El coche suele ser mi generador de ideas. Cuando conduzco, mi imaginación tiende a desatarse -si no voy cantando como las locas-. Construyo la mayoría de mis novelas durmiendo o conduciendo, y esta mañana sentí el empujón de la creatividad mientras subía al trabajo con el sol comenzando a brillar.
A lo largo de la mañana, entre clases terroríficas con los terceros, debates sobre la imaginación con primero e intentos desgraciados de lectura teatralizada con mi grupo de pcpi, es casi imposible encontrarle un hueco a la creación. Pero al volver a sentarme en el coche para enfilar el camino a casa, mi cabeza volvió a ser un hervidero.
Por eso, después de comer, seguí mi ritual de café, de encender el ordenador del despacho, subir las persianas, desperdigar lápices, ponerme las gafas y concentrarme en una libreta de pastas grises mientras Milo suena por los altavoces.
Llevaba meses pensando en la última entrega de Los Portales de Éldonon y necesitaba darme un pequeño empujón para ponerme a escribir. En los últimos tres años, febrero se ha convertido en mi mes de la creatividad, especialmente gracias a la semana de vacaciones al final; pero este año he querido adelantar mi proceso, aunque sea un día. Así que he comenzado a redactar el primer capítulo del que será mi cuarto libro en Éldonon.
Los principios siempre me cuestan trabajo. Como si tuviese el lenguaje atado y necesitase levantar un mundo a mi alrededor con todas mis fuerzas, casi conjurando un universo que me devore para surgir a través de mí. Así que las primeras 1700 palabras, los primeros tres folios, han sido como aprender a coser. Lento y, seguramente, equivocado. Pero estoy contenta.
Estoy contenta. Estoy haciendo lo que más me gusta hacer. ¡Ojalá me dure el impulso y las ganas y las fuerzas! Y pronto pueda decir: hay una historia más que contar.