jueves, 19 de enero de 2012

hambre


Estoy planteándome proyectos literarios nuevos y tengo la mesa llena de papeles. Tengo la angustiosa costumbre de copiar la información en cualquier sitio, de manera que luego soy incapaz de recordar dónde apunté cada cosa. Así que llevo un rato revisando moleskine y servilletas para pasar todos los datos a una libreta amarillo chillón que me regaló Alberto. Supongo que así no se me olvidará dónde tengo que apuntar. 

La ropa negra está tendida en la terraza, por lo que no entra mucha luz en la casa, aunque ya a esta hora pueda exigirle poco al sol. Aún así, el tendedero crea una línea negra y convierte el cielo en una pantalla casi blanca que van cruzando nerviosos pájaros buscando el hueco de dormir. Me he quedado con los pies helados, igual que el té que he dejado a medias sobre la mesa porque ya no hay quien se lo beba. Debajo del ordenador, aplastado, yace el manuscrito de la novela infantil en la que estuve trabajando este verano. Siento una pereza paralizadora cuando pienso en corregirla. 

Odio corregir. 

Y dejo el párrafo así, sólo con esas dos palabras, para que quede efectista y porque es verdad. Últimamente conozco a muchos escritores y eso me da vértigo. Es una mezcla de miedo y de pérdida de la originalidad, algo así como cuando tu madre tiene otro hijo mezclado con conocer a tu héroe. Por supuesto es agradable hablar de las frustraciones literarias y editoriales, de los proyectos y de las metas, pero somos todos muy raros, cada uno a nuestra manera, y la mezcla llega a ser sorprendente. Al final siempre es muy divertido. 

Estos días tengo activado el chip de narrar, de captar en la realidad mil historias, por eso cada párrafo parece  inconexo con los demás. Paseando por la ciudad o conduciendo ya me he contado la vida de la hija del farmacéutico que conocí el otro día, la del pintor que reside en una de las mansiones de camino a mi casa, la del príncipe desconocido que hay entre los alumnos... Cualquier chispa es un impulso que despierta mi voz de narradora. 

Es algo precioso... que me genera frustración. Porque tengo que levantarme e ir a trabajar,  no puedo preparar el café y sentarme a escribir hasta sentir hambre. Así que siento hambre todo el día, no de comer, hambre de palabras, de mis palabras. ¡Ay, si el mundo fuese a mi manera...!

2 comentarios:

alguien dijo...

Creo que te entiendo. Avanzo a pasos de gigante con mi novela juvenil. Yo odio más aún corregir que tú :P
De hecho, casi no corrijo. Supongo que con ésta haré una excepción.
muá

MâKtü[b] dijo...

¡Si el mundo fuese a tu manera molaría un montón! Pero quizás tendrías más trabajo por eso de organizar todo un mundo!

Tu ánimo es lo que te diferencia... ¡ánimo!