sábado, 2 de noviembre de 2013

un recuerdo agradecido a nuestros difuntos



Mi abuela Luisa hacía las gachas con almendras tostadas y así es como le gustan a mi padre. Hoy las he hecho yo por primera vez -después de mirar en internet, hacer llamadas de urgencia a mi madre y mandar wasap de comprobación casi a cada paso-. 

Nacho decía que no había comido nunca gachas y a mí me ha parecido imperdonable no prepararle este dulce tan típico de mi familia -y de muchas otras, lo sé- en el puente de los santos. Llevo días enfrascada en un nuevo trabajo que estoy desarrollando para una editorial y me ha costado bastante cambiar el chip para meterme en la cocina. 

Pero, una vez allí, con los ingredientes rodeándome y el recuerdo de mi familia, ha sido fácil. Ha sido como unirme a una cadena que el tiempo hizo a través de las mujeres que me precedieron y ser una más con ellas. Unirme a mi madre, a mis tías y a mis abuelas llevando a cabo una receta que siempre se repite, girando la leche y la harina en la sartén, concentrada en cómo el humo se iba alzando sobre mi cabeza, pendiente del olor de la matalahúva, del sabor de las almendras tostadas. Como si, de pronto, yo fuera todas ellas a la vez y ese momento no fuera sólo mío. 

Conservar estas tradiciones culinarias es como coleccionar anécdotas y recuerdos de generaciones. Me gusta. Me gusta sentirme parte de algo más grande que yo, de algo que no soy capaz de comprender porque se pierde en el tiempo hacia atrás y hacia delante: la familia, la historia, la vida. 

A Nacho le han gustado -es que me han salido muy ricas- y el sabor le ha recordado a su infancia, como si fuese capaz de recordarlo unido a la imagen de su abuela. Seguro que ella se las hizo alguna vez, ha asegurado dando buena cuenta del pan tostado y las almendras, uniéndose también a su propia historia a través de las recetas. 

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