jueves, 12 de noviembre de 2020

Granadas



 Hoy he desgranado dos granadas. Lentamente, con cuidado. Para hacer un zumo de granada y naranja. El acto concentrado de ir desmenuzando en granos la fruta me ha recordado a Alex, con sus deditos pequeños, deshaciendo el rojo sobre la fuente enorme de la casa rural que alquilamos el año pasado con los mejores amigos de Nacho. Los niños más pequeños se agolparon a mi alrededor cuando abrí las granadas sobre la mesa. Y allí, debajo de una parra silenciosa, en el patio, desgranamos juntos sin hablar demasiado, concentrados. Como me concentraba en el campo de mis abuelos, cuando era yo la niña y me quedaba fascinada con cada una de las pequeñas piezas rojas, como rubíes. 

Lo cierto es que nunca me ha gustado demasiado la granada. El dulzor indiscutible de la pulpa se ve siempre interrumpido por esa parte central dura y amarga que estropea el sabor. Pero me encanta desgranar granadas. Ese quehacer minucioso me fascina: mis dedos deshaciendo las joyas diminutas que modifican su color transparente al reposar unas sobre otras. 

Después de pensar en Álex vuelvo irremediablemente a Zocueca y me pregunto si de verdad había un granado junto a la higuera detrás del merendero, si a la bisa le gustaban tanto las granadas como los higos, si esas tardes de otoño en las que preparábamos el pan de higo desgranábamos también la fruta roja.

Odiaba que Granada se llamase granada y que utilizase la fruta como su emblema. Me parecía una banalización convertir en símbolo algo tan hermoso, repetirlo en alfileres y en pines. Aún ahora, no soporto ver granadas en los bodegones.  Me pasa como con las marinas. No solo hay que captar la realidad de la fruta, también hay que capturar su verdad y eso es tan difícil. ¡Es tan fácil convertirse en un tópico...!

Pero volvamos. Esta tarde he desgranado dos granadas para hacer un zumo. He abierto después dos enormes naranjas que han llenado la cocina del olor de las sobremesas en invierno. Y he llamado a Nacho para compartir con él esa sensación tan cálida, llena también de recuerdos. Ahora era mi abuelo Andrés negándose a pelar la fruta, mi abuelo Juan pelándola con cuchillo y tenedor -sospecho que el abuelo y yo teníamos ciertas manías en común-, la comercial de Almería que nos confesó que odiaba el olor de las mandarinas en los autobuses. 

Y he puesto todo eso en el zumo. Que sabe dulce y ácido. Y es rosa. El zumo que me ha hecho volver aquí, después de tanto tiempo, a celebrar lo cotidiano. 

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