba:

-Toma, toma, regalos gratis -con saña y tono descarado-, ¡para los Reyes Magos!

La víctima se reía con ese deje nervioso, esa risa falsa que pretende decir: "no me duele tanto como crees, yo también me estoy divirtiendo". Una auténtica mentira.

Mi rol de "seño" casi me hace pegarles una voz en plena calle, pero desconecté pronto la cabeza y pensé en el pobre infeliz entusiasmado con la idea de que aquella bestia sin compasión era su amigo. Su risa me acompañaba mientras metía las llaves en la cerradura de la puerta. Comencé a pensar en cómo eran las cosas cuando yo tenía su edad.


La verdad es que yo era la típica chica que se negaba a rendirse a la primera. Siempre intentaba no llorar delante de mis enemigos, para no darles la satisfacción de mi derrota física y moral. Claro, así me llovían las palizas más largas. Debí haber aprendido del débil del grupo, que a la primera torta soltaba la primera lágrima y después venían sólo las risas de los demás, nada de más golpes. Pero yo era cabezota y me levantaba, y plantaba batalla hasta que se cansaban o me fallaban las fuerzas.


La mayoría de las tortas me llovían por amor o por ser abogada de los pardillos de la clase. Cuando eran por amor, recibía los tirones de pelo con paciencia, ¿qué culpa tenía yo de no querer ni una pizca a Alejo? Cuando eran por defensora, se me hinchaban las narices y acababa cobrando por mí y por todos mis compañeros, pero por mí primero.


Y yo también me reía con esa risa histérica del niño de la puerta, con esa risa de no pasa nada, de todavía podría ser peor.


No soy capaz de recordar la última pelea de niña. Lo que está claro es que en algún momento se decidió que la palabra era mejor aliada que los puños, el problema es que de pequeño eres capaz de perdonar al que te da dos hostias, pero cuando creces es más difícil hacer la vista gorda si te lanzan un ataque virulentamente verbal.


Por el niño de la risa histérica y por mí, tengo la esperanza de que todavía quede más por crecer e, igual que se pasa de la torta a la palabra, en algún momento se pasará por encima de la pelea y ya no nos quedarán más que las victorias pequeñas y cotidianas.

1 comentario:

Charal dijo...

Palabra cierta la tuya! Aunque ahora me permito escabullirme más seguido desde la oficina...

A la final no importan los zapatos sino la magia que le pongas n? =)Así que vengan esos pies descalzos siempre que no tengan miedo de andar... ni de dejar el suelo de vez en cuando!

Besos! Me encanto esta entrada por cierto, se parece tanto a mí ^^