Septiembre tiene un algo de deseo, de encender el té y apagar las olas, de leer hasta que la luz se caiga, de sillón blanco y ventanas entrecerradas. Comienza a oler a otoño y a jengibre, a clavo y a canela entre el salitre. Hay un algo de estirar las horas para poner de puntillas el último rayo de sol que llega hasta el pino de la terraza.
Me gusta imaginar que pronto cambiaré el armario, que resucitaré las rebecas y los pantalones vaqueros, que pronto me taparé con mantas en la cama, en el sofá, en el despacho... Se acercan los meses de dos cifras y con ellos los libros de poemas, la lámpara sobre la mesa pequeña, los proyectos de novelas. Todo parece por estrenar esperando el frío, hasta en este rincón del mundo al que el otoño llega sólo en la fruta. Pero con el tiempo aprendo a percibir los matices, a darme cuenta de que puedo andar al sol, de que la brisa despeina, de que el mar se limpia y los cuerpos se acercan.
Los rituales tienen para mí la fascinación de lo cotidiano. Septiembre es el umbral de los rituales, de los horarios y los hábitos, de los propósitos y las listas como esta. Hago el tiempo tren, yo lo conduzco, creando ritmos de recetas, tradiciones. De pronto la selva salvaje del verano, el saltar de rama en rama, el dormir hasta en los charcos, se convierte en pradera dócil en la que invento los sobresaltos.
Me seduce un ritual, el ritmo. Esta música de casa que hace años que memorizamos. No hay nada en lo predecible que no me parezca hermoso. Debo haber heredado de mi abuelo el amor sereno por el golpe de reloj y la paz de las repeticiones. Por la domesticación.
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